Hoy día es ya casi imposible hallar un poeta que
versifique haciendo uso de la rima. Esto no es ni bueno ni malo. Prescindir de
la rima y de los moldes métricos ha contribuido a la libertad expresiva
liberando a la inspiración de los corsés formales. Bien mirado, resulta absurdo
que aquella palabra insustituible que dice exactamente lo que queremos
manifestar, tenga que suplantarse por otra menos precisa sólo porque no encaja
en el cómputo silábico de la estrofa o porque no se ajusta a la rima. Y, no
obstante, hasta los románticos con toda su exaltación de la libertad creativa,
no quisieron desprenderse de ella.
Hace poco escuché decir al reputado poeta Antonio
Méndez Rubio que hay quien concibe la poesía como una especie de performance
donde lo importante es el efectismo. Sólo esa puesta en escena, relacionada con
la pompa y aparato de la recitación declamatoria, justificaría el sometimiento
al yugo de la rima. Efectivamente, el poema no tiene la obligación de estar
concebido para ser recitado; del mismo modo, hay poemas sin rima que suenan
maravillosamente en voz alta.
Sin embargo, la desaparición de la rima y de las
sílabas contadas, cuyo dominio resulta tan difícil, ha abonado el terreno a
toda suerte de poetastros que, de un tiempo a esta parte, mancillan el sagrado
territorio de la poesía, convencidos de que eso de hacer versos está chupado.
Cuando el difícil magisterio de la métrica y la rima servían para distinguir al
verdadero poeta de aquel otro que sólo hacía ripios, los poetastros eran menos
osados, conscientes de su inferioridad. Ahora que no hace falta dominar ese
arte para envanecerse con la publicación de un libro, cualquiera se apunta a
escribir versos. Hay poemarios a los que sólo otorgamos ese nombre por la
disposición espacial de los supuestos versos, pero podrían leerse perfectamente
como un texto en prosa. Aunque siempre habrá quien me reproche que eso de
distinguir entre verso y prosa a estas alturas resulta un ejercicio un tanto
retrógrado. Signo de los tiempos donde uno ya no sabe cómo debe llamar a las
cosas.
Y, no obstante, el verso libre sigue siendo el menos
libre de los versos y eso no pasa inadvertido al lector avezado, para desgracia
de quienes buscan medrar con el subterfugio del “todo vale”. Las cadencias, la
eufonía, la musicalidad, las rimas internas, la disposición de los acentos, el
ritmo, siguen ejerciendo como indicadores de la calidad de un poema. Y, claro,
la enjundia de lo que sus versos digan, hoy que la banalidad lo inunda todo,
bajo la mentira del relativismo.
A
mí, qué quieren que les diga, me gusta la buena poesía rimada. Nada en poesía
me produce mayor placer que disfrutar de la noble perfección de un soneto, aun
a riesgo de que me llamen trasnochado. Si yo fuera poeta, escribiría un libro
lleno de sonetos, lo inundaría de endecasílabos enfáticos con que
reivindicarlos; o melódicos para mecerme en ellos; o heroicos, que es lo que
mejor se aviene contra la trivialidad de los poetas timoratos y apocados. Un
libro de sonetos como a la antigua usanza, con sus cuartetos abonando con su
semilla sugestiva la explosión floral de los tercetos encadenados. Un libro de
sonetos, de esos que se recitan de pie, porque hay que ponerse en pie cuando se
lee un soneto, acompañado de la batuta reverencial del brazo libre que no
sujeta el papel. Un libro de sonetos. Pero, ¡ay!, que yo no soy poeta, y aunque
lo fuera, jamás me atrevería a escribirlos andando como anda por el mundo don
Antonio Carvajal.