domingo, 29 de junio de 2014

256. Santiago literaria



El himno de Galicia está basado en las primeras cuatro estrofas de un poema titulado Os pinos, del poeta Eduardo Pondal. En él se apela antes a Breogán, mítico rey precéltico, fundador de la legendaria Brigantia (La Coruña), que al Apóstol Santiago. ¡Qué paganos estos gallegos! Y ya que esta alusión pseudoliteraria aparece en el propio himno, creemos que el Apóstol nos disculpará si en nuestro peregrinaje a la tierra de Rosalía sustituimos el bordón y la vieira por la pluma y la lira apolínea. A fin de cuentas, para los letraheridos, la literatura es religión.
No obstante, ésta le debe mucho a la ruta jacobina, empezando por el excelso Códice Calixtino. Ya Dante decía en su Vita nuova que “non s’intende pellegrino si non chi va verso la tomba de S. Jacopo, o viene”. Guillermo X de Aquitania, hijo del primer trovador provenzal de nombre conocido (Guillermo IX),  peregrinó ocho veces a Compostela bajo el seudónimo de Gaiferos de Mount-Marsan, famoso personaje del Romancero y que Cervantes recogió en el Quijote, en el capítulo del retablo de Maese Pedro. Guillermo murió en su última peregrinación, al pie del altar, el 9 de abril de 1137.
Asimismo, Chaucer, en los Cuentos de Canterbury crea el personaje de la viuda de Bath, peregrina penitente que, además de a Santiago, había visitado también otros puntos de devoción como Roma, Bolonia y Colonia.
El nombre de la céntrica Rúa da Raiña (de la Reina), que junto a la Rúa do Franco, constituye la calle gastronómica más famosa de Compostela, seguramente haga alusión a la reina Isabel de Aragón, peregrina también de Santiago. Se da la circunstancia de que esta reina estuvo casada con el rey Dionisio I de Portugal (1261-1325), célebre y prolífico trovador representante destacado de la poesía galaico-portuguesa, que también cultivaron los compostelanos Joam Airas y Ayras Nunes.
Y si de yantar se trata, el peregrino literario puede detenerse en “El Padre Benito”, mítica pulpería frecuentada por Álvaro Cunqueiro (ahora, “Los Sobrinos del Padre Benito”). A lo largo de 1947, Cunqueiro dejó escritos en la revista Finisterre, bellísimos artículos gastronómicos que ya quisiera para sí la insufrible caterva de los actuales gurús de los fogones: 

“Donde realmente se bebe es en las tabernas de Santiago de Compostela. Se bebe allí un vino que ha aprendido a trepidar en las barricas cuando repican las campanas basilicales. Algo pasa en las tascas compostelanas, en el Padre Benito, el Túnel, el Senado, el Tanque… los vinos del país van a mejor, se reposan y anchean, toman una temperatura humana y grave, y parece como si fuese allí, en Compostela, bajo la camelia de aquel cielo sacro, donde se descubren las íntimas cales de los vinos del Miño y del Avia, del cabal Espadeiro, de los benedictinos albariños”. 

De todos modos resulta más sabroso el alimento sugestivo del recuerdo de Cunqueiro en “El padre don Benito” que el pulpo mismo del local. Éste hay que comerlo en “El gato negro”. 
También podemos tomar un café en el Derby, con su atmósfera modernista, lugar frecuentado por Valle-Inclán, aunque yo prefiero sentarme con él en su banco del Parque de la Alameda y contemplar la catedral, después de admirar, en el mismo parque, la estatua de Rosalía.
A Rosalía de Castro hay que visitarla en el Panteón de Galegos Ilustres pero yo la prefiero viva en su casa-museo del Padrón o en la vivienda junto al arco de Mazarelos, donde Rosalía residía cuando publicó sus Cantares gallegos en 1863. Muy cerca, se halla la Facultad de Geografía e Historia, en cuya magnífica biblioteca Manuel Machado ejerció como bibliotecario. Si se viaja a Padrón, hay que ver, además, la estatua de Macías, el trovador enamorado cuya trágica muerte inspirara a Lope o Larra;  y es innegociable también la visita a la vecina Iria Flavia y a su Fundación Camilo José Cela.
De nuevo en Santiago, la Casa de la Troya es la antigua pensión estudiantil situada en la calle del mismo nombre que inspirara la novela de Pérez Lugín y las versiones cinematográficas posteriores. Y hablando de ambiente académico, hay que homenajear al “Batallón Literario”, unidad universitaria que participó en la Guerra de la Independencia contra los franceses uniendo “Minerva a Marte”, según rezaba el poema que los soldados portaban en una cinta. Puede verse una placa homenaje en la Plaza de la Quintana.
Y con esta dulce penitencia, el peregrino literario en Santiago puede darse por redimido. Si, además, lleva en su maleta los versos de Rosalía, completará el jubileo.

A Armando Requeixo, apóstolo das letras galegas



ÁLBUM LITERARIO DEL VIAJE

Café Derby, habitual de Valle-Inclán

Vidriera del Café Derby

Placa homenaje al Batallón Literario, en la Pz Quintana

Tumba de Rosalía de Castro, en el Panteón de Gallegos Ilustres

Casa donde vivió Rosalía de Castro, cerca del Arco de Mazarelos, en Santiago.

Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, donde ejerció como bibliotecario Manuel Machado


Casa de la Troya, pensión de estudiantes que inspirara la novela homónima de Pérez Lugín

Pulpería "Los sobrinos del Padre Benito", que frecuentaba Cunquiero

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en  Padrón. Retrato de la escritora

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en Padrón. Habitación donde murió

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en  Padrón. Fachada.

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en Padrón. Entrada al pazo.

Busto de Camilo José Cela, frente a la Fundación que lleva su nombre, en Iria Flavia


Estatua dedicada a Rosalía de Castro, en el Parque de la Alameda

Con Valle-Inclán, en el Parque de la Alameda


El trovador Macías, en Padrón

Segunda estatua del trovador Macías, en Padrón.

lunes, 16 de junio de 2014

255. Arcadia desolada



Camilo José Cela tardó 5 años en acabar su Oficio de tinieblas 5. Lo hizo literalmente encerrado en su escritorio, sobre el que había dispuesto un biombo negro que le permitía aislarse del entorno. Al terminar el libro advirtió: “Naturalmente, esto no es una novela sino la purga de mi corazón”.

Existen libros así, nacidos para la expiación del escritor, que no buscan lectores ni reconocimientos, sino la salvación personal en la redención literaria. Sin embargo, si a la radical verdad de estas obras, se le une una factura artística de primer orden y la participación empática de un lector que desea comprender y adentrarse en el universo más hondo del autor, alcanzamos esa gozosa rareza que es la literatura total. De todo esto hay en Arcadia desolada (La Lucerna), primera entrega de la trilogía Eidolon, del poeta mallorquín Pedro Gomila. Si quisiéramos ser sucintos, bastaría con decir que el poemario recoge la experiencia traumática sufrida por el autor a causa de su homosexualidad. Pero la complejidad de los resortes poéticos del libro y la sublimación lírica de esas vivencias personales, trascienden ampliamente el leit motiv inicial. Huelga decir que el libro está muy lejos del tono panfletario.

Arcadia desolada rezuma espíritu greco-latino por los cuatro costados, aunque su autor reformula gran parte de esos referentes. Un ejemplo claro es la deconstrucción del bucolismo virgiliano ya presente en el propio título de la obra. Otras veces, ese reciclaje cultural, que también se nutre de literatura contemporánea, sirve al propósito temático del autor. La concentración de tales referentes; los sintagmas largos, próximos a la solemnidad del metro versicular; los acusados cambios de ritmo, con sus crescendos torrenciales; el zigzagueo delirante de la polimetría; la intensidad que desborda el cauce de los versos; el impresionante cincelado léxico; el tono casi ritualístico; todo ello da lugar a una verdadera apoteosis lírica absolutamente admirable: poesía en estado puro.

Aparte de la relación de traumas vivenciales vinculados a la homofobia, como los sufridos en la escuela, el servicio militar o el ámbito familiar, en Arcadia desolada hay una interesante reflexión sobre los conceptos de culpa e identidad. El sentimiento de culpa resulta aún más lacerante porque no procede de un verdadero examen de conciencia individual sino de la herencia del oficialismo social, contra el que el autor se rebela furibundamente pero ante el que sucumbe. Sólo el amparo culturalista, sobre todo literario, le sirve de parapeto contra los otros. Ello conduce al poeta a un conflicto con su propia identidad, una identidad negada, que deriva en la búsqueda de la invisibilidad o, en último término, de la propia muerte. En ese sentido, el motivo de la sombra es clave desde el mismo título de la trilogía, Eidolon, que en la cultura griega era una suerte de espectro descarnado. Este sentimiento de culpabilidad se nutre, además, de la inevitable aparición de la oscura tentación, representada en los poemas a través de un erotismo doloroso presente en los cuerpos masculinos, en la desazón sexual del propio poeta y, sobre todo, en el espléndido tratamiento de una Naturaleza que revienta de sensualidad.


Arcadia desolada es una sobrecogedora bajada a los infiernos sostenida por una impecable, inteligente y trabajadísima tensión poética. Cuando la llamada poesía de la experiencia comienza a convertirse ya en una prosaica banalidad, se agradecen libros como el de Gomila por su autenticidad relevante mezclada con una clara vocación estética. La trilogía debe completarse para el exorcismo definitivo del autor y para consolidar a un poeta que está llamado a convertirse, si las miserias del cortijo literario y sus gurús se lo permiten, en una voz a tener en cuenta. Enhorabuena.

Segunda reimpresión del libro

domingo, 8 de junio de 2014

254. Tachones



(*) Publicado en mi sección semanal del Diari de Tarragona, "El cura y el barbero"

Hace unas semanas tuve que rendirles cuentas a mis queridos cura y barbero (*) durante un viaje en tren. Mal sitio para tal ejercicio porque para la cita semanal con mis dos valedores yo ya estoy demasiado hecho a las celosías de mi confesionario y al espejo donde reconozco mis trasquilones engominados de palabras. Las circunstancias quisieron, además, que no dispusiera en ese momento de mi ordenador portátil, así que tuve que escribir el artículo a la antigua usanza, bolígrafo en ristre en franco duelo contra el papel. Transcurridos los minutos comprobé con sorpresa que la batalla había hecho sus estragos. La cuartilla se había convertido en el escenario de un montón de despojos de palabras derrotadas, hechas jirones, agonizando entre charcos de tinta, mientras los vocablos vencedores colonizaban sus espacios pisoteando sin compasión a sus cadavéricos congéneres. ¿En qué momento he perdido la habilidad de construir correctamente una oración completa del tirón?
Cuando no hace tanto tiempo trabajábamos con las antiguas máquinas de escribir, sabíamos que no nos podíamos permitir ningún desliz. Si se erraba con la tecla o no satisfacía la elección de las palabras, había que arrancar con resignación el papel del carro, tirarlo a la papelera y empezar de nuevo. Los maestros penalizaban los descuidos caligráficos, esa preciosa disciplina artesanal ya casi extinguida, o los borrones de la tinta china. Y mucho antes, el amanuense se afanaba en raspar la errata de su escrito porque no podía permitirse un nuevo y carísimo pergamino.
Hoy, en cambio, basta con pulsar el botón de borrado del ordenador para no dejar rastro del crimen. La conciencia de que todo error puede ser subsanado fácilmente, nos ha hecho bajar la guardia ante nuestras propias equivocaciones. El problema es que esa indolencia ante el error puede superar la práctica de la escritura para instalarse en todos los ámbitos de nuestra vida: un comportamiento inadecuado, aquella ofensa al amigo, la negligencia del otro día en el trabajo, de todo ya se encargará ese tippex implacable que es el tiempo. Sin embargo, todos sabemos que basta con rascar la superficie reseca del tippex para desvelar la falta.
Aun así, no todo es negativo en el arte de las tachaduras. El manuscrito de un escritor lleno de correcciones puede ser un tesoro de contento en manos del filólogo a quien se le pueden revelar jugosísimos datos acerca de los procesos creativos. Y, en último término, las tachaduras descubren también una virtud: la sana obsesión por la palabra exacta y precisa. Eso que el crítico literario Javier Aparicio ha llamado últimamente la “neurosis léxica” o la “paranoia sintáctica”, en referencia a John Banville, reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Porque también es verdad que la literatura, que es el arte de la palabra, no se construye de corrido. Si un escritor no sufre en la fabricación de el  paritorio de la creación, si no se lastima desangra arañado por los zarzales en donde busca el vocablo oculto; si su pluma no es paciente cincel; si no cifra su nacimiento y su ser todo en la superficie  la placenta de una cuartilla; si la palabra no es una inspiración epifanía que se le revela íntimamente, visceralmente en la sufriente indagación de la escritura, entonces este escritor desasido quizás produzca una obra y hasta podrá producir una obra bella. Pero será de la belleza de las flores de plástico. Vengan, pues a la literatura las tachaduras, como vienen a la vida las cicatrices que nos recuerdan que hemos sufrido vivido.

domingo, 1 de junio de 2014

253. El viaje de la luz



Se dice que la vida es una sucesión de renuncias hasta llegar a la renuncia definitiva que es a la vida misma. Pero, ¿y si en la asunción natural de esas renuncias se hallase la felicidad? La poesía de Antonio Moreno es precisamente la poesía del despojamiento voluntario. Pero no a la manera de los existencialistas que buscaban en la ataraxia una visión aséptica de la realidad y una contemplación indiferente de todo para lograr una serenidad indolente. Antes al contrario, Antonio Moreno es un observador activo del cosmos y participa de la belleza de la existencia pero limita esa participación a la radical sencillez de ser y estar en el mundo: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento”.
Podría desprenderse de lo dicho hasta aquí que Antonio Moreno reivindica la anulación de su ser para formar parte del todo, en una especie de misticismo laico de resonancias becquerianas. Pero hay en esa fusión una conciencia jubilosa del yo trascendido, que recuerda al optimismo vitalista de Cántico, de Jorge Guillén, y que es otra manera de autoafirmación: “Algo, quién sabe qué, nos acompaña / y nos excede porque somos suyos […] Un bien nos acompaña y nos excede, / algo que es un arcano afecto, y es / más que este pobre yo con su quimera. / Y más que esta armazón de piel y huesos”. A pesar de lo cual, sobre todo en sus poemas amorosos, la salvación puede llegar en algo tan físico como el abrazo y el contacto de la piel amada: “Sólo / el calor de tu cuerpo me acompaña, / sólo es tu piel, piel mía, quien me salva”; “Nada son la verdad ni la mentira, nada el dolor ni nuestras torpes creencias, si al fin te abrazo y triunfo de la muerte”.
Para esa catarsis, el poeta fija su atención en las cosas sencillas que le rodean. La vida elemental (pero plena) puede estar en una pared preñada de sol, en una concha hallada en la playa o en el acto humilde de barrer una estancia, pero, sobre todo, en esa inercia de dejarse llevar por el placer simple de la existencia: “La sencillez es lo sagrado […] Mimado por la vida, sin ser nada / lo soy todo a la vez: esta distancia / como una oxidación”. La consecuencia inmediata es el rechazo a dar explicación al misterio de la vida porque nada sabemos de ella: “Qué obtusa nuestra inteligencia, / un foco de linterna ante lo inmenso”; “La verdad siempre duele. No la pidas. / Qué pretendes saber, adónde quieres / llegar con esa antorcha que se extingue / helándose en la noche […] no quieras saber, no busques nada.” En su “Última plegaria a la luz”, el poeta le reclama a ésta la “cándida ignorancia”. 
Esta desnudez primigenia se traduce, a su vez, en una depuración lingüística donde la palabra queda reducida a su máxima esencialidad porque ésta fracasa en su intento de explicarnos: “Extraña lucha tienen las palabras / por alcanzar la luz sin ser de luz, / por conquistar la luz con su ceguera”. En el poema “Regreso”, el poeta se invita a volver a las palabras sustantivas y, como Pedro Salinas, limita el mundo a “una suma clara de pronombres”. Esta vocación es tan radical que el poeta halla más significado en el alarido instintivo y visceral de una gata en celo que en todas las palabras del mundo: “Tan sólo está sufriendo de deseo, / gritando a todo / como todo grita, / ciego frente a la noche, para ser”.
 El viaje de la luz (Renacimiento) es una luminosa revelación, elixir poético contra la zozobra de la duda e invitación exultante al viaje de la vida sin más equipaje que la vida misma y el milagro agradecido de su don.