No se sale indemne de la Cueva de Montesinos. Uno
quisiera, al regresar de la sima, acomodar los ojos a la cegadora luz del
exterior, recuperar la lucidez y no decir tonterías. Pero es imposible. Una
suerte de atolondramiento se instala en nuestra conciencia y nos impide
articular cuatro palabras coherentes. Durante los primeros minutos tras la
salida, guardamos un mutismo cómplice con nuestra recién inoculada locura. No
debemos contar lo que hemos visto, si no queremos que los cuerdos con los que
nos reencontramos afuera nos miren con compasiva prevención y desconfianza.
Y sí: la oferta turística del folleto decía que la
visita duraba una hora. Pero ¿quién duda que estuvimos allí abajo mucho más
tiempo? ¿Días quizás? Y sí: los cuerdos te dicen que aquella figura impresa en
la roca la ha formado caprichosamente el carbonato cálcico. Pero ¿quién duda
que aquel era el mismísimo Montesinos con sus blancas y luengas barbas? Y sí:
los sensatos repiten que aquella oquedad es el resultado azaroso de años de
erosión y humedad. ¿Cómo no son capaces de ver que allí se halla el sepulcro de
Durandarte y, tendido sobre él, Durandarte mismo con el pecho abierto? Aquí y
allá desfilan algunas sombras por la caverna. Otros turistas, dicen los
juiciosos. Pero ya sabemos que es la cohorte de la bella Belerma, que
transporta el corazón ajado del caballero. Y aquellas otras que pasan de largo
sin mirarnos son, sin duda, Dulcinea y su séquito encantado de labradoras.
Si Miguel de Cervantes bajó a esta sima para
refrescarse del sol implacable de Castilla y a beber el agua de sus acuíferos,
dándose una tregua en su ingrata tarea de recaudador de impuestos, es seguro
que en la cueva se encontró con Merlín y que con él cerró algún tipo de pacto.
Libróse así del encantamiento a que había sometido a todos aquellos espíritus
del Romancero. Quizás el pago que Cervantes tuvo que abonar al pérfido mago fue
verse abocado al fracaso literario a cambio de la libertad. Pero hay
contrahechizos más poderosos que cualquier sortilegio. Y Cervantes empezó a
romper el maleficio en otra cueva. Encerrado en la prisión de la casa de
Medrano, en Argamasilla de Alba, se conjuró, pluma en ristre, contra las artes
de Merlín. Y volvió a la cueva de Montesinos encarnado en Don Quijote, que
había de sobrevivirle, y puso en su boca todo lo que en la cueva había visto.
Sancho no creyó una palabra de su señor, aunque eso no le impidió ofrecer luego
su sarta de mentiras a lomos de Clavileño. Don Quijote, entonces, se tomó
cumplida revancha y respondió a su escudero: “Sancho, pues vos queréis que se
os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo
que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”.
Y doy fe. Todo lo que el valeroso caballero andante
don Quijote de la Mancha dijo haber visto en la Cueva de Montesinos es
rigurosamente cierto. Los cuerdos me tomarán por persona de plomos fundidos y
no me creerán un ardite. Pero ¿qué valor tiene el aval de un cuerdo? Juro por
mi honor que vi todo lo que nuestro héroe contó punto por punto. Y juro que
mientras allí estuve, a cien brazas de profundidad, todo aquello me pareció más cierto y real que
el sueño de la existencia que andamos. Querido Don Quijote, yo sí te creo.
Porque en ello me va la vida.
A Jose, Mª
Carmen, Fabio, Claudia, Mª José y Bea, que bajaron conmigo a la Cueva de
Montesinos y pueden dar fe de que no soy hombre loco.
¡Grande, Píramo! Y, por cierto, en este episodio del QUIJOTE Jorge Edwards ve el nacimiento del "realismo mágico".
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