domingo, 30 de diciembre de 2012

188. El décimo de Galdós


Estos días estoy acabando de leer Fortunata y Jacinta, del gran Benito Pérez Galdós. Por Galdós siento una devoción y una fidelidad como por ningún otro escritor. Cuando no sé qué leer o estoy hastiado de mala literatura, siempre vuelvo a don Benito y, durante el tiempo que dura la lectura de cualquiera de sus libros, me reconcilio con el arte de escribir y con la belleza de nuestro idioma. Creo haberlo escrito alguna vez: cuando leo a Galdós, vuelvo sobre seguro, como si volviera a casa. Pues bien, hace unas semanas, durante uno de mis frecuentes viajes a Alicante, leía yo en el tren Fortunata y Jacinta. Los viajes en tren de hoy día sin la compañía de los libros serían sencillamente soporíferos. Y hete aquí que llego a aquel pasaje del libro donde Galdós describe el viaje de novios de Jacinta y Juanito Santacruz, concretamente la ruta en tren que los recién casados emprenden desde Barcelona hasta Valencia. Justamente mi tren atravesaba entonces la huerta valenciana y ya no supe si el libro era ventana o la ventana, libro, porque el cinerama del paisaje tras el cristal y la descripción galdosiana de la novela eran todo uno. ¡Qué coincidencias tan mágicas ofrece la literatura! Por un momento, don Benito estaba allí, en el asiento de enfrente, como en los trenes de antaño, conversando conmigo sobre la belleza de la tierra levantina; y hasta me indicó cómplice, con un gesto de su cabeza dirigido a unos asientos cercanos, la situación de los tortolitos con sus tontos arrumacos, todavía lejanos los días de amargura que ese señor de elegante bigote y ojillos vivarachos sentado frente a mí, les tenía reservados.

Lo de las coincidencias literarias no es infrecuente. Hace un tiempo, mi amigo Javier Angosto escribía en el Diario de Teruel, un estupendo artículo titulado “Lecturas interactivas”, donde aparte de otras jugosas anécdotas, contaba que una vez, en un café de la Plaza Prim de Reus, leía La voluntad, de Azorín, y que justo en un pasaje donde el de Monóvar describía, en una de sus frecuentes estampas rurales, el vuelo de una abeja, se posó sobre el libro el tal insecto, con la consiguiente sorpresa de mi amigo, agrandada por la circunstancia antes referida de que éste se hallaba en pleno centro urbano de Reus. Y quién se resiste a ponerle fe e imaginación y a pensar que aquella abeja mandóla Azorín a uno de sus lectores más incondicionales, desde quién sabe qué esferas de la inmortalidad como un guiño de su amistad.

Es también famosa aquella carta que una lectora de Gabriel García Márquez envió al escritor colombiano, contándole que su hijo había nacido con algo parecido a una colita de cerdo en la espalda, tras leer Cien años de soledad.

Pues bien, después de todo esto, ¿qué podía hacer yo cuando siguiendo la lectura de Fortunata y Jacinta, llego al capítulo en que a la familia Santacruz les toca el décimo de la lotería de Navidad? ¿Qué podía hacer yo cuando Galdós informa incluso del número que les toca en suerte? Pues, obviamente, ir a Madrid en Navidad, comprar el susodicho número y darle unas buenas friegas en la puerta de la supuesta casa de los Santacruz, en la Plaza de Pontejos. Algo parecido hice ya una vez con aquel décimo capicúa de sietes y cincos que le compra Max Estrella a la Marquesa del Tango en Luces de Bohemia, aunque entonces no hubo suerte.

Con el décimo de Galdós tampoco me he llevado el gato al agua, pero he cobrado los 20 euros del reintegro. Lo que demuestra que la literatura normalmente no nos hace millonarios, pero tampoco nos arrebata nada. Y que los millones, en literatura, no se cuentan por euros. Su moneda tiene curso legal en la gran banca del espíritu.
 
Tisbe en la Plaza de Pontejos, frente a la supuesta casa de los Santacruz
 
Píramo con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Tisbe con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Las friegas mágicas en la puerta de los Santacruz.

¡¡FELIZ Y LITERARIO 2013!!
 

domingo, 23 de diciembre de 2012

187. Leer en voz alta


 
El otro día, al llegar a casa, sorprendí a mi padre leyendo en voz alta. Al principio pensé que conversaba con alguien, de modo que irrumpí en el comedor para curiosear. Pero no; mi padre estaba solo y su único interlocutor era el libro que sostenía sobre sus manos. Tardó unos segundos en percatarse de mi presencia, lo que me permitió alargar durante unos instantes más, bajo el umbral de la puerta, la inusitada visión de mi padre ajustando con ahínco su voz a la voz silenciosa de las palabras que leía. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba yo observándole, no pudo evitar cierto azoramiento, como cuando uno es descubierto haciendo algo que está mal. “¿Estás leyendo?”, le pregunté. “Sí, es que me gusta leer en voz alta”, contestó él con embarazo. “A mí también me gusta”, le respondí mientras me dirigía a mi habitación con la sonrisa en la boca. Mi respuesta, pronunciada de modo muy natural y como trivializando la situación, se sustentaba en dos ideas. La primera, la de la solidaridad: no hay nada que cause mayor rubor que verse de repente descubierto leyendo solo en voz alta. Ya puede uno disimular con un artificial arranque de tos o tarareando una canción cualquiera o conectando rápidamente la televisión para dar a entender que quien hablaba no eras tú. No, nada de eso sirve. Te han pillado leyendo en voz alta y hay que asumirlo. Así que, al decirle a mi padre que a mí también me gustaba leer de ese modo, intentaba sacarle del atolladero, ganándome su complicidad. La segunda idea es que, efectivamente, a mí me gusta leer en voz alta. Y parece que ya he descubierto de quién procede tal afición. Pero, bien mirado, aunque algo haya de herencia paterna en todo esto, pienso que la necesidad que nos impulsa a leer en voz alta viene de más lejos. La oralidad está instalada en nuestro código genético como un recuerdo ancestral de nuestra condición humana. Y la literatura, contradiciendo a su etimología (littera, letra), nació al amparo de los viejos rapsodas y juglares y también de las gentes sencillas que hallaron en la palabra dicha, en la palabra cantada, esa chispa poética que les elevaba y que les trascendía por encima de su finita naturaleza. Luego se impusieron los textos escritos y estos alcanzaron tal autoridad que, en el campo de la literatura, nada que no se atuviera a la escritura merecía contemplarse, lo que explica la tardía atención que la crítica literaria, ya en el siglo XIX, ha dedicado a la literatura oral. Hoy, el prestigio de los textos escritos sigue vigente y la palabra oral, cada vez más influida por la palabra escrita, ha olvidado su frescura y espontaneidad, y lo que es peor, entre el ruido que nos circunda, hemos perdido la capacidad de descubrir sus sutilezas, sus registros y hasta sus silencios. Leer en voz alta es darle la oportunidad a la palabra de corporeizarse para ofrecérsenos completa, con el atavío de los sonidos que la matizan. Nada más antinatural que leer un texto teatral o un poema en silencio. Y de hecho, la lectura silenciosa suele proyectar sobre nuestro cerebro los sonidos, ritmos y cadencias que no decimos. Lo que ocurre es que, a veces, necesitamos que esa proyección se materialice, igual que no nos basta la fotografía del ser querido cuando queremos abrazarlo. También ocurre con la novela. Es ya recurrente la cita de André Gide, que recomendaba a los lectores de Proust no realizar ningún juicio de valor sobre su obra sin haberla leído antes en voz alta. Finalmente, leer en voz alta es mezclarnos nosotros mismos con las palabras que leemos y lanzarnos al éter con las otras voces que también un día las pronunciaron, ecos que mutuamente se alimentan para juntar a los muertos y a los vivos en ese lugar donde no existen los límites del tiempo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

186. El sueño de Blanca Portillo



Cuando Blanca Portillo inició el famoso monólogo de Segismundo al final del segundo acto,  el teatro Pavón de Madrid quedó en suspenso. Cortáronse las respiraciones, creóse el silencio de los grandes sucesos y hasta las enojosas toses de la concurrencia, que son siempre tan inoportunas, hallaron balsámico alivio por mor de la palabra poética. Todo era concentrada expectación, pálpito contenido, emoción latente. En las butacas, un bisbiseo unánime de almas calladas acompañaba la recitación de Blanca, tantas veces aprendida, tantas veces repetida, como salmo antiguo que se entona por inercia en los espíritus cultivados por la belleza, como himno que nos explica, que nos identifica y nos une, que nos insufla la posibilidad de vivir y de ser en el Arte. Alargó Blanca Portillo su monólogo más de lo que las recitaciones escolares nos recordaban, y diríase que con esa dilación llena de pausas y silencios elocuentes, quisiera la actriz perpetuar el momento para eternizarse cobijada en el hueco de las palabras y para que todos cupiéramos con ella y para siempre en el instante sublime de la revelación poética. Al terminar su monólogo, quise aplaudir, era de justicia aplaudir a rabiar, pero me contuvo esa norma tácita e inhumana de no aplaudir en mitad de la trama teatral, ya que, aunque acababa el acto, no hubo telón. Agradezco infinitamente al incívico espectador anónimo cuya bendita espontaneidad venció la tiránica norma de la contención emocional, tan contraria a la esencia del teatro, porque su primera palmada fue fusta para desbocar el “hipogrifo violento” de los aplausos.
Nada hay de exagerado en todas las ponderaciones que la prensa ha ido encareciendo sobre la interpretación de Blanca Portillo como Segismundo en La vida es sueño. Y nada de lo que se lea podrá ser totalmente comprendido si no se acude a verla actuar. A nosotros nos bastará decir que su actuación es ya inolvidable, de aquellas que darán abono a los laureles de la historia interpretativa de nuestro teatro, y hasta nos atreveríamos a afirmar que Blanca Portillo está ante el papel de su vida. Las primeras dudas al conocerse que una mujer desempeñaría el papel de un personaje marcadamente masculino, se disipan y pierden relevancia al primer instante, demostrando con ello que los hombres y las mujeres de teatro son, ante todo, entes, sinergias al servicio de una interpretación y que es ésta la que prevalece por encima del continente que la sustenta. Los fieles seguidores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que cifran su lealtad en el escrupuloso respeto que la Compañía profesa para con las obras clásicas, sin inventos ni experimentos raros, pueden sentirse tranquilos porque Segismundo en Blanca Portillo es más Segismundo que nunca. La excelente diapasón con que modula la gravedad de la voz; el impecable lenguaje corporal que tan bien se acomoda a la condición híbrida del hombre fiera que es Segismundo; y el desgarramiento con que manifiesta el debate existencial del personaje, son muestras de una actriz de primera categoría.
Aparte de esto, la versión de Helena Pimenta, acierta con algunas licencias que en nada alteran el espíritu del original, sino que más bien lo completan. Es el caso del diálogo entre Clotaldo y el rey Basilio donde el primero narra el proceso de sedación de Segismundo para llevarlo engañado a palacio, mientras se escenifica simultáneamente esa narración con el magnifico recurso visual de la cuerda que sostiene al dormido Segismundo; o las primeras intervenciones de Segismundo en palacio, que se realizan a través de una cortina semitransparente que metaforiza el concepto clave de la dualidad sueño-realidad del protagonista. El resto lo pone el texto de Calderón, que es una de esas maravillas irrepetibles de nuestra literatura. Ante su lectura uno no puede sentir otra cosa que una entregada, agradecida y humilde veneración, que empequeñece y acompleja cualquier intento de escribir algo de mérito que lejanamente se le parezca.

domingo, 9 de diciembre de 2012

185. Contralecturas

 



El otro día una amiga me confesaba candorosamente y sin ningún sentido del pudor, que una de sus relecturas más repetidas era Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Hasta ahí bien. Lo que llenaba de candor a su confesión, sobre todo porque la declaró como quien dice algo muy natural, es que la frecuencia con la que releía la inmortal obra del escritor inglés, se debía a la esperanza de que en alguna de aquellas relecturas, Romeo no tomara el veneno ante el cuerpo sedado de Julieta. “Pero nada, -continuaba mi amiga- , no hay manera de que Romeo se entere de que Julieta no está muerta. Mira que yo le advierto cada vez que empiezo el libro, pero no hay nada que hacer; indefectiblemente, cuando Romeo descubre el cuerpo de su amada en la cripta, no puedo hacerle entrar en razón y… ¡zas!, veneno al gaznate. Volveré a intentarlo otro día”. Dice mi amiga que, ante la imposibilidad de vencer al hado literario, está por dejar el libro inacabado a la mitad.
 
El intento de mi amiga no es el primero ni será el último. Más de 200 años después de que Tirso de Molina condenara a las llamas del infierno a su Burlador, José Zorrilla salvó el alma de don Juan Tenorio por el amor de doña Inés. Aquí don Juan tuvo una segunda oportunidad. Ha habido, incluso, personajes que se han rebelado contra su autor, como aquel Augusto que creara Unamuno en su libro Niebla, donde el protagonista llegó a negar dramáticamente su condición de ente de ficción. Como el pobre Augusto, otros muchos personajes de nuestra historia literaria mantienen encerrado su sino entre las dos cubiertas de un libro y, a buen seguro, desearían que las infinitas resurrecciones que les insufla el poder demiúrgico de los lectores, cambiaran su suerte; que cada vez que se abriera el libro donde llevan epigrafiado su destino, las letras volaran como aquellos vientos que escaparon del odre de Ulises y en el éter de los sueños formaran palabras nuevas para una vida también nueva. Que Calisto no resbalara en el muro de Melibea (aunque seguramente se lo tuviera bien merecido) y la gozara desatado; que Lázaro no tuviera que pasear su cornamenta por toda Toledo; que don Quijote derrotara al impertinente bachiller Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna, para instaurar en el mundo la locura quijotesca que tanto necesitamos; que Fortunata no hubiera conocido nunca a Juanito Santacruz; que Ana Ozores hubiera encontrado marido joven y fogoso; que Max Estrella diera un golpe de Estado; que Andrés Hurtado se hubiera agarrado al árbol de la vida; que Yerma y la tía Tula tuvieran un ejército de hijos; que Machado hubiera encontrado “otro milagro de la primavera”; que ningún padre hubiera tenido que cantarle a su hijo una nana con sabor a cebolla;  que, en lugar de su caballo, hubiera traspasado el atrio de la iglesia el mismo Paco el del Molino, y su figura hubiera matado del susto a Mosén Millán y todos los Cástulos, Gumersindos y Valerianos del mundo; que la vida no hubiera ido tan en serio para Gil de Biedma.
 
Sin embargo, qué habría sido de todos esos personajes sin su final trágico. No hay grandeza sin tragedia. Y tampoco hay eternidad, Aquiles ya lo sabía. La fatalidad de sus destinos fue, a la vez, el asidero de la inmortalidad. Hoy no  los recordaríamos si no fuera por su heroico sacrificio. Y hay que recordar una cosa más: que los vientos que escaparon del odre de Ulises impidieron durante un tiempo el regreso a Ítaca. Pero que un día, Ítaca se perfiló en el horizonte y el héroe llegó a casa. Porque así estaba previsto por los dioses.
 
 A Carmen García, pintora de imposibles

domingo, 2 de diciembre de 2012

184. ¿A qué huelen los libros?




No; no se trata de hacer aquí un remedo bibliofílico de aquel popular anuncio de compresas. La única compresa que va a necesitar el lector es la que deberá aplicarse sobre la cabeza con algún cataplasma sacado del laboratorio de Fierabrás, para paliar la cefalalgia que a buen seguro le producirá lo que a continuación voy a contarles. Como la pregunta “¿a qué huelen las nubes?” ya fue resuelta por quién sabe qué misteriosos recovecos del instinto menstrual en el anuncio de marras, ahora a unos científicos eslovenos y británicos les ha dado envidia y han conseguido identificar hasta 15 moléculas volátiles responsables del olor de los libros, lo cual tiene menos mérito que averiguar el olor de las nubes en plena visita del nuncio pero que supone una nueva contribución a la ciencia odorífica y hasta complementa a la anterior, pues de todos es conocida la relación entre los libros y las nubes. Pues bien, según la revista Analytical Chemistry, donde se publica este estudio, el papel de los libros, particularmente el de los libros viejos, está compuesto, entre otros elementos, por la lignina, el polímero orgánico más abundante en el mundo vegetal y pariente de la vainilla, de ahí su olor dulzón. La oxidación de la lignina es la que hace amarillear las páginas de los libros, algo que ya casi no ocurre con los libros nuevos porque éstos están fabricados con papel libre de ácidos, casi sin lignina. Ahora viene el dolor de cabeza. La lignina está altamente polimerizada y está formada por monómeros de fenilpropanoides, parecidas al fenilpropano, pero (¡ojo!) no iguales (matiz altamente interesante), concretamente alcoholes fenilpropílicos, como el cumarílico, el coniferílico y el sinapílico.
No, no, no y cien veces no. Todo esto podrá resultar muy útil para la ciencia; de hecho, los procesos diagnósticos de degradación (la degradómica) a través del olor, pueden ofrecer datos sobre el nivel de deterioro de los libros y ponerle freno a tiempo. Muy útil para la ciencia, digo, pero maldita la falta que nos hacía a los amantes de los libros el dichoso descubrimiento. Esto es como cuando nos dicen que el inconmensurable amor que sentimos por nuestra pareja se reduce a unas reacciones químicas producidas por nuestro organismo y que los escasos accesos de felicidad de nuestras vidas son, en realidad, un subidón de unas cosas llamadas endorfinas. Pues me rebelo y me rebelo. Y desde estas páginas del periódico (ay, el olor de los periódicos…) llamo a la insumisión a todos los enfermos de luna, a todos los estornudadores de lignina en viejas bibliotecas, a todos los que duermen con un libro abierto en el regazo, a todos los que se hallaron en las páginas de un libro. A todos, ejército parapetado tras la indestructible adarga de los libros, blandiendo vuestros marcapáginas de cartón, yo os convoco y os arengo para que contestemos a los eslovenos del chemistrynoséqué y les digamos con grito unánime, como lección bien aprendida, que los libros huelen al trigo castellano de Antonio Machado; que huelen a la higuera de Miguel Hernández, al salitre del mar de Alberti, al incienso de las ciudades levíticas de Gabriel Miró, a la ambrosía de los dioses homéricos, al tabaco y al vino de Gil de Biedma, al azahar de los naranjos de Blasco Ibáñez, a los harapos del exilio de tantos, a hojarasca de los pueblos perdidos de Julio Llamazares, al perfume embriagador y subyugantemente femenino de Ana Ozores o de Emma Bovary. Que los libros huelen, sobre todo, a nuestros dedos, a las lágrimas que reblandecieron el papel. Y que quizás también, algún libro que me prestaste, huela a ti, amor mío, y al volver la página, tal vez levante polímeros de tu piel y, en tu ausencia, seas, de repente, epifanía de aroma dulce para mi añoranza.