lunes, 20 de octubre de 2025

704. El otro Machu Lanú

 


Con su última novela, Javier Sachez ha logrado sumar a su extensa lista de reconocimientos su condición de finalista del Premio Sed de Mal en su quinta convocatoria. El galardón, organizado por los escritores José Luis Muñoz y José Vaccaro fue concedido en aquella ocasión a Francisco Javier Sánchez Jiménez, por su novela A fuego lento. 

Cándidas bestias,  publicado por Octubre Negro Ediciones, narra el desasosiego de las gentes de una aldea extremeña de topónimo ficticio, Cártulo, probablemente circunscrita al área geográfica de Las Hurdes, ante los misteriosos ataques que sistemáticamente están sufriendo las niñas del lugar. El modus operandi del agresor es siempre el mismo: aunque las deja con vida, arranca de sus bocas infantiles una pieza dental. Ante la inoperancia de la Guardia Civil, retratada aquí con tintes paródicos, será la hija de don Miguel, un potentado que vive en una casa indiana en la parte privilegiada del pueblo, quien tome la iniciativa de llevar a cabo su propia investigación. Más allá de los pormenores de sus pesquisas, que a mi parecer se antojan algo erráticas y reiterativas, lo que despierta el verdadero interés de la novela es la radiografía del comportamiento social. Así, en la desesperada búsqueda de un culpable, los prejuicios de los lugareños irán señalando a cualquier incauto sobre el que se cierna un mínimo indicio, y la irracionalidad de los juicios paralelos, los linchamientos –reales o reputacionales– y los rencores de clase (que llegarán a inculpar al propio don Miguel) se irán alternando a lo largo de la narración con el doble propósito de crear incertidumbre en el lector, pero también con el de analizar la naturaleza visceral de la conducta humana cuando se la despoja de la cordura mesurada o se somete a la iracundia colectiva.

Otra de las críticas que Sachez apunta desde una postura ilustrada es la denuncia de la superstición. Entre los autóctonos cala la idea de que el responsable de las atrocidades sea el Machu Lanú, personaje del bestiario mitológico extremeño, emparentado con el demonio, mitad humano, mitad macho cabrío, que suele habitar Las Hurdes Altas. Al final, los sucesos responden, como siempre, a una lógica corriente, aunque no por ello exenta de su terrible casuística, que le servirá al autor para lanzar una nueva denuncia, que por no destripar el argumento de la novela evitaremos explicitar aquí.

Son también interesantes las descripciones que contrastan la vida de los dos barrios de Cártulo (el rico Barrio Alto y el misérrimo Barrio Bajo), con sus diferencias sociales y modos de vida, y también con la marginación subsiguiente de este último, cuyos problemas con el agresor de las niñas solo se atiende cuando la amenaza se extiende al barrio acomodado: una lección de geopolítica a pequeña escala que da para reflexionar sobre las desigualdades y los intereses de nuestro mundo ensimismado, alienado e insolidario.

Destacan asimismo las semblanzas de los personajes, trazadas con mucho oficio, especialmente la de la memorable Eduvigis La Maga, cuyo parentesco con su antecedente celestinesco resulta patente. La misma sugestión que adquieren las descripciones que sitúan, al principio de cada capítulo, los espacios narrativos, pintados con notable vocación estilística y eficaz pintoresquismo.

En definitiva, Cándidas bestias es un libro que no olvida su primer compromiso con el entretenimiento pero, que aprovecha esa vertiente lúdica, para deslizar subliminalmente toda una serie de cuestiones de índole social que enriquecen y dan empaque al resultado final.

lunes, 13 de octubre de 2025

703. La dana de Beneyto

 


Coincidiendo con el año en que se celebra el homenaje a Maria Beneyto, la editorial Llibres de la Drassana recupera una de las primeras novelas de la escritora valenciana. Se trata de El río viene crecido, que en 1959 obtuvo el Premio Valencia de literatura y que fue publicado un año después por la Diputación Provincial de la ciudad del Turia. La nueva edición, excelentemente traducida al catalán por Carme Manuel y con prólogo de Rafa Lahuerta, viene a rescatar del olvido una de las obras más destacadas, pero también olvidadas, de la narrativa beneytiana.

El riu ve crescut se estructura en dos partes. La primera transcurre durante el año 1948 y se centra en el fenómeno del chabolismo a orillas del Turia y de la vida misérrima de las gentes, la mayoría emigrantes andaluces o murcianos, que habitan el margen del río. Beneyto construye durante estas páginas un fresco muy vivo de la posguerra y de las vicisitudes de este extracto social, donde la picaresca, el estraperlo o las enfermedades como la tiña conviven, a su vez, con una lucha por la supervivencia no exenta de la heroica nobleza de quienes deben blandir su dignidad humillada para reivindicar su condición de seres humanos. En este sentido, la novela entronca con la habitual preocupación de Maria Beneyto por las clases desfavorecidas, tan presente en su poesía. La magnífica caracterización de los personajes, así como su maestría para el uso de los diálogos convierten esta primera parte en un producto casi hiperrealista que concluye con la histórica riada que asoló aquella sociedad del submundo valenciano.

La segunda parte, ambientada en 1957, narra la vida de esas mismas gentes, supervivientes del desastre, en la Valencia urbana. Muchos de ellos han debido reinventarse para poder sobrevivir entre la sociedad ordenada de la capital. En esta parte adquiere gran presencia la evocación nostálgica de una cartografía de Valencia en parte extinta: los baños de la Petxina, donde se trataba la tiña; los cines como El Museo; horchaterías como la Cenia, restaurantes como el Pasqualet de la Malvarrosa, o la vida del barrio artesano del Carme, de Nazaret o de la huerta de Campanar conviven con la descripción costumbrista de las Fallas, la celebración de la mona de Pascua en la Devesa a ritmo de gramola, la festividad de la Virgen de los Desamparados, las rondallas, la lectura de escritores folletinescos y zarzuelistas como Pérez Estruch o el nacimiento del rock ‘n’ roll. Pero como si del fatum de la tragedia griega se tratara, la fatalidad volverá a enseñorearse de los personajes con una nueva riada, cuya descripción resulta más estremecedora, si cabe, tras la reciente catástrofe de nuestra dana. Es también un canto a la heroicidad de una ciudad donde «la mitat de València feia amb l’altra mitat» su «commovedor donar-se al proïsme, en el més formidable desplegament de la solidaritat humana, portat als cims de la grandesa i la caritat més sublims».

Respecto a la espléndida traducción de Carme Manuel, nos hallamos, sin embargo, con el problema de trasladar el habla coloquial andaluza a su equivalente valenciano, con lo que ese particular tiene de extrañeza en la lectura, que resulta algo forzada. Quizás habría sido más conveniente traducir al catalán solamente las partes narrativas y salvaguardar en cursiva el resto de acentos no valencianos, en lo que habría sido un bonito homenaje al crisol de culturas y paletas dialectales que Valencia, siempre hospitalaria, acogió durante los duros años de la inmediata y posterior posguerra.

lunes, 6 de octubre de 2025

702. La novela inédita de Maria Beneyto

 


Se celebra el año de Maria Beneyto y proliferan las iniciativas editoriales que tratan de recuperar algunas de sus obras inéditas o de reeditar títulos olvidados. En esa línea, pronto estará en las librerías una antología comentada de la poesía de la escritora valenciana de la mano de la editorial Lastura y coordinada por Manuel Valero y Elia Saneletuerio en la que he tenido el gusto de participar; también la editorial Llibres de la Drassana ha rescatado El río viene crecido (1960), novela casi inencontrable que el sello ha decidido traducir al catalán. De Ofelia 25, novela inédita programada por el Ayuntamiento de Valencia, nada se sabe de momento. Y la Acadèmia Valenciana de la Llengua acaba de publicar otro texto, también inédito, titulado Al límit de l’absurd, del que hoy nos ocupamos aquí.

La novela, que en principio iba a titularse Retrat de família, narra la historia del clan Coloma, dedicando los diferentes capítulos a darle voz a cada uno de los integrantes del mismo, lo que redunda en un perspectivismo muy interesante. Con todo, el protagonista principal es Joan, que ha decidido recluirse en soledad en una casa de montaña propiedad de su hermana, huyendo del crimen que –erróneamente– ha creído perpetrar. Los monólogos de los personajes, que en principio parecen responder a una estructura epistolar, son más bien pensamientos lanzados al vacío que corroboran uno de los aspectos de la narrativa de Beneyto, en la línea de Carmen Martín Gaite: la búsqueda de un interlocutor que no siempre se concretiza. La incomunicación resultante es, en parte, la causa de la tragedia. Durante esos parlamentos, los Coloma van desgranando, entre reproches, las miserias familiares a la manera de los personajes de Harold Pinter o de Tennessee Williams o también de algunas novelas de Faulkner, como bien aprecia Carme Manuel en la esclarecedora introducción que precede a nuestra edición.

Al límit de l’absurd es quizás la novela más onírica de Beneyto, culminación de su vocación por la renovación estilística y estructural con cuyos resortes experimentó en varias de sus obras narrativas, sobre todo desde La dona forta o Antigua patria. Así, durante su encierro, Joan convivirá con una figura etérea que llamará «Ella», en la que se quintaesencia una feminidad de agreste erotismo e ideal romántico que representa la perfección de la Naturaleza trascendida más allá de los actos de los hombres y de la sociedad. La interpretación de esta entelequia puede dar para muchos tratados de psicología, pero en ella parece atisbarse la idea del doble, tan presente en otros libros de la autora, en donde Joan desea reflejarse para aliviar su condición finita e imperfecta.

De todos modos, para mí, la tesis de esta novela es, sobre todo, la crítica a un tipo de masculinidad que victimiza, paradójicamente, a los propios hombres. De Joan se espera, como el hombre de la familia que es tras la muerte de su padre, que ejerza su virilidad contra Antonio, el advenedizo que se está apoderando del negocio familiar. Esa presión contrasta con la verdadera naturaleza de Joan, un ser apocado y sensible, que echa de menos los cuentos populares con que la vieja Rosa, sirvienta de la familia, reconfortaba su infancia y la de sus hermanos, traumatizada por la presencia de un padre severo y distante. Su arrebato violento contra Antonio parece fruto de esa expectativa que su condición de primogénito varón obra sobre su sentido de la responsabilidad. Y su acto será el causante de toda el subsiguiente malentendido: Joan cree haber matado a Antonio. Cuando Helena, su hermana, le informa de su error es ya demasiado tarde. El fatum de la tragedia griega ha hilado ya el tapiz del destino y una terrible casualidad fulminará el supuesto restablecimiento del orden y la perspectiva de un futuro feliz.

lunes, 29 de septiembre de 2025

701. Festivaleando (y II)

 


Completamos con esta segunda tanda la crónica del Festival de Teatro Clásico de Alicante incorporando las últimas cinco obras representadas la semana pasada y que clausuraron el formidable cartel de esta edición.

No voy a descubrir ahora el talento casi innato de El Brujo. Su espectáculo, titulado Iconos o la exploración del destino, vuelve a poner de manifiesto la portentosa soltura de Rafael Álvarez, auténtico animal de las tablas, sobre el escenario. El actor lucentino despliega toda su potencia dramática, con el embeleso de su estudiado repentismo, para repasar algunos de los clásicos literarios emparentados con el concepto del fatum, el destino aciago que predetermina a algunos de los personajes que, principalmente, conforman la tragedia griega. Así, con una divertida y eficaz veta divulgadora, se evoca a Jasón, Medea, Antígona, Edipo o Crisipo, aunque también tienen cabida referencias al Mahābhārata hindú o a la Biblia. Los pasajes cómicos se compensan con anticlímax serios y trascendentes que, por contraste, resultan eficaces y oportunos. Las conexiones con la actualidad inciden en la idea de la modernidad de los clásicos. De entre muchas de las tesis que se desprenden del espectáculo, destaca aquella que trata de deslegitimar las teorías deterministas para abogar por el poder de la voluntad que nos permite ser dueños de nuestro destino.

Guitón Onofre rescata del olvido la novela picaresca homónima de Gregorio González cuyo manuscrito sufrió lo más variados avatares, tantos, que darían para un artículo completo. La obra de González recoge todos los clichés del género, pero queda muy lejos de la profunda humanidad del Lazarillo, y queda reducido al lance cómico y al afán de venganza de su personaje. Pepe Viyuela hace un trabajo muy meritorio, asumiendo él solo la interpretación de los diferentes cuadros picarescos con absoluta prestancia. Tal vez le sobra a Viyuela un exceso de histrionismo, probablemente inevitable dada su condición de cómico mimo, sobre todo cuando interpreta a los otros personajes. La música y voz de Sara Águeda completan la atmósfera áurea.

Cid, de la compañía de Antonio Campos, desmitifica la figura del héroe castellano que los cantares de gesta y el Romancero habían elevado a categoría legendaria. En lugar del juglar laudatorio y –no lo olvidemos– político, la semblanza del Campeador la hacen aquí los propios lugareños de Vivar con cierto tono bufo que baja el suflé de la epicidad del Cantar.

La loca historia del Siglo de Oro de Javier Uriarte adolece de las mismos vicios que Farra, de la que ya dimos buena cuenta la semana pasada. Aunque la puesta en escena es atractiva, la unidad argumental se resiente debido al carácter fragmentario de las escenas, algo atropelladas e insertadas con calzador, como si su mera concatenación justificara per se el montaje.

Finalmente, La Reina Brava, de Las Niñas de Cádiz, ofrece la misma fórmula con la que este elenco se ha dado a conocer. Aunque en su dossier de prensa se habla de un «triple salto mortal» con su nuevo espectáculo, lo cierto es que quien haya visto a las Niñas de Cádiz en alguna otra ocasión, comprobará que el tono y la ejecución responden al mismo sello de identidad de siempre: histrionismo desaforado, esperpento ibérico, alocuciones chirigoteras que parodian la solemnidad de las tragedias shakesperianas y del endecasílabo, inserción de lo popular, etcétera. Un divertimento eficaz pero que corre el riesgo de morir de éxito, agotada ya la originalidad de la prouesta con que sorprendió en su día.

lunes, 22 de septiembre de 2025

700. Festivaleando (I)

 


Cada año que pasa, el Festival de Teatro Clásico de Alicante goza de mejor salud. En la actual edición, la cartelera atesora obras de gran calidad, algunas de ellas importadas de otros festivales de referencia como los de Almagro o Mérida. Nos ocupamos hoy de tres de esas obras con una sucinta nota de cada una de ellas.

Los dos hidalgos de Verona, en la que participa como coproductora la Compañía Nacional de Teatro Clásico, raya en la perfección. Se trata de una de las primeras obras de William Shakespeare donde el genio de Stratford bosqueja ya algunas de las constantes que caracterizarán en lo sucesivo su trayectoria dramática. Aquí el conflicto se establece entre la lealtad y la pasión amorosa. Lealtad al amigo, pero también lealtad a la mujer prometida. Una vez más, Shakespeare nos alerta de los estragos de las pasiones ciegas y desaforadas, capaces de comprometer la amistad y los principios morales. El dinamismo y la veta cómica (especialmente la de Goizalde Núñez) se ganan enseguida al espectador. El montaje, además, repara uno de los, para mí, grandes defectos del texto de Shakespeare. El dramaturgo inglés despacha el arrepentimiento final de Proteo con el perdón instantáneo y sin transición de Valentín y Julia, sacrificando lo que hubiera sido una interesante exploración de los procesos de perdón y expiación, la afrenta, el rencor o el dolor de la decepción. En esta adaptación, se incide algo más en esas reacciones. Y también me resultó muy inteligente cómo Declan Donnellan hace depositarias del concepto de restauración del orden a las dos mujeres, cuya generosidad, como la de los reyes del teatro áureo, permite el final feliz y la reconciliación de los dos amigos.

Numancia, en la versión de José Luis Alonso de Santos, es una adaptación fidelísima de la tragedia de Cervantes sobre la heroica resistencia del pueblo numantino. Dicciones de reconocible corte clásico y vestuarios sin extravagancias. Se eliminan del texto algunos de los anacronismos en los que cayó Cervantes, como el panteón romano asimilado por el pueblo celtibérico, pero no el de la alusión a «España». Esto último es disculpable si pensamos que Cervantes estaba escribiendo, a la manera de Virgilio en la Eneida, un texto de clara apología patriótica. De hecho, en las intervenciones alegóricas de España y del río Duero, Cervantes alaba la institución monárquica, sin dejar pasar la oportunidad de citar a Felipe II, su contemporáneo (texto acotado en nuestra adaptación). Chirrían algo las indumentarias de esas alegorías, así como el didactismo del narrador.

Farra, de Lucas Escobedo es, sin embargo, un quiero y no puedo. El montaje, premiado con el Max a mejor espectáculo musical en 2025, pretende homenajear con su fiesta barroca a los autores de los siglos áureos, pero la nobleza de su intento queda reducida a una mera concatenación deslavazada de pequeñas piezas humorísticas de parentesco chirigotero y de irregular hilaridad, que se queda a medio camino de todo. La música es excelente y son preciosos los timbres de las voces, pero la unidad del conjunto se resiente a cada paso y la propuesta justifica ese pandemónium apelando a una supuesta vocación de divertir por divertir que no parece convicente. En demasiadas ocasiones, se aprecia la clara voluntad de imitar la fórmula que con tanto éxito practicó Ron Lalá (algunas descaradamente copiadas). Pero hasta la crítica social (feminismo, derechos del valenciano, antibelicismo) se queda en meros eslóganes facilones y manidos, y desposeídos del sarcasmo, la fina ironía y el ácido vituperio del divertidísimo modelo ronralero. En definitiva, la sombra de Ron Lalá es demasiado alargada.


lunes, 15 de septiembre de 2025

699. Cuando Ítaca es la penitencia

 


La nueva versión cinematográfica inspirada en la Odisea es un precioso retrato intimista que explora los remordimientos del héroe y su sentimiento de culpa, alejándolo de la altivez homérica, desmitificando sus cualidades épicas y eliminando cualquier referencia a las intercesiones divinas. En definitiva, Uberto Pasolini obra en Odiseo (nunca he llevado bien la variante latina de Ulises) un ejercicio de humanización sin menoscabo de una lectura atenta, pero personalísima, de la epopeya de Homero.

Hay quienes critican la morosidad del metraje. No sé si es que esperaban –signo de los tiempos– la acción desaforada de las tramas que hoy se estilan. Para empezar, conviene ir sobre aviso a las salas de cine y leer críticas y sinopsis: El regreso de Ulises se centra solamente en la llegada del héroe a Ítaca y no en todo su periplo aventuresco desde que abandonara Troya. Quien busque esto último deberá esperar al estreno en 2026 de la película de Christopher Nolan. También hay quien le ha afeado a la cinta el oportunismo antibelicista relacionado con la guerra de Gaza. Pero no hay que olvidar que la Ilíada está trufada de alegatos contra el sinsentido de la guerra y, en todo caso, nunca me parecerá mal que el arte se comprometa con la denuncia de las atrocidades de su tiempo como es este GENOCIDIO retransmitido en directo por las televisiones ante la vergonzante inhibición de Europa.

Llama la atención el acre recibimiento que recibe Odiseo una vez en Ítaca, tan diferente del que le profesan Penélope y Telémaco en la Odisea. Entre sus reconvenciones está la de haber causado la muerte de sus compañeros de armas, buenos hombres a los que el héroe que los lideraba no ha sabido proteger, apropiándose egoístamente de la gloria de la victoria o del regreso. En realidad, una lectura concienzuda de la Odisea nos permite entender que, efectivamente, Ulises tiene motivos de los que avergonzarse: oculta a sus compañeros los riesgos de atravesar el estrecho que custodian Escila y Caribdis; se protege a sí mismo enviando una avanzadilla de exploración en la tierra de los lestrigones; vencido Polifemo, arriesga la vida de sus hombres empecinado en tornar a la isla del cíclope para volver a provocarlo como un vulgar bravucón; su altanería está presente en cada hexámetro del aedo. Todo eso lo sabe Ulises. De todo se siente culpable. No hay gloria en su regreso. Lo que quiero decir es que Pasolini ejecuta su versión con un gran conocimiento de los versos de Homero. Hay más ejemplos. En la Odisea aparece en multitud de ocasiones el epíteto épico «la luz del regreso». En la película, el actor Ralph Fiennes, que da vida a Odiseo, sale del tugurio oscuro en donde le han dado hospitalidad tras su naufragio cuando le anuncian que se halla en Ítaca y el sol ciega de felicidad su rostro; a continuación, se arrodilla para llevarse a la boca la tierra del hogar, en una escena memorable. Conmovedor es también el esperadísimo encuentro con su fiel perro Argos, que cumple todas las expectativas del espectador. Y se recuerda el natural ingenioso de Odiseo cuando en la película, tras fracasar los pretendientes a la hora de tensar el arco, el héroe aplica la maña en lugar de la fuerza para tal propósito. Con esto contraviene Pasolini el texto homérico, pues también Antínoo piensa en calentar el arco para vencer su rigidez.

Esto nos lleva a otro de los méritos de la película: la inteligente adaptación a los códigos cinematográficos eliminando la enojosa coda de Homero o las historias interpoladas con las que Odiseo pretende ocultar su identidad para condensarlo todo en un económico pero eficaz montaje argumental. Por añadir algo más, la última frase de Penélope (espléndida Juliette Binoche) es quizás una de las declaraciones de amor más hermosas que yo haya escuchado en una película.

Es septiembre, vuelven las rutinas tras el largo verano. Esta columna, el cine, el teatro los libros postergados. Volvemos a Ítaca.

lunes, 28 de julio de 2025

698. El Madrid que fue en el Madrid que es

 


Solo una enamorada de Madrid podía escribir el libro que nos ocupa. Paseos singulares por Madrid. Centro y aledaños es, ante todo, una hermosa oda a Madrid, una obra en la que Concha D’Olhaberriague nos invita a mirar con otros ojos, los del paseante sosegado que degusta con calma, una ciudad por todos casi conocida. El adverbio casi no es aquí baladí, puesto que la autora propone un itinerario alternativo que trasciende la mera tipicidad de las guías turísticas al uso.

La obra cuenta con un excelente prólogo de Gonzalo Hidalgo Bayal y con una introducción de la propia escritora en la que explica el germen de este libro, fruto de su experiencia en la ciudad en la que vive y que recorre con deleite en sus habituales paseos; de modo que esta obra es «el fruto de una razón vital». Y es que Concha D’Olhaberriague, además de crítica literaria, profesora y gran estudiosa de autores como Unamuno, es una flâneur con afán de conocer y descubrir no únicamente lo que hay en Madrid sino lo que hubo, por lo que en su obra se establece un armónico diálogo entre el pasado y el presente de la ciudad.

Con una prosa muy elegante, la autora nos regala una obra en la que se combinan a la perfección la documentación exhaustiva, las reflexiones filológicas, las leyendas y curiosidades, la etimología de topónimos y los tecnicismos arquitectónicos y paisajísticos explicados siempre con rigor y claridad. Todo ello con un eje vertebrador que recorre el libro: la presencia del arte en general y de la literatura en particular. El capítulo estrella en este sentido es el dedicado al Barrio de las Letras cuya fascinante lectura sumerge al lector en unas calles por las que aún resuenan los pasos de grandes literatos, historiadores, pintores, actores… De la mano de la autora visitamos de otra manera teatros, cafés, iglesias y otros edificios destacados de la zona. El verbo visitar cobra todo su sentido, puesto que Concha D’Olhaberriague tiene la capacidad de que el lector sienta que está haciendo un recorrido corpóreo por los lugares que se describen, su fraseo guía nuestros ojos, orienta nuestros pasos de tal modo que sentimos que estamos allí, no solo leemos, sino que viajamos. La estela artística destaca también en el capítulo dedicado al Madrid de Goya. El viaje espacio-temporal que propone la autora nos lleva al origen de la ciudad en el Barrio de los Austrias, con la sugerencia de pasearlo cuando cae la noche, y a buscar los vestigios de la ciudad murada. Asistimos también a la fiesta inaugural del Palacio del Buen Retiro hasta su conversión en el famoso parque, con una explicación detalladísima de los diferentes edificios que lo componen, de los usos que tenían y que tienen y de poetas y narradores que se relacionan con este pulmón de Madrid. Asimismo, propone una ruta franciscana en la que los lectores, ciegos mendicantes, recuperamos la vista ungiéndonos con el aceite sanador de las sabias palabras de la autora cuando explica, por ejemplo, iglesias como la Capilla del Cristo de los Dolores. La mirada de la escritora no sigue un criterio centrista, sino que abre su campo de atención también a lo lejano en capítulos como el dedicado a Carabanchel, con sus excelentes descripciones de las quintas señoriales de recreo del siglo XIX y su mezcla de barrio castizo y vanguardista; o como el dedicado a iglesias periféricas. El paseo se detiene también en jardines semiocultos, remansos de paz, en un capítulo muy sugestivo y estimulante, pues el lector camina por florestas de estilos variados cuyas fragancias a olivos, rosas, lirios, alhelíes, naranjos… dotan al capítulo de una atmósfera envolvente y casi onírica. Para completar la visión espacial de la ciudad, el lector visita diferentes miradores desde los que otear Madrid para comprender desde las alturas cómo la historia y el paso del tiempo han acabado configurando la fisonomía de una ciudad apasionante. No faltan reflexiones en las que se muestra la preocupación de la autora por fenómenos como la turistificación o el deterioro de algunas zonas.

Les aseguro que tras la lectura de esta obra, tras estos paseos, no acabarán agotados sino que desearán volver a transitar estos lugares con el afán del viajero que siente la necesidad no solo de ver, sino de comprender, de tener una experiencia reflexiva e inmersiva al recorrer las rutas propuestas. Y para ello, no se me ocurre mejor cicerone que el amor matritense de Concha D’Olhaberriague.

lunes, 21 de julio de 2025

697. Nadar en el Estigia

 


Frente a las ideas que tienden a edulcorar el período de la vejez adornándolo con tópicos como los de la sobrevenida serenidad, el sedimento sapiencial o la asunción estoica de las inexorables reglas de la vida, Luis Antonio de Villena desmitifica en su último poemario (Miserable vejez, Visor) todo ese argumentario optimista para ofrecernos sin patetismos pero también sin cortapisas una visión rencorosa de la senectud, con su deterioro, sus limitaciones, sus renuncias, su soledad y su nostalgia.

El libro recuerda inevitablemente, tanto por su estilo como por su tono, a los poemas y actitud de Jaime Gil de Biedma, tal vez el más fervoroso defensor de la juventud. No en vano, Luis Antonio de Villena abre sus versos con una cita del poeta barcelonés y le dedica luego uno de los poemas más hermosos que contiene el poemario. He aquí, precisamente, uno de los motivos recurrentes del libro: el homenaje y despedida de algunas de las personas con las que De Villena ha caminado por la vida, escritos con la zozobra de quien, perito en obituarios, ya se siente sólo un superviviente. Además del citado Gil de Biedma, se incluyen otras figuras reconocidas como la del poeta Julio Aumente, aunque abundan, sobre todo, personas menos célebres, vinculadas a su círculo familiar o personal, como la costurera Jeannette Raguet, su abuela María, y otros menos fácilmente rastreables como Víctor Dolgurov. Otras veces, se realizan sugestivos retratos de personajes históricos, como Proust o Leonardo da Vinci, evocados ya en su vejez. Junto al recuerdo de estas estampas panegíricas, también se recuerdan espacios sentimentales que el tiempo ha ido modificando, como en el poema que rememora el viejo Chamartín, tan distintos de los espacios de hoy, como los hospitales, que  «cobija[n] la innata mendicidad de la vida».

Como no podía ser de otra manera, la reflexión sobre el paso del tiempo está presente a lo largo de todo el libro. Su enfoque no difiere de los tópicos clásicos usados por los poetas latinos, muy reconocibles, pero su filiación no se limita solo al fondo de su mensaje sino, también, a esa llaneza expresiva imbricada en lo cotidiano, que tanto me recordó, por ejemplo, a Catulo. Los estragos del tiempo, se manifiestan, sobre todo, en los achaques físicos y en la ruina de los cuerpos, descritos con delicadeza y piedad, no exentas de dolor metafísico. Ello se percibe en los versos que se dedica a sí mismo, pero también en los dirigidos a personas anónimas que en su labor de observador ocioso, son rescatados en su libro. Es el caso de los bellos poemas dedicados al matrimonio de ancianos o a esos viejos solitarios flotando en la vida como pecios de la edad. Otras veces, sin embargo, admira su dignidad, como en el poema donde describe a un anciano nadador.

No obstante, en la mayor parte de los poemas, la vejez aparece confrontada con la juventud. El contraste acentúa aún más el complejo de sentirse viejo, la indiferencia, por ejemplo, que la presencia del poeta suscita en los bachilleres que salen del instituto y que pasan junto a él convirtiéndolo en invisible, pero también el espectáculo de los cuerpos brunos y elásticos y la consolación nostálgica en la admiración de su milagro. En otros poemas critica, aunque entiende, la soberbia de los jóvenes, que creen eterna su condición, y lo hace desde la atalaya de quien conoce en carne propia, otrora igual que la de ese muchacho arrogante, su propia decadencia. También critica la falacia de los gimnasios y su promesa de elixir.

Con un estilo diáfano, deudor como es De Villena de la llamada «poesía de la experiencia», y con una tímida veta culturalista, Miserable vejez es un ejercicio de elegancia que huye con acierto del victimismo al que su tema invitaba peligrosamente y, en su lugar, sus versos bracean con la misma admirable dignidad del anciano nadador.

jueves, 17 de julio de 2025

696. La ballena azul (presentación en Alicante)

 


TEXTO DE LA PRESENTACIÓN EN ALICANTE

Ahora son las 12.30h de la tarde y afuera luce el sol. Pero, tal vez, hace unas ocho horas, pongamos a las 4.20h de la madrugada, una persona aquejada de una profunda soledad, rota, vulnerable y por eso mismo, manipulable, conversa con algún iluminado del Internet profundo, que invita a nuestro personaje a resarcirse de su miseria vital abrazando un nuevo credo a través de un juego mortífero. Los principios de esa nueva religión son, a priori, atractivos, sustentados en un corpus teórico bien cimentado. Se trata de romper con el mundo, de acercarse a la acreencia, porque el mundo es un lugar hostil e injusto y casi todo es mentira y el ruido de la sociedad no permite alcanzar la esencia ni la verdad ni escucharnos a nosotros mismos, del mismo modo en que las ballenas se desorientan en el mar debido al ruido de los motores de los barcos y a la perturbación de los sónares. Así que rompamos con el mundo para una nueva e íntima refundación. Perdamos el miedo, porque el mundo nos quiere asustados; nuestro miedo, alimenta muchas bocas, es abono para muchos intereses espurios. Y nuestro personaje acepta el juego. El juego de la ballena azul. Cincuenta pruebas, una por día, hasta el fatal desenlace.

En realidad, en el libro de Raúl, estas cincuenta pruebas del juego de la ballena azul, ideado por el adolescente ruso Philipp Budeikin en 2013, no son un objetivo en sí mismas sino más bien un pretexto que el autor utiliza para estructurar su libro y para denunciar aquello que realmente le interesa, especialmente los bulos y las consecuencias de su tiranía. Para ello se vale a veces de lo que yo he querido llamar los «prescriptores letales», personas, muchas de ellas con un buen bagaje cultural, que encienden una mecha cuya repercusión acaba produciendo los mayores estragos. Así, por ejemplo, si Léo Taxil se permite la broma de demonizar la masonería, la broma ya no lo es tanto cuando Franco recoge el testigo, aun a sabiendas del desmentido de Taxil. Si los Protocolos de los sabios de Sion, obra publicada en 1902 para justificar los progromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista, era en realidad, falsa, no lo fue para Hitler, que la legitimó para sus intereses, ni tampoco lo fue para los 6 millones de judíos muertos durante el Holocausto; si a Wataru Tsurumi le da por escribir El completo manual del suicidio en 1993, los suicidas que su lectura provocó no eran solamente un libro. Si el líder David Lane propaga sus eslóganes supremacistas apelando a la necesidad de preservar la supervivencia de la amenazada raza blanca, las víctimas a manos de Brenton Tarrent o de Breivik no son eslóganes. Porque en todos estos casos, los muertos –dice Raúl Quinto– estos sí, son muy reales.

Otro tanto sucede con las leyendas que circulan por Internet. Si en la Deep Web se asegura que en los sótanos de las pizzerías violan y devoran niños, a qué extrañarse que un tal Edgar Maddison (quizás una de esas personas rotas y solas de las que hablábamos antes) entre, rifle en ristre, en una pizzería de Washington y se líe a tiros. O si se asegura que poderes fácticos ocultos están planificando secretamente un nuevo orden de control mundial a través de las vacunas, el 5G, la mezcla de razas y la difusión de la agenda homosexual, que nadie se extrañe luego (o sí) de los repuntes de los movimientos anticientíficos, xenófobos y homófobos. Podríamos poner más ejemplos, pero tampoco es cuestión de destripar la obra.

El libro de Raúl es un catálogo de las mayores atrocidades producidas en nuestro mundo merced a la lacra de la desinformación, algunas de ellas descritas con espeluznante crudeza. Pero también, como si de un nuevo Benito Jerónimo Feijoo se tratase, Raúl, que es digno heredero del pensamiento ilustrado, trata de desterrar con su denuncia la superstición y el esoterismo en nombre de los cuales (religión, brujería) tantas barbaridades y actos escabrosos se han llevado a cabo.

Finalmente, el libro nos coloca ante el espejo de nosotros mismos y de nuestra animalidad sádica y egoísta. Raúl menciona ejemplos como la asistencia en masa a la última ejecución con guillotina en 1939 en Versalles; o el caso del verdugo Nicomedes Méndez, que al jubilarse creó El Palacio de las Ejecuciones para mostrar ante un público ávido de morbo, los detalles de sus instrumentos de tortura; o el éxito de las películas de Traces of Death, que reproducen secuencias de muertes reales; o las prácticas turísticas de una sociedad adocenada e insensible a los lugares donde se habían producido actos macabros para conseguir luego el like en las redes sociales. Una frivolidad, pensemos quizás. Pero Brenton Tarrent también retransmitió en directo en Facebook desde su cámara Gopro su masacre en una mezquita neozelandesa.

La ballena azul es un libro perturbador e incómodo, como lo son siempre los libros que trascienden. El arte es una mentira y por eso mismo es verdad, dice en algún lugar Raúl Quinto. O «el arte debería romper los ojos y escribir unos nuevos». Con un estilo oracular, de fraseo corto y ritmo contundente, casi alucinado, como los vídeos sicodélicos que proponen en el juego de Budeikin, Raúl Quinto consigue escribir en nosotros esos nuevos ojos de la cita de marras. Contiene, además, el libro, el irrenunciable valor ético y estético que del autor cartagenero conocemos. Entretanto, esta noche, a las 4.20h de la madrugada, nuestro personaje insomne volverá a apostarse ante la pantalla de su ordenador. 

lunes, 14 de julio de 2025

695. Te robo mi vida

 


Hacía tiempo que no visitaba la literatura de Luis Leante. Uno se pregunta por las absurdas razones que nos apartan durante años de los lugares que una vez nos hicieron felices. La inescrutabilidad de los itinerarios lectores y todo eso. Y ha sido volver a sus páginas, y reconocer aquellas viejas sensaciones de la narratividad clásica, el magisterio de la evocación y del ritmo envolvente al servicio de algo tan esencial como contar historias: tan sencillo y tan difícil a la vez. Ahora que la novela aspira al hibridismo (pero siempre lo ha hecho) y a la experimentación (pero nadie puede innovar ya después de Joyce), yo reivindico, con Luis Leante, la novela-novela de toda la vida.

Ya las primeras palabras de Interpretación de la mentira (M.A.R. Editor) consiguen eso que los pedantes llamamos una buena captatio: «Todas las muertes son absurdas, pero algunas lo son más que otras». La reformulación del famoso inicio de Anna Karenina no es baladí, pues la novela de Leante es, entre otras cosas, una exploración profunda de las relaciones familiares –aquí fundamentalmente infelices–, de sus secretos, sus miserias, sus mezquindades y sus apariencias, tanto en el seno del clan de los Lezcano, una familia de porte aristocrático venida a menos, como en el del protagonista innominado que toma la voz narrativa, de origen humilde y cuya relación paterno-filial está llena de interesantes aristas. Entre los primeros, pronto destaca Celso D’Atri, apellido que no solo remite al esqueje que supone su presencia en la familia Lezcano, sino también al concepto de «otredad» inserto en la raíz del apellido italiano, que tanta importancia tendrá para el recurso metaliterario con que nos sorprenderá Leante al final del libro, relacionado con el tópico cervantino del manuscrito encontrado, y que no podemos desvelar aquí.

Celso y el protagonista se conocerán en el pueblo donde veranea la familia de aquel, Hondares, topónimo trasunto de la región de Murcia –tal vez de su Caravaca natal– a la manera en que Muñoz Molina usa el de Mágina para referirse a Úbeda-Jaén. No es el único guiño autobiográfico que se puede rastrear en la novela: Ediciones 28, el lugar donde publica Celso su libro, parece remitir a Libros 28, la librería de San Vicente del Raspeig a la que el escritor estuvo vinculado estrechamente hasta su desaparición. Celso, que aspira a ser escritor, deslumbra con su inteligencia y maneras a nuestro protagonista que, inoculado también del virus de la escritura, tratará de imitarlo, al principio, en vano. El transcurso de la novela abarca aproximadamente algo más de 40 años, a través de los cuales asistimos al deterioro de Celso y al éxito literario de su otrora amigo de la infancia, además de desvelarnos los entresijos de la muerte con la que se inicia la novela. El primer éxito de Celso lo convierte pronto en un juguete roto y olvidado, incapaz de repetir la popularidad que le granjeó su primer libro en el siempre inestable e impostado mundo literario (no pasa desapercibida la alusión velada a la fanfarria del Premio Planeta). El sorprendente final nos hace reflexionar sobre la utilización espuria de la literatura para canalizar a través de ella los ajustes de cuentas de la vida personal, pero también de la posibilidad de redimirse en la ficción (o en la autoficción) creando un mundo alternativo donde poder salvarse. El resultado es una fascinante artefacto caleidoscópico donde la verdad, la mentira y las voces narrativas se acaban entreverando en la siempre dramática lucha por la identidad.