lunes, 28 de diciembre de 2020

513. El hueso hallado en San Esteban de Gormaz podría pertenecer al Cid.

 


Las obras de restauración llevadas a cabo en la Casa de don Cristóbal de Bermeo, sita en el número 62 de la Calle Mayor de San Esteban de Gormaz (Soria) han dado lugar a un hallazgo inesperado. Tapiado tras la pared del salón principal, los restauradores han descubierto un hueso humano –al parecer, la falange de un dedo corazón– envuelto en un folio manuscrito. Con toda la prudencia del mundo, dos elementos convierten este hallazgo en un hito colosal para la historiografía y para la historia de la literatura. El primero es el propio manuscrito, cuya datación parece remontarse a principios del siglo XII y que coincide casi exactamente en su contenido con los folios 5v y 6r del Cantar de Mio Cid conservado en la Biblioteca Nacional, es decir con la copia que Per Abbat realizó en 1207. De confirmarse por parte de los filólogos esta datación, estaríamos no ante la copia perdida en la que se basó el amanuense, sino en una todavía anterior, escrita muy poco tiempo después de muerto el Cid, en el año 1099, quizás la pieza original del juglar letrado que cantó las hazañas del héroe de Vivar en la versión que hoy conocemos. Menéndez Pidal ya habló en sus estudios de un juglar de San Esteban de Gormaz, muy próximo a los hechos históricos del Cid, como uno de los dos autores del Cantar.

El otro descubrimiento importante es el hueso. La datación por carbono-14 no descarta en absoluto que pudiera pertenecer al Campeador. Más aún cuando en el reverso del manuscrito de marras, el celoso ocultador deja escrita en pomposo registro notarial la garantía de que el hueso pertenece, efectivamente, a Rodrigo Díaz, aseverando que él mismo lo robó aprovechando la confusión durante el expolio que las tropas napoleónicas llevaron a cabo en 1808 en el monasterio de San Pedro de Cardeña donde él era fraile seglar y donde estuvo enterrado el Cid antes de su traslado a la catedral de Burgos. Firma la nota un tal Raimundo de Bermeo, del que sabemos fue descendiente venido a menos de don Cristóbal de Bermeo, el mayordomo del marqués de Villena (1650-1725) y a la sazón titular de la casa donde se ha realizado el descubrimiento. Los Bermeo, larga estirpe de ricos judíos conversos procedentes de Vizcaya, se asentaron desde el siglo XI en San Esteban de Gormaz, aunque pasada esa centuria su abolengo menguó mucho. El tal Raimundo que firma el documento es un viejo conocido de las disputas intelectuales del siglo XIX. Y respecto al tema cidiano, es célebre la encendida polémica que mantuvo con un ya anciano Lorenzo Hervás y con Juan Andrés, miembros ambos fundadores de la Escuela Universalista Española, acerca de un manuscrito del Cantar que su familia –decía– había heredado desde tiempo inmemorial así como del supuesto hueso «que blandía como una amenaza bíblica» cada vez que defendía su autenticidad o que levantaba, a modo de peineta (el dedo corazón del Cid), cada vez que lo desacreditaban. La anécdota la cuenta el propio Juan Andrés en su libro Anecdotario contra el oscurantismo, donde califica a su adversario poco menos que de un loco extravagante del que todo el mundo hacía escarnio. Sin embargo, con el hallazgo de San Esteban y su corroboración científica con los medios del siglo XXI, la locura de don Raimundo de Bermeo se antoja ahora mucho menos risible y arroja sobre la autoría del Cantar de Mio Cid una tremenda paradoja: que el juglar que había de hacer inmortal al héroe castellano y símbolo de la nación española era de origen vasco.

lunes, 21 de diciembre de 2020

512. A galeras a remar

 


Como yo no sé bailar, a galeras a remar –cantaba Manolo García, lamentándose de su desventaja en los cortejos amorosos–. Así como el cantante de El último de la fila envidiaría a aquellos que, dotados para las cualidades del buen casanova, se llevaban a las chicas de calle, así yo envidio a los escritores que se deslizan sobre la pista de baile de la pantalla del ordenador con la precisión casi matemática de un bailarín de claqué. Y en el frenesí del zapateo, pisotean –sin dejar una– las erratas de sus obras, y las placas metálicas de los zapatos imponen el ritmo y sonido adecuados a la coreografía de la escritura, y la técnica de su danza no les hace incurrir en ningún error gramatical. Pero, ay, como yo no sé bailar, a galeras a remar. O lo que es lo mismo: a sufrir las galeradas.

Tal vez no exista mayor lección de humildad para un escritor que corregir las galeradas de su propio libro. Da igual cuántas veces se haya revisado el texto final: siempre se escapará alguna errata que sorteará los cepos de queso del corrector informático, no digamos ya la vigilancia artesana de los ojos estrábicos. A la enésima comprobación, la visión ya anda ebria de palabras y ve doble y asume su derrota. Al día siguiente, la mirada, más lúcida, detectará otro fallo y se preguntará cómo es posible que habiendo hecho ronda por aquel renglón durante tantas veces, se haya podido colar el impostor enmascarado. Ocurre, además, que si el pelotón de guardia lo conforman varias personas, ninguna de ellas reparará en los mismos errores. Los yerros que ha visto una le pasarán desapercibidos a la otra y viceversa.

 La corrección de galeradas coloca también al escritor ante sus conocimientos del idioma, que él cree inapelables pero que se tambalean cuando algún amigo bienintencionado le sugiere que aquel giro expresivo no acaba de ser correcto o que sobra esa coma de allá o que aquella palabra la ha repetido ya cuatro veces en el mismo párrafo o que está abusando de los adverbios acabado en «-mente» o que  «pensamiento» y «envilecimiento» y «apocamiento» y «sufrimiento» en la misma línea van a ser ya muchos «mientos». Quizás el más humillante de todos esos consejos es el que se refiere a la vulneración de una norma. El momento de acudir al diccionario o al manual de gramática o al de ortografía y comprobar cómo, efectivamente, estaba uno equivocado desde hace mil años, es de un sonrojo de antología, de aquellos que emiten haces de luz colorada a cientos de kilómetros de distancia desde el faro del rubor. Si el error tiene que ver con los conocimientos enciclopédicos, uno busca ya el mejor método y menos doloroso para suicidarse.

La palabra «galerada» proviene de «galera», el antiguo navío a remo. Las galeras son aquellas tablas que en la imprenta servían para que los cajistas colocaran sobre ellas las filas de letras que formarán luego la galerada. Su similitud con la hilera de remos de las citadas embarcaciones obró el parentesco etimológico. ¿Y qué es el escritor ante las galeradas sino un esforzado galeote dándole al remo de las correcciones bajo el control del cruel cómitre de la perfección lingüística?

El libro saldrá al fin publicado y el escritor tendrá la mosca detrás de la oreja todavía, presumiendo que su esfuerzo habrá sido en vano. Cuando tenga el libro entre sus manos, lo hojeará entre la ilusión y el temor y, en un momento dado, en efecto, hallará don dolor al polizón que se coló en la galera, que evitó el latigazo del cómitre y que, desde su escondite, se burla aún del sudoroso y extenuado galeote de las letras.

A Bea, Olga, Paco, Eduardo, Gianluca, Concha y Augusto, compañeros en los remos.

lunes, 14 de diciembre de 2020

511. 'El viento es salvaje'

 


La vigencia de la tragedia griega clásica es un hecho. Seguimos leyendo con avidez a Sófocles, Eurípides y Esquilo, y sus textos siguen representándose en teatros de todo el mundo. Los afortunados espectadores continúan experimentando la catarsis ante las vivencias de estos héroes y heroínas que nos arañan las entrañas con sus inexorables desgracias. Además de esta línea de conservación y representación “tradicionalista” del teatro –el adjetivo “tradicionalista” está exento de cualquier connotación negativa–, se observa también desde hace tiempo una corriente de recuperación de los clásicos más innovadora, moderna o rompedora que actualiza los modelos en que se basa para hacerlos totalmente contemporáneos. Se recuperan los ejes vertebradores de la tragedia clásica y se incorporan a obras de nueva creación que acaban siendo, normalmente, acertados híbridos llenos de guiños a los moldes a los que homenajean. Suelen ser espectáculos aptos para todo tipo de público que ofrecen un plus para los espectadores avezados que son capaces de captar todos esos paralelismos que enlazan la pieza nueva con sus progenitores escénicos.

Este tipo de teatro es el que cultiva la compañía Las Niñas de Cádiz, que actualmente está de gira con El viento es salvaje, una obra que recibió el reconocimiento al mejor espectáculo revelación en la XXIII edición de los premios Max. La pieza presenta la historia de Vero y Mariola, dos amigas íntimas desde la infancia cuyas vidas se van desarrollando de forma paralela a la vez que totalmente distinta, pues mientras una goza de buena suerte, la otra acumula desgracia tras desgracia. Mariola, tras un terrible percance, acabará viviendo en casa de Vero y la idílica amistad que las unía se irá enturbiando hasta desencadenar en una auténtica tragedia. Ambas protagonistas encarnan la versión actualizada de Fedra y Medea y presentan una profunda reflexión sobre la suerte, el fatum del que no podrán escapar, la rebelión ante la injusticia de los dioses caprichosos –que aquí es la amadísima virgen de una cofradía gaditana–, la pasión irrefrenable que provocará sufrimiento y muerte… Todo ello acompañado por un particular coro que comenta, cuestiona o reflexiona sobre los acontecimientos que tienen lugar en escena.

La combinación de la tragedia y el humor es un rasgo esencial de Las Niñas de Cádiz, quienes hacen gala de su divertido gracejo andaluz. Es un humor que duele, pero que también nos puede hacer reír a carcajadas. ¿No es acaso eso la vida, una mezcla ilógica de llanto y risa? Esa mezcolanza se observa también en el uso de estrofas cultas y populares en versos frescos, recitados o cantados. No faltan tampoco los guiños a las chirigotas de Cádiz, pues es esta ciudad el marco espacial en el que se desarrolla la acción. La nueva Tebas es ahora una ciudad andaluza a orillas del mar en la que el oráculo de Delfos son las iglesias y en la que los malos augurios vienen determinados por un viento de Levante que presagia la desgracia. Un viento que oprime y asfixia a las protagonistas y las hace avanzar con paso firme hacia su autodestrucción.

Asistir a la representación de El viento es salvaje es una muy recomendable opción en los tiempos aciagos que vivimos. Primero, porque la cultura es segura y necesita el apoyo del público y, en segundo lugar, porque ahora más que nunca precisamos ese viento salvajemente salvífico que nos oxigene y nos ayude a seguir conviviendo con esta particular tragedia coronavírica de la que saldremos, si los dioses lo permiten, con nuestros peplos intactos, nuestros ojos ilesos y dueños, de nuevo, de nuestro destino y libertad.

 

lunes, 7 de diciembre de 2020

510. Yo soy sintomático

 


Tal vez lo peor que pueda decirse de un libro tras su lectura es que el estado anímico del lector haya sido desplazado al limbo de los asintomáticos. Pero no hablo de esos asintomáticos a los que una PCR literaria demostrará luego que el virus sí había sido inoculado y que sus efectos llegarán con cierta demora. No. Me refiero al asintomático de verdad, aquel que tras la lectura no va a dar positivo jamás del libro en cuestión ya sea porque la carga vírica de las palabras daba risa a los exigentes leucocitos, ya porque estaba escrito con la asepsia de una luz fluorescente de sala de espera para la espera de algo que nunca llega.

Pues bien, Dicen los síntomas, el último libro de Bárbara Blasco, ganadora para más señas del recientemente fallado Premio Tusquets de novela, ha obrado en mí toda una septicemia. Lo dicen los síntomas: adicción desde la primera página, síndrome de abstinencia una vez concluido el libro y, sobre todo, un poso de grisura, melancolía, aprensión por la vida y acíbar en la mirada.

Virginia, la protagonista de la novela, aguarda la muerte de su padre comatoso en el hospital, y en aquel cuarto de tiempo detenido se hace balance de las relaciones familiares, con sus secretos desvelados, y de las frustraciones existenciales en que la vida y sus promesas han devenido. Uno de los méritos del libro es la construcción de su protagonista: Virginia tiene una voz propia, reconocible si nos la topáramos en otra novela, bien amasada en el obrador de la tahona literaria, tan real como la vida misma, tanto que importan más sus aristas, sus perfiles de sombra, sus incertidumbres y contradicciones. ¿Acaso no es eso la vida? No tal vez para esa gente que lo tiene todo claro y cuya biografía se desliza con la precisión de un tiralíneas, como su hermana Ester, con quien Virginia pierde siempre en la comparativa familiar de la hija ideal. Pero esa no es Virginia. Y tampoco sería interesante si lo fuese: la Literatura debe bucear en el conflicto, en la incomodidad, en lo sísmico vital, en la zozobra. Virginia es una mujer desnortada, que en su madurez aún no ha hallado su centro de gravedad: trabaja en un bar sirviendo cafés pese a su título universitario y todavía no es madre, desazón que le urge solucionar. Se acuesta, sin éxito, con varios hombres, que elige atendiendo a su salud y físico como falacias genéticas para su futuro hijo, y a los que engaña asegurándoles que toma anticonceptivos. Hay en ese uso de los hombres para sus fines una afirmación de su feminidad soberana que da una patada a todos los prejuicios asociados al rol tradicional de la mujer. También una contradicción: la de traer un ser humano a un mundo en el que ella misma no parece creer: una suerte de esperanza de redención que, como comprobará el lector, no solo la redimirá a ella.

Muy interesante es también la veta naturalista (en términos decimonónicos) de las imágenes y reflexiones que se vierten en la novela, esa reducción del ser humano a un aquelarre de células, fluidos, carne, humores, deterioro, enfermedad, aprensiones e hipocondría. Una contundente deconstrucción de la metafísica trascendente, de esa aspiración fútil a las alturas que en algún momento algún demiurgo inyectó en el arcano del primer hombre y que se ha revelado en el gran engaño en el que aún nos obstinamos en creer para escamotear nuestra muy humana y animal y biológica y fisiológica finitud.

Así pues, doctor, someto a su escrutinio las señales de mi posible enfermedad con el libro de Bárbara Blasco. Pero no, no hace falta que me lo confirme. Acumulo todos los indicios. Lo dicen los síntomas.