Para
los que mediamos la treintena, no es fácil hablar de Adolfo Suárez. Durante su
primer gobierno de transición ni siquiera habíamos nacido; y su segunda etapa,
ya elegido en las primeras elecciones generales tras la dictadura, coincidió
también con la feliz inconsciencia de nuestra primera infancia. Si la
democracia estaba en pañales, los de mi generación compartíamos sus balbuceos. A
mí me cuesta hablar de Adolfo Suárez porque siento que no me corresponde. Su
figura es lo que dicen mis mayores, lo que cuentan los libros de Historia, los
periódicos, los reportajes televisivos. Uno prefiere callarse y esperar a que
su grandiosa presencia se imponga sola en ese barbecho de la memoria que
aguarda la germinación de los grandes descubrimientos. Y, sin embargo, hijos de
la Constitución como somos (yo nací el mismo 1978), mi generación es la que,
fundamentalmente ha recibido su legado (con el deterioro de los que no han
sabido seguir su estela) y, por lo tanto, los que más debiéramos volcarnos en
manifestar nuestro agradecimiento. A los de mi quinta la democracia nos ha
venido de serie. Nacimos y la democracia ya estaba allí. Quizás por ello
tendemos a veces a pensar que los derechos que disfrutamos son inmanentes al
mero hecho de ser y estar en el mundo (idea que suscribo) pero no tanto a
pensar que surgieron por el coraje de los que nos antecedieron. Al oír a
alguien decir que no votará en las próximas elecciones porque “pasa del tema”,
siento una enorme tristeza al recordar el rostro sufriente pero luego
felizmente aliviado de Suárez, aquel 5 de julio de 1976 cuando las Cortes
aprobaban el Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas; o la valentía heroica
del presidente al permanecer digno en su escaño, durante el asalto golpista del
23F; o la mirada siempre limpia y honesta, rebosante de ilusión y nobleza, cuya
luz llenaba la pantalla toda del televisor. Por Suárez he sentido siempre una
fascinación como pocas.
Es
llamativo el proceso de beatificación que Suárez está recibiendo tras su muerte
cuando en vida caminó tan solo. Muchos de los que ahora lo alaban, se le
opusieron furibundamente, tanto desde la izquierda, como desde la derecha;
tanto la Iglesia como los militares. Fue denostado por todos, incluso por su
propio partido. El día que se supo que el Rey le nombraba presidente del
Gobierno, el entonces prestigioso periodista Emilio Romero escribía en tono de
chanza: “Santa Teresa ha hecho otro milagro”, en alusión al origen abulense de
Suárez y al escepticismo que su nombramiento generaba. Otro insigne escritor,
menos místico que Santa Teresa, vino también en su socorro. El 9 de junio de
1976, en su discurso sobre la Ley de Asociaciones, Suárez termina citando unos
versos de Antonio Machado:
Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.
“Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito
hombres de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana –ni el ayer-,
escrito”.
Pertenecen al poema “El dios ibero”, de Campos de Castilla. En él el poeta sevillano, se debate entre la rebeldía a un dios tirano y castigador y la sumisión resignada a la ventura que éste le depare, para concluir en el “hombre ibero de la recia mano” dueño de su libertad y de su destino. En nuestra España, el “hombre ibero de la recia mano” ha sido Adolfo Suárez. Él abrió con sus manos las besanas de nuestra tierra para que los españoles pudiéramos ararla, despojándola de “cardos, abrojos y bardanas”. Y en ello estamos aún. Emilio Romero se equivocaba. El milagro de Santa Teresa no fue que Suárez saliera presidente. El verdadero milagro es que en España aparezca un político que remotamente pudiera parecérsele.