La voz dulce de una hermosa lavandera mozárabe
entonando una jarcha entre el rumor saltarín del Darro.
El tañido de una
vihuela en cualquier plazuela castellana acompañando el canto harapiento,
desdentado y aguardentoso de un juglar.
Las sandalias de Berceo hendiendo la tierra de los viñedos de San Millán.
Las sandalias de Berceo hendiendo la tierra de los viñedos de San Millán.
El murmullo políglota en el interior de
una estancia de la Escuela de Traductores de Toledo.
El jovial susurro del
Arcipreste de Hita tras una celosía tomando confesión a alguna feliz víctima
del loco amor.
El llanto sereno de Jorge Manrique a los pies de la cama de su
padre, “en la su villa de Ocaña”.
El cuchicheo de una vieja celestina acuciando
a una doncella en cualquier esquina de una calle de la Puebla de Montalbán.
Las
coplas de un ciego y la voz pedigüeña de su lazarillo.
El primer soneto
italiano que le recitaron a Garcilaso.
El susurro místico de San Juan de la
Cruz descubriendo el misterio en su celda.
El silencio expectante de un aula de Salamanca, los pasos cansados de
Fray Luis sobre la madera de su cátedra después de dos años; un carraspeo
tímido y, luego, firme ya la voz: “como decíamos ayer…” interrumpido por las
sonrisas cómplices y los aplausos de los estudiantes.
El eco nocturno de unos
pasos cojitrancos sobre una angosta calle de Madrid resonando también, jocosos,
en la conciencia de Felipe IV tras hallar unos versos envenenados bajo su
servilleta.
La elegante pulla con acento andaluz de Góngora, mientras chasquean
los naipes entre sus dedos en una taberna.
La pluma de Cervantes rasgando el
papel y la eternidad ante el crepitar de una vela.
El alegre bullicio de los
mosqueteros en un corral de comedias, aclamando a Lope, Calderón o Tirso.
Las consejas supersticiosas de una vieja
que ya no oye la ilustrada sordera de Feijoo.
Los cien cañones por banda que
imaginó Espronceda.
Los pasos solitarios de Bécquer por un oscuro callejón de
Toledo y el volteo de su capa contra el relente de la madrugada lunar.
El
sonido seco de un disparo en el tercer piso del número 3 de la madrileña Calle
de Santa Clara. El terrible silencio posterior.
La recitación del panegírico de
Zorrilla ante el nicho de Larra.
Las campanas de Bastabales que hacían llorar a
Rosalía.
La voz tímida y apocada de Galdós al leer su discurso de ingreso a la
Academia.
La voz enérgica, contundente y maternal de Pardo Bazán.
Una lección
de francés de Antonio Machado en Soria mientras repiquetea la monotonía de
lluvia tras los cristales; el aspirar pausado de su cigarro.
La incansable
máquina de escribir de Azorín.
Las encendidas tertulias literarias del Café de
Levante presididas por Valle-Inclán.
La voz de Federico García Lorca; ¿qué dirá
en ese vídeo mudo que nos lo presenta caminando ufano junto a otros miembros de
La Barraca? Y en la grabación del concierto de la Argentinita, qué sensación
tan extraña la de saber que es él quien toca el piano que acompaña el cante de
la artista, percibir su presencia latente, casi palpable, transmutada en
percusión musical y, sin embargo, no conocer nunca el timbre de su voz.
Sonidos literarios que nunca oiré; que fueron y se
apagaron, que sólo vibran ya si son transportados por el sugestivo aire de la
evocación. Entre el ruido de este mundo nuestro, lleno de babeles polifónicos,
solapados e ininteligibles, yo gravito sobre la quietud infinita de mis libros
y entonces, en el misticismo del silencio, se obra el milagro: la Argentinita
acaba su canción, cesan las notas del piano, y en el vertiginoso vórtice del
tiempo se oye un “¡bravo!” de Federico.