Doy gracias a la vida por haberme permitido leer a
Stefan Zweig. No sólo por el insuperable placer estético que produce deleitarse
con sus novelas, sino por la inspiración que la inmensa personalidad de este prototipo
del perfecto prohombre genera en espíritus tan necesitados de modelos
redentores, espíritus como este pobre y menesteroso y anhelante espíritu mío.
En pocos hombres como Stefan Zweig he notado tan
palmariamente una entrega más apasionada por la cultura en general y por la
literatura en particular. Hay en su relación con el arte algo más que la
sublime elevación que toda manifestación artística provoca en el tuétano de un
alma sensible. Es más que eso. Es la convicción inexpugnable de que la
salvación toda está en el arte, es la conciencia esperanzada de que el arte
acabará por extirpar todo lo malo que hay en el mundo, que acercará a los
hombres, independientemente de su raza, lengua o credo ideológico y los unirá
en una Arcadia común basada en la ventura de la reciprocidad.
La Arcadia era Europa. Pero Zweig, austríaco judío,
tuvo que vivir dos guerras mundiales y una lacerante persecución para ir
perdiendo la ilusión. Y, pese a ello, en mitad de ambas contiendas, Zweig
mantuvo y exhibió sus contactos con los literatos del “bando enemigo” tendiendo
el puente de la reconciliación a través de la cultura frente a la incomprensión
de las bombas. Viajero pertinaz, se empapó de todas las sensibilidades, se
sintió en casa allá donde viajara porque más allá de las diferencias reconoció
siempre en la universalidad del arte esparcido por el mundo, su verdadero
hogar. Pero era la Europa de los nacionalismos exacerbados, “la peor de todas
las pestes […], que envenena[n] la flor de nuestra cultura europea”, que niegan
al otro y ponen la venda en los ojos de los hombres. Poco a poco, Zweig se daba
cuenta de que su sueño europeo, aquel mundo de ayer lleno de seguridades y
optimismo recogido en sus imprescindibles y absolutamente deliciosas memorias (El
mundo de ayer, Acantilado), llegaba a su fin. Cuando, tras su huida de
Hitler, que todo le arrebató, comprobó en su exilio de Brasil que el nazismo se
extendía por Europa sin solución de continuidad, ni siquiera el asidero íntimo
del arte le sirvió de nada. La mañana del 23 de febrero de 1942, un criado de
su retiro de Persépolis halló su cadáver y el de su mujer, las manos de ambos
enlazadas, en la cama de su habitación. Ese mismo año había acabado sus memorias
y el día antes del suicidio había entregado a su editor su última novela.
Su trabajo como biógrafo, lleno de grandes y
sugestivas semblanzas que alcanzan en sus evocaciones auténtico lirismo; sus
novelas de prosa elegantísima y ardor intelectual que apenas puede contener y
que se desborda del corsé del género; la humildad con que siempre afrontó su
éxito, que contrastaba con la alegría altruista que le producía el mérito de
los demás, tantas virtudes convierten a Stefan Zweig en un referente ineludible
de la cultura europea, ahora, por fin, reivindicado tras un período de incomprensible
ostracismo. Pero, sobre todo, su perfil humano es un ejemplo trágico de la
grandeza del arte y también de su terrible vulnerabilidad.
ÁLBUM: TRAS LOS PASOS DE ZWEIG EN VIENA
Casa natal de Zweig. Schottenring, 14 |
Placa en la casa natal |
Placa junto al instituto |
Café Central, que Zweig frecuentaba (Freyung, junto al Palacio Ferstel). Estamos sentados en su misma mesa |
Fachada del Café Central |