viernes, 20 de febrero de 2009

2. Yo soy clásica

Desde hace un tiempo, estoy disfrutando de una de mis mayores pasiones: el teatro. Acudir a una representación teatral supone todo un ritual que llena mi espíritu de una mezcla de júbilo y nerviosismo:
La odisea de conseguir las entradas que me permitan disfrutar de la puesta en escena desde un lugar óptimo, no hacinada en el anfiteatro -que bien pudiera ser la cazuela del siglo XXI aunque sin distinción de sexos-; mostrarlas al acomodador que casi siempre las rasga sin ninguna consideración (sí, las colecciono); obtener el programa de la representación y leer la explicación que el director ofrece sobre el trabajo que va a mostrar ante el público; el momento en que el recinto queda a oscuras, el público guarda silencio y se genera una expectación convertida en satisfecha sonrisa cuando los actores aparecen en escena; la conciencia de estar formando parte de un mundo imaginario, construido gracias a la magia de su autor y en el que se nos permite participar como privilegiados testigos de lo acaecido pudiendo, de este modo, "desdoblarnos", dejar de ser nosotros mismos abandonando nuestro cuidado a la trama representada; y, por supuesto, los comentarios posteriores a la representación en los que se ponen de manifiesto las emociones experimentadas.
Pues bien, dichas sensaciones se han visto traicionadas en algunas de las representaciones de las que he sido testigo. Como amante de este género, no desaprovecho la ocasión de ver obras clásicas. Puestas en escena por la Compañía Nacional son sinónimo de éxito, de fidelidad a la esencia del original y al espíritu del dramaturgo que dio voz a los personajes. Estoy segura de que don Pedro Calderón de la Barca estaría satisfecho al ver a su más ilustre pintor lamentándose por una ley injusta que se ve obligado a cumplir tras ser deshonrado por su joven esposa o Tirso de Molina -que tan excepcionalmente trazó el perfil psicológico de la mujer- al observar a su don Gil luchando por lograr la unión matrimonial deseada.
Ahora bien, en ocasiones las programaciones de los espacios escénicos no indican que el drama que se va a representar es una adaptación. Así, El burlador de Sevilla dirigido por Dan Jemmett presentaba a personajes que se cambiaban de ropa en el escenario, haciendo honores a Baco constantemente, como si en la barra de un bar estuvieran ahogando la pena de mostrarse en paños menores ante el respetable.
Pero el caso más flagrante lo viví hace unas semanas con la representación de Romeo y Julieta, dirigida por Will Keen. Yo esperaba ver trajes de época, un balcón veronés, actores con una dicción inmaculada y fuerza trágica en los parlamentos de los jóvenes enamorados y lo que me encontré fue un vestuario escaso, barras de hierro en las que Julieta hacía movimientos que más bien parecían propios del mundo circense, una dicción que consistía en silabear las palabras despojándolas de toda cadencia musical y una interpretación descafeinada, sin intensidad y carente de emoción. En definitiva, una puesta en escena que no hacía justicia al texto dramático y que dejó un sabor amargo en el imaginario del público, muy lejos de experimentar catarsis alguna.
Baste decir que los momentos de mayor fuerza dramática provocaban en el espectador risa, incluso carcajadas. ¿Hay alguna evidencia mayor del fracaso de una representación que la de suscitar risa cuando se pone en escena la historia de "dos amantes malhadados"? Sin duda, me habría evitado este bochorno teatral, esta sensación de vergüenza ajena, este pensar en la grotesca deformación de una de las historias de amor más bellas de todo el panorama literario inglés si se hubiera indicado que se trataba de una representación adaptada en la que no se iba a respetar el espíritu de la misma.
Y es que... tal y como versaba el lema del Festival de Teatro de Almagro de 2008: "YO SOY CLÁSICA".

martes, 3 de febrero de 2009

1. Cesó todo y dejéme


No sé yo qué sea eso de tener una experiencia mística. Dejo tales honduras para los expertos escrutadores de lo inefable. Pero existen otros misticismos que, aunque más paganos, también dejan el espíritu "tan embebido, tan absorto y ajenado", que producen otra levitación -intelectual- de similares condiciones catárticas. Me refiero al ritual, permítaseme la expresión, de la lectura. La literatura, -la buena literatura-, distinción a la que, desgraciadamente, cada vez hay que acudir con más frecuencia, aleja al lacerado superviviente de nuestros días de la mediocridad que le circunda. Al cobijo del libro, recuperamos la fe en la belleza e inteligencia humanas y se avivan las cenizas de la filantropía en la que alguna vez creímos. No es éste un manifiesto de elitismo cultural, pretencioso sectarismo que en las más de las ocasiones está imbuido de un falso e ignorante comportamiento snob; pero quien ame la literatura reconocerá que en la intimidad de nuestro encuentro con las páginas de un buen libro, algo en nuestra alma se reconcilia con el hombre y trascendemos a esferas más gratas. Esa es, en cierta manera, nuestra particular ascética.
Entre los Píramo y Tisbe creadores de este espacio, se erige una pared de cuatrocientos quilómetros que salvamos regularmente con la ayuda del tren. Entretanto, hasta el dulce encuentro, por esa pared se nos ha descubierto esta brecha por la que poder comunicarnos. También tú puedes colarte cuando lo desees. No os extrañéis si el blog se nutre con excesiva lentitud. Eso será que hemos ido dejando el cuidado entre nuestros libros olvidado. ¡Despertadnos para salir del trance y para contaros la experiencia mística! Sed bienvenidos.