CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

domingo, 26 de enero de 2014

237. Sonidos que nunca oiré




La voz dulce de una hermosa lavandera mozárabe entonando una jarcha entre el rumor saltarín del Darro. 

El tañido de una vihuela en cualquier plazuela castellana acompañando el canto harapiento, desdentado y aguardentoso de un juglar. 

Las sandalias de Berceo hendiendo la tierra de los viñedos de San Millán. 

El murmullo políglota en el interior de una estancia de la Escuela de Traductores de Toledo. 

El jovial susurro del Arcipreste de Hita tras una celosía tomando confesión a alguna feliz víctima del loco amor.

El llanto sereno de Jorge Manrique a los pies de la cama de su padre, “en la su villa de Ocaña”. 

El cuchicheo de una vieja celestina acuciando a una doncella en cualquier esquina de una calle de la Puebla de Montalbán. 

Las coplas de un ciego y la voz pedigüeña de su lazarillo.

El primer soneto italiano que le recitaron a Garcilaso. 

El susurro místico de San Juan de la Cruz descubriendo el misterio en su celda. 

El silencio expectante de un aula de Salamanca, los pasos cansados de Fray Luis sobre la madera de su cátedra después de dos años; un carraspeo tímido y, luego, firme ya la voz: “como decíamos ayer…” interrumpido por las sonrisas cómplices y los aplausos de los estudiantes. 

El eco nocturno de unos pasos cojitrancos sobre una angosta calle de Madrid resonando también, jocosos, en la conciencia de Felipe IV tras hallar unos versos envenenados bajo su servilleta. 

La elegante pulla con acento andaluz de Góngora, mientras chasquean los naipes entre sus dedos en una taberna. 

La pluma de Cervantes rasgando el papel y la eternidad ante el crepitar de una vela. 

El alegre bullicio de los mosqueteros en un corral de comedias, aclamando a Lope, Calderón o Tirso.

Las consejas supersticiosas de una vieja que ya no oye la ilustrada sordera de Feijoo.

Los cien cañones por banda que imaginó Espronceda. 

Los pasos solitarios de Bécquer por un oscuro callejón de Toledo y el volteo de su capa contra el relente de la madrugada lunar. 

El sonido seco de un disparo en el tercer piso del número 3 de la madrileña Calle de Santa Clara. El terrible silencio posterior. 

La recitación del panegírico de Zorrilla ante el nicho de Larra. 

Las campanas de Bastabales que hacían llorar a Rosalía. 

La voz tímida y apocada de Galdós al leer su discurso de ingreso a la Academia. 

La voz enérgica, contundente y maternal de Pardo Bazán. 

Una lección de francés de Antonio Machado en Soria mientras repiquetea la monotonía de lluvia tras los cristales; el aspirar pausado de su cigarro. 

La incansable máquina de escribir de Azorín. 

Las encendidas tertulias literarias del Café de Levante presididas por Valle-Inclán. 

La voz de Federico García Lorca; ¿qué dirá en ese vídeo mudo que nos lo presenta caminando ufano junto a otros miembros de La Barraca? Y en la grabación del concierto de la Argentinita, qué sensación tan extraña la de saber que es él quien toca el piano que acompaña el cante de la artista, percibir su presencia latente, casi palpable, transmutada en percusión musical y, sin embargo, no conocer nunca el timbre de su voz.


Sonidos literarios que nunca oiré; que fueron y se apagaron, que sólo vibran ya si son transportados por el sugestivo aire de la evocación. Entre el ruido de este mundo nuestro, lleno de babeles polifónicos, solapados e ininteligibles, yo gravito sobre la quietud infinita de mis libros y entonces, en el misticismo del silencio, se obra el milagro: la Argentinita acaba su canción, cesan las notas del piano, y en el vertiginoso vórtice del tiempo se oye un “¡bravo!” de Federico. 

lunes, 20 de enero de 2014

236. La dama duende



Vaya por delante mi máximo respeto a Miguel Narros, director teatral cuya trayectoria profesional es impecable y está avalada por  importantísimos reconocimientos –como el Premio Nacional de Teatro- que lo han consagrado como uno de los grandes nombres de la escena española.
Como es sabido, Miguel Narros falleció el pasado mes de junio mas tuvo fuerzas para dirigir una nueva versión de La dama duende, obra archiconocida de Calderón de la Barca que ya en los años 50 había llevado a escena. Esta reactualización de la comedia se estrenó en el Festival de Alcalá días antes de su triste desaparición. Tras permanecer en cartel en el Teatro Español –del que Narros fue director en dos ocasiones-, ha comenzado la gira por diferentes puntos de nuestro país.
Esta comedia de capa y espada nos presenta la historia de doña Ángela, una joven viuda que vive bajo la celosa protección de sus hermanos, don Luis y don Juan. Don Manuel Enríquez, capitán del ejército de su majestad, llega a Madrid para solucionar unos asuntos y se hospeda en casa de su amigo don Juan. Antes, ayuda a una misteriosa joven -doña Ángela- que solicita su ayuda al ser perseguida por un caballero que resultó ser don Luis. Don Juan de Toledo, para evitar que el capitán supiera de la existencia de su hermana, la esconde y evita que su alcoba tenga acceso al resto de la casa. Pero tras una alacena que hay en sus aposentos se esconde un pasadizo secreto que conecta su cuarto con el de don Manuel. He aquí el enredo. Doña Ángela y su criada aparecerán y desaparecerán de la alcoba del invitado sin que éste ni su criado Cosme entiendan qué está ocurriendo, quién es ese misterioso duende que deja cartas y revuelve sus objetos personales. A través de esta disparatada situación, Calderón critica las supersticiones de la época –encarnadas en el criado Cosme- y, principalmente, nos plantea la necesidad de las damas de vivir su propia vida, de ser libres y de romper los lazos que las ataban a estrictas normas de comportamiento que encorsetaban su capacidad de decisión.
 La combinación de un buen director y de  un texto impecable de uno de los mejores autores de nuestro teatro áureo parecía asegurar que La dama duende sería una de esas obras que dejan huella. Sin embargo, cuando hace unas semanas acudí a la representación en el Teatro Principal de Alicante, sentí algo de decepción pues esperaba, entusiasmada, disfrutar de una obra clásica en estado puro. Obviamente, no se trata de un experimento extraño de esos iluminados que acaban destrozando el espíritu original de la pieza (déles Dios mal galardón), pues Narros es respetuoso con  la esencia que envuelve a las piezas del Siglo de Oro. Ahora bien, esta versión presenta  algunos desaciertos como la sobreactuación de determinados personajes (la efusividad de don Juan cuando se reencuentra con su amigo don Manuel es demasiado cargante); la exageración en algunos momentos en que los personajes ríen a carcajadas; la prosificación de ciertos parlamentos  que nos arranca de los agradables brazos del verso; el exceso de movimiento de unos actores sobreexcitados, que pisoteaban las tablas con tal ímpetu que a veces impedía incluso escuchar sus intervenciones. Tampoco me pareció acertada la escena en que don Manuel acude al cementerio para poder encontrarse con doña Ángela. Allí lo esperan las criadas que aparecen vestidas con ropas de reminiscencia árabe, fumando cigarrillos y haciendo unos sinuosos movimientos que, quizás, quisieran reflejar la turbación del caballero pero que no encajan en una obra clásica.

El resultado de la puesta en escena es, pues,  aceptable, pero no sobresaliente. Es de justicia reconocer la ardua tarea de dirigir una obra clásica y de interpretarla. Sólo por eso, este montaje tiene toda mi consideración y no desmerece, en absoluto, la impecable carrera de su director. Éste recibió una larga ovación del público y de los actores, que miraban emocionados al cielo como si esos aplausos los acercaran más al espíritu de Miguel Narros, que se fue apagando mientras pedía vida, más vida, para sus personajes. Tremenda paradoja. 

domingo, 12 de enero de 2014

235. El héroe discreto



Existe entre los jóvenes escritores y, sobre todo, entre los escritores noveles (que no es lo mismo), un deseo de irrumpir en la palestra literaria con la voluntad de deslumbrar a sus lectores y, con mayor interés aún, a los críticos. Esa tendencia obedece al natural impulso de querer demostrar cuanto antes (como si la escritura fuera llegar y besar el santo) el supuesto empaque y solidez de su calidad literaria y dejar constancia de su particular voz. Tal es la obsesión por acreditarse que, al final, por lo común, los excesos reivindicativos quedan en mera exhibición pomposa y la cosa naufraga. El giro expresivo que a nuestro escritor en ciernes se le antojaba vistoso es, en realidad, un artificio impostado; la estructura argumental que estimaba original y vanguardista, ya la han cultivado otros antes y mejor que él; el desarrollo de un tema, que le parece grave y profundamente filosófico, carece de la suficiente hondura. Y así, el resultado no es más que un libro disfrazado de libro donde el autor real, que puede ser muy bueno, no aparece jamás desnudo en su labor, sin atavíos extraños y radicalmente sincero. En lugar de darse él en su libro, obnubilado por la acogida que recibirá, lo que entrega es un ente sin alma forjado a base del “qué dirán”.
Pero Mario Vargas Llosa va a cumplir 78 años y lleva más de medio siglo escribiendo. Cuando se alcanzan esas cotas de madurez literaria, imagino que las cosas se ven de otra manera. Supongo que los años dan esa serenidad que permite hallar la esencialidad de la literatura más allá de aventuras estéticas que, por lo demás, el arequipeño cultivó también y con gran maestría. Y se llega a la conclusión de que lo sustantivo de la literatura es, a la postre, contar una historia. Y eso es El héroe discreto, una buena historia y una historia bien contada. La novela se vertebra en dos narraciones paralelas que acabarán cruzándose: la de Felícito Yanaqué, un empresario amenazado por unos chantajistas (el héroe discreto); y la de Rigoberto, testigo de boda de su anciano jefe Ismael Carrera, que ha contraído nupcias con su joven sirvienta para desheredar a sus dos hijos, que habían deseado su muerte. La connivencia de Rigoberto con su jefe, le traerá  problemas con los hijos de éste. La novela, cercana al género folletinesco y al culebrón, tiene de todo: intriga, sorpresas, amores, desamores, humor, fenómenos paranormales y no faltan algunas críticas sociales como el amarillismo periodístico o el materialismo monetario que no entiende de vínculos familiares. Especialmente interesante es el tema del refugio en el arte ante la corrupción social. El estilo de Vargas Llosa es ágil y ameno, con un ritmo muy bien dosificado y un excelente tratamiento de los diálogos, ese arte tan difícil de dominar que bajo el magisterio del autor de “Conversación en la catedral” parece tan natural y creíble. Los lectores asiduos del peruano reconocerán, además, a algunos de los viejos personajes de sus novelas como el sargento Lituma, el propio don Rigoberto, doña Lucrecia o Fonchito. Todo ello en medio de un friso costumbrista muy colorido y vivo del Perú al que los americanismos léxicos contribuyen singularmente.

Y así, El héroe discreto no sólo da título a la novela y a la férrea voluntad de Felícito Yanaqué sino también al propio Vargas Llosa. Porque conjuga la discreción de una prosa sin ínfulas escrita por el mero goce de escribir, tan lejos de nuestro pretencioso escritor novel de marras. Y porque escribir así de bien es hoy una auténtica heroicidad.

domingo, 5 de enero de 2014

234. Leer mucho, leer bien



Con la venida del nuevo año llega también la hora de los balances del año anterior. En el ámbito literario se confeccionan esas listas absolutamente arbitrarias donde se recogen los mejores y los peores libros, se clasifican según el número de ventas, se destaca aquel escritor revelación o la consagración de aquel otro y mil menudencias más que nutren el capricho estadístico. Pero este año he descubierto otro balance que se ha puesto de moda. Se da, sobre todo, en las redes sociales y consiste en hacer acopio del número de libros leídos por cada lector durante el año. Algunos no sólo se limitan a dar buena cuenta de la cantidad exacta de sus lecturas, sino que, además, ofrecen los títulos numerados por orden cronológico e, incluso, desglosados por meses. Les acompañan, además, otros datos como el número de páginas de cada libro y la suma total de páginas consumidas. Y todos compiten a ver quién ha leído más libros o quién acumula más páginas totales. Confieso que me siento gozoso ante esta efervescencia lectora que así genera esta sana competencia. Mejor eso que porfiar por ver quién bebe más litronas. Pero me parece que las lecturas de cada cual, más allá del interés que pueda resultar de compartir títulos y experiencias concretas, así mercantilizadas, a peso, resultan una exhibición impúdica que desvirtúa la relación privada del lector y su libro. A nadie le importa qué hemos leído si no es para ofrecer una buena reseña, una recomendación o el deseo de contar la vivencia que el libro nos ha reportado. Los libros no son meras listas, ni trofeos de caza colgados de una pared, ni coloridas colecciones de entomólogo pinchadas con un alfiler en el corcho de nuestra estantería para vistoso deleite de las visitas.

Confieso también que me siento algo acomplejado. Yo, que me considero un buen lector, regular y asiduo a mi cita diaria con los libros, no alcanzo ni por asomo la ingente cantidad de lecturas de mis correligionarios; por ejemplo, los 134 libros anuales que cita uno de ellos. Una media de más de 11 libros al mes. Admiro tal prodigio de dedicación pero, sin pararme a evaluar la calidad de sus lecturas ni las obligaciones cotidianas de cada cual, ni la cantidad de tiempo libre que como tregua aquellas le regalen, debo recordar (sólo por si acaso) que el libro exige paladeo, como el buen vino. Un libro de poemas de apenas cien páginas puede durarme mucho más que una novela de trescientas, porque la poesía no se lee como se lee un periódico. Uno se detiene en el verso, se suspende en él, lo degusta, calibra en su mente esa imagen genial, lo relee varias veces, cada vez con una sugestión nueva o un matiz que se escapaba y que ahora lo completa. Con menor demora se lee una novela pero también ésta participa del mismo criterio de delectación. Las lecturas apresuradas, “en diagonal”, como dicen algunos, nunca pueden dejar poso alguno en nuestro espíritu. Si somos lo que leemos, si algunos cosemos nuestra identidad a base de hilvanar puntadas de libros sobre nuestra conciencia, si el libro es un compañero confidente con el que susurramos secretos sin prisa, entonces consideremos la paciencia, consideremos la dulce lentitud, aunque nuestra vida finita nos punce el alma al recordarnos todo lo que no leeremos nunca. Que cada libro, si es merecedor de ello, cale, igual que cala el abrazo largo que reconforta, igual que cala el beso en donde uno se olvida del mundo y hasta de sí mismo. Leamos mucho, sí, pero leamos bien. Feliz y literario 2014.