domingo, 31 de agosto de 2014

263. Stefan Zweig, un grande.



Doy gracias a la vida por haberme permitido leer a Stefan Zweig. No sólo por el insuperable placer estético que produce deleitarse con sus novelas, sino por la inspiración que la inmensa personalidad de este prototipo del perfecto prohombre genera en espíritus tan necesitados de modelos redentores, espíritus como este pobre y menesteroso y anhelante espíritu mío.
En pocos hombres como Stefan Zweig he notado tan palmariamente una entrega más apasionada por la cultura en general y por la literatura en particular. Hay en su relación con el arte algo más que la sublime elevación que toda manifestación artística provoca en el tuétano de un alma sensible. Es más que eso. Es la convicción inexpugnable de que la salvación toda  está en el arte, es la conciencia esperanzada de que el arte acabará por extirpar todo lo malo que hay en el mundo, que acercará a los hombres, independientemente de su raza, lengua o credo ideológico y los unirá en una Arcadia común basada en la ventura de la reciprocidad.
La Arcadia era Europa. Pero Zweig, austríaco judío, tuvo que vivir dos guerras mundiales y una lacerante persecución para ir perdiendo la ilusión. Y, pese a ello, en mitad de ambas contiendas, Zweig mantuvo y exhibió sus contactos con los literatos del “bando enemigo” tendiendo el puente de la reconciliación a través de la cultura frente a la incomprensión de las bombas. Viajero pertinaz, se empapó de todas las sensibilidades, se sintió en casa allá donde viajara porque más allá de las diferencias reconoció siempre en la universalidad del arte esparcido por el mundo, su verdadero hogar. Pero era la Europa de los nacionalismos exacerbados, “la peor de todas las pestes […], que envenena[n] la flor de nuestra cultura europea”, que niegan al otro y ponen la venda en los ojos de los hombres. Poco a poco, Zweig se daba cuenta de que su sueño europeo, aquel mundo de ayer lleno de seguridades y optimismo recogido en sus imprescindibles y absolutamente deliciosas memorias (El mundo de ayer, Acantilado), llegaba a su fin. Cuando, tras su huida de Hitler, que todo le arrebató, comprobó en su exilio de Brasil que el nazismo se extendía por Europa sin solución de continuidad, ni siquiera el asidero íntimo del arte le sirvió de nada. La mañana del 23 de febrero de 1942, un criado de su retiro de Persépolis halló su cadáver y el de su mujer, las manos de ambos enlazadas, en la cama de su habitación. Ese mismo año había acabado sus memorias y el día antes del suicidio había entregado a su editor su última novela.
Su trabajo como biógrafo, lleno de grandes y sugestivas semblanzas que alcanzan en sus evocaciones auténtico lirismo; sus novelas de prosa elegantísima y ardor intelectual que apenas puede contener y que se desborda del corsé del género; la humildad con que siempre afrontó su éxito, que contrastaba con la alegría altruista que le producía el mérito de los demás, tantas virtudes convierten a Stefan Zweig en un referente ineludible de la cultura europea, ahora, por fin, reivindicado tras un período de incomprensible ostracismo. Pero, sobre todo, su perfil humano es un ejemplo trágico de la grandeza del arte y también de su terrible vulnerabilidad.

Quiero dedicar este artículo a mi maestro, maestro de tantos, don Ramón Oteo, cuya vocación estética y ética ante el arte, cuyo talante ilustrado y europeísta, amor entregado a la literatura, humildad y bonhomía, nobleza y generosidad, tanto comparten con las virtudes de Stefan Zweig, autor, por cierto, que él mismo ponderó y recomendó. Con todo mi agradecido e infinito afecto.


ÁLBUM: TRAS LOS PASOS DE ZWEIG EN VIENA

Casa natal de Zweig. Schottenring, 14

Placa en la casa natal
Instituto donde estudió Zweig (Wasagasse, 10). Que esté de obras tiene su simbolismo: Zweig guarda un mal recuerdo de sus años de estudiante en este centro y apelaba por una reconstrucción del sistema educativo.

Placa junto al instituto
Exposición sobre Stefan Zweig en el Museo del Teatro (Palacio Lokowitz). Las cajas de cartón repartidas por la estancia representan la continua provisionalidad de la vida de Zweig y su incansable espíritu viajero. La exposición contiene vídeos, retratos y los famosos manuscritos de autores y músicos que el autor coleccionaba con tanta pasión. Emocionante y absolutamente imprescindible.

Café Central, que Zweig frecuentaba (Freyung, junto al Palacio Ferstel). Estamos sentados en su misma mesa

Fachada del Café Central

domingo, 17 de agosto de 2014

262. Visitas teatralizadas



Que la nueva pedagogía es enemiga de la educación, o por mejor decirlo, de la formación, es algo de lo que ya nadie podrá dejar de convencerme. A estas alturas, mi descreimiento sobre los inventos educativos ha alcanzado tal grado de escepticismo, que huyo de los cursillos de formación permanente del profesorado casi tanto como de los libros de Clara Sánchez (aunque creo que prefiero los cursillos). Desde que los niños sólo deben aprender aquello que puedan ver y tocar porque el resto de conocimientos está fuera su centro de interés inmediato y no es significativo; desde que la memorización ha sido desterrada de las habilidades didácticas; desde que la motivación (palabra sin la que es imposible sobrevivir en el siglo XXI) debe asistir a todas las actividades realizadas en el aula (como si la mera curiosidad por el aprendizaje no supusiera suficiente motivación o, si nos ponemos prácticos, la obtención del título académico en una sociedad con el 55% de paro juvenil); desde que las clases magistrales son cosa de otros tiempos; desde que no se entiende a un maestro si no es asido a su Power Point; desde que los profesores han tenido que ajuglararse para hacer más divertidas las clases; en fin, desde que los “peda-gogós” de la nueva hornada han inundado de vacua verborrea los planes de estudio, los niños saben muuuucho más que antes. Ahora los niños conocen cómo vestían los romanos, qué comían los romanos y cómo se divertían los romanos pero ni rastro de las dinastías, emperadores, acontecimientos políticos y cronologías. Los niños, al finalizar la ESO se han doctorado en Laura Gallego pero no tienen ni idea de los clásicos porque éstos están fuera, una vez más, de su “centro de interés”. Cabría pensar que los “peda-gogós” legitiman sus teorías acudiendo a aquel concepto de la “intrahistoria” unamuniana o a la máxima del prodesse et delectare pero estos no han leído a Unamuno ni a Horacio en su pedagógica vida.

Lo grave del caso es que esta corriente se está instaurando ya también en el mundo de los adultos. Si ahora uno realiza, por ejemplo, una visita guiada a un yacimiento arqueológico, se va a encontrar con que unos tipos disfrazados de romanos van a sustituir la “árida” y tradicional explicación de un especialista en la materia por una vergonzante bufonada donde tiene más interés la performance de los personajes que la información estrictamente académica. De tal manera que, al final, uno tiene que acabar conformándose con leer la exigua información que aparece en los paneles del yacimiento si quiere aprender algo, mientras el resto del grupo se aborrega ante las bobadas de los faranduleros togados. Pero claro, todo sea por divertirse; todo sea en virtud de la amenidad. Cuando se hablaba de democratizar la cultura, no se quería decir que nos trataran a todos como a idiotas. Hasta el menos formado tiene derecho a saber qué es un capitel jónico sin que para ello un imbécil disfrazado de columna tenga que colocarse en la cabeza una peluca con dos rulos. No se debe confundir la promoción cultural con la banalización, ni el entretenimiento con la falta de rigor. Y lo más triste es que ese actor improvisado a quien hace unas líneas yo he llamado injustamente imbécil, sea aquel arqueólogo auxiliar del yacimiento, que tras la nobleza de su hermoso trabajo, tenga después que humillar los conocimientos adquiridos a base de años de esfuerzo y sacrificios, al dios tirano de esa pedagogía ludópata que nos está haciendo zoquetes rematados a todos.

domingo, 10 de agosto de 2014

261. Ja, ja, ja



Si el personaje de una novela ríe ostensiblemente podemos utilizar la interjección “ja” repetidas veces. De la risa a la carcajada distan unos cuantos “ja” que podemos añadir a voluntad y así medimos su intensidad; cuantos más “jas”, más fuerte es la risa. Si dicho personaje es gordo, corpulento o presenta maneras embrutecidas podemos usar una variante de la interjección de marras modificando sólo su vocal: “jo, jo, jo”. Hay más posibilidades. En el caso de que quien ría lo haga irónicamente o encierre en su risa una doblez o una segunda intención, utilizaremos “je, je, je”. Puede que ría una abuelita entrañable o un duendecillo travieso y entonces dirán: “ji, ji, ji”. Es menos frecuente la interjección “ju”, que yo veo más cercana a la carcajada incontrolable o delirante, con alargamiento de vocal en la primera secuencia de una estructura trimembre: “juuuu, ju, ju”.
La RAE recoge las cinco modalidades. Todas, excepto “ji”, son definidas como la interjección usada “para expresar la risa, la burla o la incredulidad”. Para “ji”, se reduce sólo a la risa, sin más. Cosas de la RAE. Y como la RAE permite el uso de esta clase de palabras y nosotros acabamos ahora de realizar una taxonomía muy científica de su uso, el escritor de turno se siente aliviado y legitimado para hacer acopio de ja-je-ji-jo-júes y colocar su hilarante exclamación cada vez que alguno de sus personajes tiene que reírse.
No hay nada que me produzca peor impresión en un novelista que la pereza expresiva. Si a un escritor no le importa despachar cuatro folios en veinte minutos es que tiene un problema, a no ser que sea un genio, claro. Un párrafo donde no se hayan sudado y sangrado cada una de las palabras escritas en él hasta alcanzar, la precisión y las connotaciones exactas, no debiera tomarse por trabajo literario. A lo sumo, por una buena redacción, que no es lo mismo. Y fíjense que hablo de un párrafo. Por eso, no es igual que en la intervención del personaje X el novelista escriba: “ja, ja, ja”, que escribir: “ X se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor”; o “X se reía como una escarapela de carnaval”; o “X reía como la tierra cuando la rompe un terremoto, y él mismo parecía que iba a quebrase con la risa”; o “X reía como el mar que siente carbones en su vientre”; o “X se reía como el eco de un nombre amado en una tierna sonata de abril”; o “X reía como boca que volaba, como corazón que en sus labios relampagueaba, risa victoriosa de las flores y de las alondras”; o, simplemente, “X reía”.
¿Por qué reducir el idioma literario, que debiera ser artístico y sublime, al balbuceo gutural de las cavernas, a la burda onomatopeya del ruido cotidiano, al lenguaje simplificador del tebeo y del whatsapp?  Probablemente porque es más fácil, cuesta menos esfuerzo, es más rápido y, total, nadie se va a dar cuenta. Pero ¿quién dijo que escribir fuera sencillo? ¿Quién ha dicho que no requiera sacrificio y muchas horas de frustraciones? ¿Quién ordena, aparte de la premura de algunas editoriales y de la tonta ambición y vanidad del escritor, que una novela deba escribirse en cuatro días aunque sea en menoscabo de su calidad? ¿Y quién dice que no hay lectores exigentes que van a cribar una novela al primer “ja-ja-já” con que topen?

Pero si no están de acuerdo conmigo, hum, lo lamentaré mucho, snif, y dejaré de zzz a ustedes por hoy. Así es que, shhh, ya me callo, zas, levanto el chiringuito y hasta la próxima semana, pachín catapum chimpum.