Un forzoso apagón eléctrico me obligó hace unas
semanas a cumplir uno de los fetiches más deseados desde siempre en mi relación
con la lectura: leer a la luz de unas velas. Que en pleno siglo XXI, en la era
del libro electrónico, uno pretenda quedarse ciego alumbrado sólo por el pabilo
zozobrante de una candela, puede parecer, cuanto menos, extravagante, pero es
que la otra alternativa –renunciar a la lectura esa noche– era del todo
inaceptable. Y puestos a buscar soluciones tecnológicas –ayudarse de la luz del
móvil o acoplarse en la frente, a modo de minero ilustrado, esas linternas para
lectores clandestinos–, pues qué quieren que les diga, prefiero la calidez
natural de la llama, que, puestos a hacer el ridículo, más se me acomoda un
donquijote estrábico que un polifemo espeleólogo. Y que no, narices, que yo
tenía allí la posibilidad de ver realizado mi viejo capricho y así sería y así
fue.
El libro a la luz de una vela parece más libro. Como
si el fuego ceremoniase el culto a su antigüedad venerable. Al chisporroteo de
la cera se une el sonido delicado de las páginas que pasan y hay en ese
armónico concierto una vindicación de la Naturaleza donde se aunasen los cuatro
elementos primigenios, como si el libro se erigiera en el compendio perfecto de
aquel arjé de los filósofos presocráticos que trataban de explicar la molécula
fundacional del universo. Y así, el libro es fuego bañado por su luz ambarina;
y es aire, el del vuelo de sus páginas, como un aliento demiúrgico que
insuflase de vida futura a las palabras; y es la tierra que recuerda el origen
vegetal del papel; y es el agua de una lágrima furtiva o el de la saliva con
que humedecen los dedos la página esquiva. Imposible esa comunión con las
esencias sin la tutela propiciatoria de esa vela y su llama ritual. ¿Y no fue
Heráclito quien dijo que el origen del universo estaba en el fuego y en el logos?
La llama se cimbrea sobre su palmatoria como una
salomé vestida de crepúsculo y su danza de azafrán sobre la página contagia a
las palabras, que parecen bailar, también ellas, en el papel, contoneándose con
la lenta lubricidad de la resina que supura de sus secos significantes, con la
morosa epifanía de la miel que rebosa del panal de las letras, para decir más,
mucho más de lo que muestran panal y tronco. La cera se consume y se apelmaza
en el platillo, como si el lector purgase en aquel sedimento el veneno de sus
desventuras y adversidades purificadas en la unión chamánica del libro, el
fuego y su catarsis. La habitación se llena de sombras que trepan por las
paredes y el techo. Los objetos de la estancia geminan en esos adláteres
espectrales que reclaman su carta de naturaleza más allá de la limitación de
sus contornos, de la caducidad de sus materiales, de la arbitrariedad de sus
nombres. Así también el lector. El cuerpo de ese hombre que ahora lee, ese
despreciable conglomerado de carne, humores y células que sujeta un libro,
trasciende por mor del fuego y su promesa de eternidad, a esa figura
gigantesca, colosal, etérea, proyectada
en el techo, esa silueta desprendida, libre, el tamaño de cuya alma soberana no
cabe entre las cuatro paredes de la habitación, aún menos entre las lindes de
aquel pobre cuerpo, y crece y crece y crece avivada por la llama de la vela y
ya no hay nada de aquel hombre en su cama, todo él es esa sombra jubilosa que
se extiende sobre el techo, la sombra más cierta que ese hombre que ya no
existe, de ese hombre que hace un rato leía a la luz de una vela.