El editor y escritor Román
Piña Valls ha obtenido el XXVIII Premio de Novela Ciudad de Salamanca gracias a
su último trabajo, Pisábamos los charcos,
publicado por Ediciones del Viento. El libro, con su desacomplejado corte
autobiográfico, ofrece, por eso mismo, un testimonio lleno de autenticidad que
rescata los pecios hundidos de un tiempo –el de su etapa universitaria durante
la década de los 80– que en la novela se evoca con una sorprendente y precisa
vivacidad, auspiciada por el poder de la nostalgia.
El libro retrata una realidad
social, la de aquellos estudiantes hijos de familias pudientes que ingresaban a
sus hijos en los colegios mayores para evitarles las penurias de un piso
compartido. Pero en la novela, los cuatro integrantes del piso de Joaquín Costa
son desertores de ese tutelaje, lo que los llevará a encarar una relación
conflictiva entre su recién conquistada independencia y los valores cristianos
que esos colegios mayores, gestionados en su mayoría por el Opus, han inoculado
en los jóvenes emancipados. Ese contraste influirá, por ejemplo, en su
concepción del sexo, donde la castidad y una visión idealizadora, casi
divinizadora, de la mujer, ofrece estampas de una enternecedora ingenuidad
llenas de exaltado y precioso lirismo.
Los componentes del piso, al
que han bautizado muy hiperbólicamente como «El Hogar del Depravado», no hacen
justicia al nombre de marras. Se escandalizan si ven unos condones expuestos en
el mostrador de una farmacia o piden vasos de leche en los pubs. Cristian
estudia Filología Clásica y es un romántico empedernido; Edu estudia Filología
Hispánica y se debate entre su pasión por la música y la poesía; Roque adopta
una vida de crápula que le conduce a la culpa y la infelicidad; y Joserri
engaña a sus padre con las notas de la carrera de Ingeniería porque, en
realidad, tras su máscara de indolente, es una persona desnortada e
insatisfecha. Pronto descubrimos que Joserri es Ricardo Ortega Fernández, el
periodista que perdió la vida en Haití cuando fue alcanzado por una bala
perdida de algún soldado norteamericano y que copó los noticieros de 2004.
Sobrecoge pensar que ese destino trágico ya se estaba fraguando en ese piso de
estudiantes si andamos atentos tras los indicios de su personalidad febril,
imprevisible e inestable.
La novela es también un fresco
costumbrista de la Valencia de aquella década. Al principio, Cristian vive solo
en una pensión llamada La Orensana que recoge el pintoresquismo de una novela
barojiana; después, ya con Edu, se traslada a un piso de El Cabañal, lo que
permite al narrador recuperar la topografía de un barrio cuya personalidad ha
ido menguando con el fenómeno de la gentrificación. Finalmente, la descripción
de Valencia constituye una cartografía sentimental por donde desfilan
librerías, burdeles, pubs, restaurantes o cines, la mayoría de ellos ya
desaparecidos. Por otro lado, el libro incorpora su banda sonora propia, con
especial protagonismo de Golpes bajos,
cuya canción, «Cena recalentada», da título a la novela. Pero el catálogo de
grupos musicales es mucho mayor. La crisis de Golpes bajos coincidirá en el tiempo con el desmantelamiento del
piso de los estudiantes, como un síntoma del fin de una época.
La novela, nacida de la
enfermedad terminal de uno de los amigos del autor, aspira a fijar en la
memoria literaria un tiempo periclitado pero también la de hacer inmortales a
las personas anónimas a quienes Román desea dedicar su epitafio, como a santos
de devocionario. Al concluir el libro, y a pesar del humor que rebosan sus
páginas, el lector no puede más que esbozar una sonrisa de acíbar y dejar que
germine la bilis de la melancolía mientras escucha la voz cansada de Germán
Coppini.