Muchos lectores de La plaça del Diamant
albergábamos ciertas reservas con respecto a la adaptación que de la
inolvidable novela de Mercè Rodoreda ha realizado para las tablas el actor y
dramaturgo Joan Ollé. La primera de las reticencias era, justamente, esa
transmutación del género novelesco al teatral y, en particular, al monólogo.
Debo reconocer, sin embargo, que este era el menor de mis recelos, pues la
novela es una evocación en primera persona muy próxima al monólogo y, en muchos
momentos me atrevería a afirmar que rayana incluso en el monólogo interior.
Muestra de ello es el evidentísimo abuso del polisíndeton que, en ocasiones,
ofrece una prosa atropellada en la concatenación vertiginosa de recuerdos y que
emparenta, aunque salvando las distancias, con el fluir de la conciencia propio
de aquel subgénero; hasta cuando intervienen otros personajes, suele ser
Natàlia quien reproduce en estilo indirecto lo que estos dicen.
Mayores prevenciones me suscitaba la idea de que fuera
la polifacética Lolita quien encarnara la ingenua candidez de nuestra Colometa.
Quizás hayan alimentado este prejuicio una cierta idealización del personaje y
el precedente cinematográfico de Silvia Munt, aparentemente tan en las
antípodas, ambos, de esa sensación de contundencia que transmite Lolita y que
parece extralimitar la fragilidad candorosa del personaje. Para entendernos,
Colometa es a Lolita como el cauce de un riachuelo a un mar oceánico; como un
Seat 600 a un motor de 200 caballos; como una balada dieciochesca a una guitarra
eléctrica: el océano desborda el cauce, el motor revienta la carrocería, la
guitarra eléctrica destroza el lirismo de la balada. Lolita no cabe en
Colometa. Colometa es poseída por Lolita.
Pero no. Resulta que Lolita sí puede ser Colometa. La
ventaja de las facciones duras y el timbre añejo, racial, de Lolita, es que
parecen haberse curtido en el dolor. No
olvidemos que Colometa narra su desgracia desde el presente, una vez ha sufrido
ya su desgarramiento vital. Se trata, pues, de alguien que hace tiempo que
perdió la inocencia. La Colometa cándida que conocemos, la que hemos construido
en nuestro imaginario, es, en realidad, una falacia. Es sólo la remembranza nostálgica del pasado
feliz la que vierte sobre las palabras de Colometa esa blancura virginal que
nos llena de ternura; pero la Natàlia que narra su historia es ya otra. Es la
que ha interrumpido la gestación de las crías de paloma aún en su cascarón; es
la que se ha planteado envenenar a sus propios hijos y suicidarse; es la que ha
accedido a casarse con un hombre que no ama para evitar su desahucio vital. Es
esta Colometa presente la Natàlia real y no la niña del baile en la Plaça del
Diamant. Por eso Lolita, que proyecta congénitamente ese gitanismo lorquiano de
las tragedias, es tan adecuada para el personaje. Y, sin embargo, cuando Lolita
tiene que recordar los tiempos felices, sus ojos endurecidos son capaces de
volver al brillo limpio de la inocencia y la noble aspereza de su voz al timbre
suave, casi pueril, de la que un día fue. Y así, en la Natàlia real que es
Lolita, resucita, como en un atisbo, la Colometa de nuestras lecturas. En esta
ambivalencia está el mérito de Lolita.
Dos grandes momentos en la obra: cuando Colometa mata
las palomas, punto de inflexión para la transición de Colometa a Natàlia: el
rostro de Lolita es entonces un súbito y terrible punto y aparte; y el
desgarrador momento de la iglesia con la visión delirante de las burbujas
rojas, trasunto de los muertos en la guerra, que Lolita sublima con un crescendo
sobrecogedor.
Y la decoración: el banco solitario desde donde
Colometa cuenta su historia y las luces mortecinas de una verbena que no
volverá. Y la palabra enseñoreándose pura y sin aditivos. Rodorediana.
Diamantina.