La editorial Kalandraka nos regala uno de esos libros
que han sido concebidos para el deleite sencillo de los minutos, para la
confortación sosegada del espíritu en compañía de la palabra amiga y
reconocible, para el reencuentro siempre igual pero siempre distinto con el
verso de antaño, como el abrazo de un viejo amigo al que hace tiempo que no
vemos.
De los álamos el viento recoge 21 poemas de
Ramón García Mateos acompañados de las ilustraciones de Fernando Vicente. Todas
las composiciones comparten el tono popular y tradicional que tan caros le han
sido desde siempre al poeta salmantino. Poesía errante, hija del pueblo, que
surge de no se sabe dónde, ni importa tampoco, pero que se enseñorea con
renovada lozanía en los labios de quien quiera hacerla suya; poesía manoseada
por el ingenio alfarero del tiempo para modelarla distinta pero con la misma
arcilla; poesía que brinca en la fiesta, que adormece al niño, que recuerda
lances perdidos en la memoria, que renace en los juegos infantiles, que se
mezcla en los mercados, que pellizca de nostalgia, que requiebra de amores con
la noble rusticidad del sentimiento sin adorno. Es la poesía, en definitiva,
del penúltimo poema del libro, “¿En dónde la has aprendido?”, poesía donde “el verso / y la canción / se desenredan
/ y escapan / de las manos / hacia el cielo. / Ya son coplas / tonadas /
desprendidas / del pueblo / y la verdad / y el corazón”. Y así, desfilan por el
libro la canción de cuna, el romance, las coplillas. El poeta recrea con
soltura y gracia (la gracia inconfundible de quien también ha aprendido y
cantado la herencia de sus abuelos) esta poesía de tierra labrantía,
recuperando incluso, cuando hace falta, la morfología arcaizante de los
vocablos, como cuando se le devuelve el género femenino a la palabra “puente”,
o bien tirando del apócope castizo o adornando la plazuela de la fiesta del
poema con las guirnaldas de los estribillos. Abundan también los campos
semánticos de la flora castellana, con sus nombres sonoros y suaves, que
enseguida nos evocan el inconfundible universo de aromas y colores rurales de
nuestro poeta. Algunos de los poemas contenidos aquí se han recuperado, sobre
todo, del libro Lo traigo andando, publicado en el año 2000 y cuyo
título, un verso de unas sevillanas del siglo XVIII, daba buena cuenta entonces
de la veta popularizante de aquella obra, como lo hace también ahora.
Los poemas de De los álamos el viento no son,
como he leído en algún sitio, poesía para niños. No puedo estar de acuerdo. Es
verdad que el complemento inestimable de las ilustraciones (que son auténticas
glosas pictóricas de los poemas, evocadoras y sugestivas), y ciertas
características de la poesía popular, como algunos de sus temas o el ritmo ágil
del metro corto, pueden acercar los poemas a un público infantil. Pero es
conveniente no confundir la simplicidad intrínseca de la poesía tradicional,
que en su fresca sencillez halla precisamente su mayor encanto, con la poesía
infantil, aunque ésta se nutra muchas veces de aquélla y viceversa. En el poema
“Corre que te pilla”, la imagen de la carretilla, empujada en los juegos
infantiles pero pronto carretilla del carbonero, del repartidor, del albañil o
del basurero, es una reformulación amarga del carpe diem. Por eso se
le insta al niño a que corra “ahora” con la carretilla. Igualmente desazonadora
es la estampa de “Ausencia”, sobre la soledad de los viejos pueblos
deshabitados, donde “nadie queda ya / entre los adobes”. Precioso es el guiño a
las Soledades de Góngora en “En campo de zafiros”; y la hondura casi
metafísica de “Si la nieve resbala” pide
un metro elegíaco. O quizás sea yo quien está equivocado y la poesía sea
siempre juguete y caramelo para el niño y certeza de acíbar para el hombre.