lunes, 15 de octubre de 2018

418. Don Quijote, yo sí te creo.



No se sale indemne de la Cueva de Montesinos. Uno quisiera, al regresar de la sima, acomodar los ojos a la cegadora luz del exterior, recuperar la lucidez y no decir tonterías. Pero es imposible. Una suerte de atolondramiento se instala en nuestra conciencia y nos impide articular cuatro palabras coherentes. Durante los primeros minutos tras la salida, guardamos un mutismo cómplice con nuestra recién inoculada locura. No debemos contar lo que hemos visto, si no queremos que los cuerdos con los que nos reencontramos afuera nos miren con compasiva prevención y desconfianza.
Y sí: la oferta turística del folleto decía que la visita duraba una hora. Pero ¿quién duda que estuvimos allí abajo mucho más tiempo? ¿Días quizás? Y sí: los cuerdos te dicen que aquella figura impresa en la roca la ha formado caprichosamente el carbonato cálcico. Pero ¿quién duda que aquel era el mismísimo Montesinos con sus blancas y luengas barbas? Y sí: los sensatos repiten que aquella oquedad es el resultado azaroso de años de erosión y humedad. ¿Cómo no son capaces de ver que allí se halla el sepulcro de Durandarte y, tendido sobre él, Durandarte mismo con el pecho abierto? Aquí y allá desfilan algunas sombras por la caverna. Otros turistas, dicen los juiciosos. Pero ya sabemos que es la cohorte de la bella Belerma, que transporta el corazón ajado del caballero. Y aquellas otras que pasan de largo sin mirarnos son, sin duda, Dulcinea y su séquito encantado de labradoras.
Si Miguel de Cervantes bajó a esta sima para refrescarse del sol implacable de Castilla y a beber el agua de sus acuíferos, dándose una tregua en su ingrata tarea de recaudador de impuestos, es seguro que en la cueva se encontró con Merlín y que con él cerró algún tipo de pacto. Libróse así del encantamiento a que había sometido a todos aquellos espíritus del Romancero. Quizás el pago que Cervantes tuvo que abonar al pérfido mago fue verse abocado al fracaso literario a cambio de la libertad. Pero hay contrahechizos más poderosos que cualquier sortilegio. Y Cervantes empezó a romper el maleficio en otra cueva. Encerrado en la prisión de la casa de Medrano, en Argamasilla de Alba, se conjuró, pluma en ristre, contra las artes de Merlín. Y volvió a la cueva de Montesinos encarnado en Don Quijote, que había de sobrevivirle, y puso en su boca todo lo que en la cueva había visto. Sancho no creyó una palabra de su señor, aunque eso no le impidió ofrecer luego su sarta de mentiras a lomos de Clavileño. Don Quijote, entonces, se tomó cumplida revancha y respondió a su escudero: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”.
Y doy fe. Todo lo que el valeroso caballero andante don Quijote de la Mancha dijo haber visto en la Cueva de Montesinos es rigurosamente cierto. Los cuerdos me tomarán por persona de plomos fundidos y no me creerán un ardite. Pero ¿qué valor tiene el aval de un cuerdo? Juro por mi honor que vi todo lo que nuestro héroe contó punto por punto. Y juro que mientras allí estuve, a cien brazas de profundidad,  todo aquello me pareció más cierto y real que el sueño de la existencia que andamos. Querido Don Quijote, yo sí te creo. Porque en ello me va la vida.



A Jose,  Mª Carmen, Fabio, Claudia, Mª José y Bea, que bajaron conmigo a la Cueva de Montesinos y pueden dar fe de que no soy hombre loco.

1 comentario:

Javier Angosto dijo...

¡Grande, Píramo! Y, por cierto, en este episodio del QUIJOTE Jorge Edwards ve el nacimiento del "realismo mágico".