Aquel “niño asombrado en Salamanca” es hoy un hombre robusto de barba florida, uno de esos hombres al que elegirían las viejas a la vera del fuego para el héroe de sus consejas. Noble reciedumbre como la del venerable muro ciclópeo que esconde tras la dura piedra el temblor cromático de olvidados frescos. Aquel niño al que “se [le] volvieron tristeza las canicas”, juega hoy al juego serio de ser poeta. Su voz profunda bien pudiera servir para la arenga espartana; sin embargo, brota para derramarse abonando la cadencia de un verso de tierra y, en su queja, hay también un algo épico, porque “no es más noble el soneto que la copla” y hasta ésta puede llegar a ser el hexámetro del alma cuando grita la epopeya de las vidas. La voz de Ramón, que es la voz heredada de todos los muertos que tuvieron voz, que la tienen todavía cuando alientan su escritura y le acostumbran a “contemplar las cosas con las mismas palabras con que otros las miraron”. Los muertos que “ofuscados reniegan del olvido” y de los que hereda “la palabra para conjurar la derrota que profana la delgadez del tiempo”. Y así, la voz de Ramón es epifanía triunfante de la voz de Machado, cuando el alma queda embebida en un paisaje crepuscular mientras suena la eterna “música del agua”; o es la voz de Gil de Biedma cuando las palabras prolongan las horas “compartiendo un cigarro y algún vaso de vino”; o la de Bécquer, si el poeta va persiguiendo “el eco de un poema” y “la estela de [unos] ojos”; o la de Juan Ramón Jiménez, “raíz y luna”; o la ebria de poesía de Claudio Rodríguez; o la combativa de Blas de Otero y José Alfonso; y la de tantos otros. Muertos ilustres pero también los muertos “sin remedio y sin fosa” porque sólo nos queda su memoria y no hay que olvidar su melodía.
Prendido de la memoria como del amor, que acaso es lo mismo: “amarrado a tu aroma, / peregrino de un beso, / prisionero en tu boca”, entregado a la plenitud del deseo, religión sacrílega de la piel mientras cae irreverente el agua y enloda “la luz cenital de las verdades”.
El pasado jueves nos convocaste, Ramón; “venid todos”, nos dijo el olifante de tus versos y allí acudimos “los soñadores [y] los enfermos de luna” para ser esa tarde de ti, cubiertos de tinta, versos tuyos también nosotros, modelado nuestro corazón con el cincel de tu generosidad, fuimos a recuperar contigo tu reino sin fronteras, a levantar tu patria desolada, legión incondicional de ruidosos bereberes, grafiteros de tu evangelio “en las paredes de los hospitales y en el atrio de las iglesias […] en las ventanas de los ministerios y en el vestíbulo de los palacios”. Para ser tierra y sementera y “roturar barbechos con palabras”, las tuyas; para ayudarte en el misticismo comunitario de los corazones encogidos a buscarte en la esencia a que aspiras, ese “latido auroral del primer hombre”, que te explique. Sentimos tu Rumor de agua redonda rodar sus cangilones al son de una guitarra goliarda y, cerrando los ojos, alcanzamos la cima “donde suenan las campanas con el alba y crece el bosque hasta el vértice del cielo […] donde se cruzan las hablas y en una torre en ruinas reverberan, para buscar los sonidos que envolvían las antiguas palabras, la savia de los árboles y el amargo sabor de la memoria”. Y allí, en ese lugar, “en la frontera misma de todos los recuerdos/, donde habit[a] el temblor de la inocencia/ […], donde la vida reverbera/ en arpegio de luces que ciega los oídos/, […] [en el] territorio del alma sin herida y sin nombre”, allí te reconocimos. Porque nosotros sí sabemos de dónde vienes; porque sabemos por qué escribes; porque sabemos quién eres, Ramón García Mateos.