En la habitación del insomne “alfa” una luz tras la
persiana medio abierta cuartea la compacta oscuridad del bloque de edificios.
Siempre es la misma ventana, cada noche. Desde la atalaya de mi alféizar otros
pisos de otros insomnes reclaman también mi atención aunque no del mismo modo.
Son insomnes previsibles: un bulto apoltronado en un sillón empina la misma
botella de todas las noches mientras las ráfagas intermitentes de un televisor
que ni siquiera mira, iluminan su silueta panzuda y descamisada; en el otro
edificio una mujer aparentemente joven se acerca a su teléfono, y como cada
noche, posa su mano sobre el auricular en ademán de descolgar, titubea,
descuelga, marca unos números que alguna vez completa y cuelga rápidamente antes
de desmoronarse sobre el aparato; mientras, el vecino de la esquina, una noche
más, inclina su cabeza repetidas veces sobre un espejo que ha colocado sobre la
mesa; al rato, tumbado, se le ve mover los brazos rítmicamente y, tras un
espasmo que le deja rígido durante unos segundos, eyacula su soledad sobre la moqueta y se
duerme. A esa hora, el insomne a quien están a punto de desahuciar merodea su
balcón mientras apura el enésimo cigarrillo; luego, como todas las noches,
lanza la colilla a la calle y se queda muy quieto observando su caída
fijamente, con atención obsesiva, hasta que la colilla toca el asfalto.
Pero el insomne “alfa” es diferente. Nunca le he visto
el rostro. Lo que le convierte en un insomne peculiar es que, cada minuto y
medio, aproximadamente, y durante gran parte de la madrugada, salen arrojadas
desde su ventana unas bolas de papel arrugadas. Por la mañana, la acera amanece
cubierta de estas bolas de papel que el barrendero de mi barrio, ya algo picado
con la situación, se afana en recoger en su capazo con la demás basura, no sin
antes echar una mirada rencorosa a los balcones de arriba. Vencido por la
curiosidad, una noche decidí acercarme a la acera del insomne “alfa” cuando
éste ya había apagado la luz de su habitación y antes de que llegase el
barrendero. Llevé conmigo una bolsa mediana para hacer acopio de los deshechos
y poder examinarlos con calma en mi casa. Al regresar y restaurar los papeles a
su estado original, descubrí que las bolas pertenecían a las páginas de un
libro. Todas eran del mismo libro porque pude ordenarlas según los números de
página y el relato, efectivamente, tenía sentido.
A los dos días de esto, hallaron al insomne de los cigarros, descoyuntado
sobre la acera. Entre los curiosos que se acercaron a observar el levantamiento
del cadáver, estaban mis otros vecinos insomnes: el hombre grueso apestando a
vino; la mujer del teléfono, con los ojos hinchados; el vecino de la esquina
con la mirada turbia; y un chico joven muy delgado, sin cabello, sentado en una
silla de ruedas, que sujetaba en el regazo un libro de Dostoyevski
excesivamente menguado para ser de Dostoyevski. Imaginé su biblioteca repleta
de libros alineados en los anaqueles únicamente con sus cubiertas. Y pensé que todos
mis vecinos insomnes son algo parecido a eso: sólo las portadas de un libro que
jamás quisieron escribir y cuyo contenido arrojarían de buena gana por la
ventana, como hace el insomne “alfa”
cada noche.
Esta noche mis insomnes han cambiado sus hábitos. Las
luces tras sus ventanas siguen encendidas pero hoy han querido darse la
oportunidad de asirse a otras vidas. No hay televisor, ni teléfono, ni espejos
de azogues blancos. Todos esta noche leen. En mi mesita también espera un
libro. Acomodado en el cobijo muelle de mi almohada, las hojas del libro
crepitan bajo mis dedos cuando las vuelvo. Entre el silencio sofocante de esta
noche de verano, los grillos cesan su canto cada minuto y medio, coincidiendo
con el sonido leve de unas bolas de papel arrugadas al caer. Yo sonrío con
melancolía. Y se me antoja que en ese sonido, como de nieve antigua que cae,
resiste el pálpito de la vida sus miserias agarrado al sagrado acto de quien
sostiene entre sus manos un libro amigo.
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