Los que se dedican a la interesante bagatela de
investigar el origen de determinadas expresiones del habla cotidiana, dicen que
la frase hecha “andar con pies de plomo” procede de las botas fabricadas con
ese metal que usan los buzos para desplazarse con seguridad por el fondo del
mar. Hay quien la atribuye a las botas de los primeros hombres en pisar la
luna, que evitaban, por su peso, las peligrosas eventualidades de la gravedad.
Si buceamos nosotros también por el lenguaje o si decidimos dejar nuestra huella
en el polvo lunar de nuestro idioma, habremos igualmente de calzarnos los pies
de plomo y ataviarnos asimismo con la escafandra y con toda suerte de
indumentaria que nos proteja del zarandeo de las corrientes marinas de los
lectores o de la liviana gravedad de sus aseveraciones críticas. Habrá que
escribir pues, también, con pies de plomo. Porque de un tiempo a esta parte
vivimos bajo el imperio de la literalidad. La metáfora y el sentido figurado
han muerto. Y los que no sabemos –y no queremos– escribir con el estilo de los
prospectos de los medicamentos, asistimos al sepelio con más estupor que
indignación. El estupor que resulta de comprobar la cantidad de imbéciles que
se mueven por el mundo con la vitola del buenismo y de lo políticamente correcto como bandera. Por
cierto, ya que hablamos de la luna, los astronautas que pisaron por primera vez
nuestro satélite colocaron un travesaño horizontal en la parte superior de la
bandera americana para que no se cayera y diese sensación de movimiento, pues ya
se sabe que en la luna no hay viento. Cuántos travesaños no habrá colocado
también en los estandartes de su buenismo pueril toda esa caterva de adalides
“bienintencionados” para seguir viviendo del cuento. Si Mecano incluye en la
letra de su canción “Quédate en Madrid” la expresión “mariconez” (“siempre los
cariñitos me han parecido una mariconez”, dice el texto), llega el triunfito de
turno para decir que eso es una falta de respeto al colectivo gay. Algunas
veces me he ido a tomar algo con Ana, una compañera del instituto donde trabajé
y ésta me reprochaba, en broma, que mientras ella se pedía una cerveza, yo me
pidiera “mariconadas” como una clara. “Para mi compañero, la mariconada de
siempre” –le decía al camarero–. Y el camarero y yo reíamos el chascarrillo sin
pensar en ningún momento que me estuviera colocando en la acera de enfrente
(reubicación, por otra parte, con la que no tendría ningún problema, ya ven que
yo también me tomo mis precauciones por si acaso), ni que menoscabara mi
heterosexualidad pedirse una cerveza con limonada. He conocido a pocas personas
tan comprometidas con las causas sociales como mi compañera Ana. Pero a ella no
le hacía falta exhibirse (colocar el travesaño en la bandera) con el lenguaje.
La avalaba la nobleza de sus pensamientos y de sus actos. Hoy todo escrito
tiene que estar trufado de paréntesis, incisos, aclaraciones y matizaciones,
por si ofendemos a alguien sin querer, atentando contra la propia fluidez del
texto. Uno empieza a escribir y ya casi está pidiendo disculpas. El estilo
literario renuncia a la fantasía del lenguaje, se encorseta en el envaramiento
de la precisión. Si el hombre descubrió el fuego hay que matizar: también lo
hizo la mujer. Si aquello no lo sabe ni dios, quizás atento contra las
creencias religiosas y la infalibilidad omnipotente de la divinidad. Y ya no sé
si debo escribir “dios” con minúscula o mayúscula porque decida lo que decida,
voy a ofender a alguien. Vayamos, pues, con pies de plomo. Seamos literales: la
“P” con la “A”, PA. Para contentar a la bandera ondeante de los lunáticos.
Aunque en la luna no haya viento.
A Ana Reyes, con mi recuerdo y cariño. Pero sin
mariconadas.