lunes, 29 de octubre de 2018

420. La "P" con la "A": "PA"



Los que se dedican a la interesante bagatela de investigar el origen de determinadas expresiones del habla cotidiana, dicen que la frase hecha “andar con pies de plomo” procede de las botas fabricadas con ese metal que usan los buzos para desplazarse con seguridad por el fondo del mar. Hay quien la atribuye a las botas de los primeros hombres en pisar la luna, que evitaban, por su peso, las peligrosas eventualidades de la gravedad. Si buceamos nosotros también por el lenguaje o si decidimos dejar nuestra huella en el polvo lunar de nuestro idioma, habremos igualmente de calzarnos los pies de plomo y ataviarnos asimismo con la escafandra y con toda suerte de indumentaria que nos proteja del zarandeo de las corrientes marinas de los lectores o de la liviana gravedad de sus aseveraciones críticas. Habrá que escribir pues, también, con pies de plomo. Porque de un tiempo a esta parte vivimos bajo el imperio de la literalidad. La metáfora y el sentido figurado han muerto. Y los que no sabemos –y no queremos– escribir con el estilo de los prospectos de los medicamentos, asistimos al sepelio con más estupor que indignación. El estupor que resulta de comprobar la cantidad de imbéciles que se mueven por el mundo con la vitola del buenismo y de  lo políticamente correcto como bandera. Por cierto, ya que hablamos de la luna, los astronautas que pisaron por primera vez nuestro satélite colocaron un travesaño horizontal en la parte superior de la bandera americana para que no se cayera y diese sensación de movimiento, pues ya se sabe que en la luna no hay viento. Cuántos travesaños no habrá colocado también en los estandartes de su buenismo pueril toda esa caterva de adalides “bienintencionados” para seguir viviendo del cuento. Si Mecano incluye en la letra de su canción “Quédate en Madrid” la expresión “mariconez” (“siempre los cariñitos me han parecido una mariconez”, dice el texto), llega el triunfito de turno para decir que eso es una falta de respeto al colectivo gay. Algunas veces me he ido a tomar algo con Ana, una compañera del instituto donde trabajé y ésta me reprochaba, en broma, que mientras ella se pedía una cerveza, yo me pidiera “mariconadas” como una clara. “Para mi compañero, la mariconada de siempre” –le decía al camarero–. Y el camarero y yo reíamos el chascarrillo sin pensar en ningún momento que me estuviera colocando en la acera de enfrente (reubicación, por otra parte, con la que no tendría ningún problema, ya ven que yo también me tomo mis precauciones por si acaso), ni que menoscabara mi heterosexualidad pedirse una cerveza con limonada. He conocido a pocas personas tan comprometidas con las causas sociales como mi compañera Ana. Pero a ella no le hacía falta exhibirse (colocar el travesaño en la bandera) con el lenguaje. La avalaba la nobleza de sus pensamientos y de sus actos. Hoy todo escrito tiene que estar trufado de paréntesis, incisos, aclaraciones y matizaciones, por si ofendemos a alguien sin querer, atentando contra la propia fluidez del texto. Uno empieza a escribir y ya casi está pidiendo disculpas. El estilo literario renuncia a la fantasía del lenguaje, se encorseta en el envaramiento de la precisión. Si el hombre descubrió el fuego hay que matizar: también lo hizo la mujer. Si aquello no lo sabe ni dios, quizás atento contra las creencias religiosas y la infalibilidad omnipotente de la divinidad. Y ya no sé si debo escribir “dios” con minúscula o mayúscula porque decida lo que decida, voy a ofender a alguien. Vayamos, pues, con pies de plomo. Seamos literales: la “P” con la “A”, PA. Para contentar a la bandera ondeante de los lunáticos. Aunque en la luna no haya viento.

A Ana Reyes, con mi recuerdo y cariño. Pero sin mariconadas.


lunes, 22 de octubre de 2018

419. De todos. De nadie.



Siempre he pensado que la Literatura no tiene dueño. Ni siquiera cuando conocemos el nombre del autor individual que dio vida a una obra. Los textos, cuando terminan de escribirse y se dan a la imprenta y se hacen libros, ya no pertenecen a su creador, son patrimonio de los lectores. El escritor acaba la novela o los versos con los que ha estado conviviendo quizás algunos años, que han sido, tal vez, asidero de su supervivencia, y luego los cede al mundo y a las azarosas vicisitudes de su existencia independiente. Y desde la dolorosa atalaya de su desprendimiento, contempla con nostalgia –o con alivio– cómo su historia deja de ser suya para ser de todos.
Si esto ocurre con la literatura de autor, imagínense qué otro tanto pasará con la literatura tradicional de carácter oral, esa que nace anónima de las entrañas del pueblo y que forma parte del imaginario colectivo. Nadie podría arrogarse nunca su propiedad y aquel que lo hiciera, es seguro que lo haría con algún tipo de intención espuria. Hago esta reflexión después de visionar la excelente película Cold War, recién estrenada en las carteleras de nuestros cines. En ella, un grupo de folcloristas polacos recorre el país para recolectar las viejas canciones que el pueblo ha ido heredando de generación en generación desde tiempo inmemorial, algo así como aquel mítico viaje de novios que emprendieran Menéndez Pidal y María Goyri por tierras de Castilla. El objetivo es crear un coro profesional que dé difusión a ese tesoro y homenajee la riqueza del acervo popular. Es maravilloso escuchar las letras de todas esas canciones, cantadas por las encantadoras y risueñas muchachas polacas ataviadas con sus vestidos regionales, con la frescura de sus letras y la lozanía rústica de sus melodías, especialmente cuando canta Joanna Kulig, la actriz que da vida a la protagonista, cuya juventud desbordante y subyugadora tan bien casa con la gallardía de aquellas tonadas. Pero estamos en plena Guerra Fría, como reza el título, y el régimen comunista obliga a la agrupación coral a transformar aquellas letras en una apología del estalinismo. Resulta llamativo cómo, a partir de ese momento, la deliciosa frondosidad abigarrada de aquellas canciones, se torna lúgubre y grave, al servicio de los himnos patrios. Despojadas de su filiación primigenia, instrumentalizadas por la política, aquellas canciones adulteradas son trasunto también de la desorientación identitaria de los dos principales personajes de la cinta. Su deserción y huida de Polonia a París no es más que una búsqueda de ese centro de gravedad perdido. Pero en la capital francesa, Zula y Víktor se ganarán la vida cantando aquellas mismas canciones adaptándolas a los gustos de esa otra Europa, traducirán las letras al francés, serán sometidas a los arreglos que impone el jazz y volverán, especialmente Zula, a sentirse agraviados y humillados en aquella desvirtualización de las esencias de su pueblo. Y volver a Polonia, como se verá, no es una opción tras la deserción.
La película, rodada en blanco y negro, es de una belleza arrebatadora, fotograma a fotograma. Y más allá de su dramática historia de amor, reivindica la libertad de la creación artística lejos de las proclamas ideológicas y de la apropiación ilegítima que éstas hacen de la cultura.  Porque la Literatura es de todos. Y de nadie.

Al poeta Ramón García Mateos, que me enseñó que “la copla es pasión y sentimiento volando libremente hacia la nada, abriéndose en canción, grito, paisaje, dejándonos la voz entrecortada”.

lunes, 15 de octubre de 2018

418. Don Quijote, yo sí te creo.



No se sale indemne de la Cueva de Montesinos. Uno quisiera, al regresar de la sima, acomodar los ojos a la cegadora luz del exterior, recuperar la lucidez y no decir tonterías. Pero es imposible. Una suerte de atolondramiento se instala en nuestra conciencia y nos impide articular cuatro palabras coherentes. Durante los primeros minutos tras la salida, guardamos un mutismo cómplice con nuestra recién inoculada locura. No debemos contar lo que hemos visto, si no queremos que los cuerdos con los que nos reencontramos afuera nos miren con compasiva prevención y desconfianza.
Y sí: la oferta turística del folleto decía que la visita duraba una hora. Pero ¿quién duda que estuvimos allí abajo mucho más tiempo? ¿Días quizás? Y sí: los cuerdos te dicen que aquella figura impresa en la roca la ha formado caprichosamente el carbonato cálcico. Pero ¿quién duda que aquel era el mismísimo Montesinos con sus blancas y luengas barbas? Y sí: los sensatos repiten que aquella oquedad es el resultado azaroso de años de erosión y humedad. ¿Cómo no son capaces de ver que allí se halla el sepulcro de Durandarte y, tendido sobre él, Durandarte mismo con el pecho abierto? Aquí y allá desfilan algunas sombras por la caverna. Otros turistas, dicen los juiciosos. Pero ya sabemos que es la cohorte de la bella Belerma, que transporta el corazón ajado del caballero. Y aquellas otras que pasan de largo sin mirarnos son, sin duda, Dulcinea y su séquito encantado de labradoras.
Si Miguel de Cervantes bajó a esta sima para refrescarse del sol implacable de Castilla y a beber el agua de sus acuíferos, dándose una tregua en su ingrata tarea de recaudador de impuestos, es seguro que en la cueva se encontró con Merlín y que con él cerró algún tipo de pacto. Libróse así del encantamiento a que había sometido a todos aquellos espíritus del Romancero. Quizás el pago que Cervantes tuvo que abonar al pérfido mago fue verse abocado al fracaso literario a cambio de la libertad. Pero hay contrahechizos más poderosos que cualquier sortilegio. Y Cervantes empezó a romper el maleficio en otra cueva. Encerrado en la prisión de la casa de Medrano, en Argamasilla de Alba, se conjuró, pluma en ristre, contra las artes de Merlín. Y volvió a la cueva de Montesinos encarnado en Don Quijote, que había de sobrevivirle, y puso en su boca todo lo que en la cueva había visto. Sancho no creyó una palabra de su señor, aunque eso no le impidió ofrecer luego su sarta de mentiras a lomos de Clavileño. Don Quijote, entonces, se tomó cumplida revancha y respondió a su escudero: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”.
Y doy fe. Todo lo que el valeroso caballero andante don Quijote de la Mancha dijo haber visto en la Cueva de Montesinos es rigurosamente cierto. Los cuerdos me tomarán por persona de plomos fundidos y no me creerán un ardite. Pero ¿qué valor tiene el aval de un cuerdo? Juro por mi honor que vi todo lo que nuestro héroe contó punto por punto. Y juro que mientras allí estuve, a cien brazas de profundidad,  todo aquello me pareció más cierto y real que el sueño de la existencia que andamos. Querido Don Quijote, yo sí te creo. Porque en ello me va la vida.



A Jose,  Mª Carmen, Fabio, Claudia, Mª José y Bea, que bajaron conmigo a la Cueva de Montesinos y pueden dar fe de que no soy hombre loco.

lunes, 1 de octubre de 2018

417. Descatalogados



Hay repartida por el mundo una legión de libros desahuciados tratando de sobrevivir en la intemperie tras haberles notificado los usureros del tiempo y del olvido que ya forman parte de esa caravana del exilio editorial en la que se arrastra, como una afrenta, el terrible estigma de los libros descatalogados. Los buscamos en las librerías ordinarias y el librero se afana en la pantalla del ordenador para hallar el título en la base de datos. Mientras, el comprador escruta el rostro del empleado y adivina ya, en su expresión contrariada, la noticia fatal. Cuando al fin consigue dar con él, una mueca misericordiosa confirma la defunción. El título en la pantalla del ordenador es ya, tan sólo, un epitafio o un responso.
Entretanto, las fantasmagorías errantes de estos libros deambulan por el limbo de las librerías de viejo o entre los cachivaches de los rastrillos de cualquier plazoleta y humillan los harapos de sus cubiertas fatigadas y los andrajos de sus páginas gastadas a la mirada compasiva o desdeñosa de los cazadores de gangas. Asisten luego, ofendidos, al vejatorio regateo por el precio que los degrada. Otros guardan su reposo en las casas de beneficencia de las bibliotecas y languidecen en los nichos de los anaqueles hasta que alguien decide invocarlos a la vida; algunos, en cambio, yacen inconscientes en los depósitos de los sótanos porque hace años que ya nadie los reclama.
Se estima que en Estados Unidos existen más de seis millones de libros descatalogados. No he logrado averiguar cuántos existen en España, quizás porque nadie se ha querido molestar en hacer el luctuoso cómputo de los muertos. Se habla de la digitalización de todos ellos para ofrecerles, como Dios a los judíos, su tierra prometida de promisión de lectores. Y, sin embargo, esa nación virtual sigue teniendo algo de limbo, como todo lo que se refiere a Internet. Quizás muchos de estos libros deseen antes desaparecer en las empresas de reciclaje. Éstas pagan unos ochenta euros por una tonelada de libros, el equivalente a mil libros, y hacen con ellos pasta de papel o papel para los periódicos. En su reencarnación, estos libros olvidan quiénes fueron y se redimen de su condición mendicante. De otros, da buena cuenta la trituradora.
Y hablando de limbos, ¿en cuáles de ellos se hallan los libros que aún no se han publicado? Los “incatalogados”, si se me permite el neologismo. Los que aguardan su oportunidad en el cajón de un escritorio, embriones que duermen en la placenta de una barata encuadernación de canutillo o en el archivo de un ordenador. Los que se destruyen en los premios literarios que no se ganan o en las editoriales que les denegaron la cédula de existencia. Abortos de libros practicados en el quirófano de los arbitrarios escrutinios de los departamentos de lectura y su comité de sabios mercantilistas. Los libros como aquellas maduras muchachas solteronas de otros tiempos, acicalándose cada día para mantener una belleza ya ajada, marchitándose a la espera del pretendiente que las libere de la autoridad paterna.  Pero, ¿quién sabe? Quizás estos libros “incatalogados” estén mejor instalados en su ingenua y perpetua esperanza de nacimiento, siempre asidos a su brizna de promesas y sueños, antes que vivir una vida efímera y acabar en el cementerio ambulante  de los unavezlibros, de los yanolibros, de los erráticos espectros de los libros descatalogados.