Hay repartida por el mundo una legión de libros
desahuciados tratando de sobrevivir en la intemperie tras haberles notificado
los usureros del tiempo y del olvido que ya forman parte de esa caravana del
exilio editorial en la que se arrastra, como una afrenta, el terrible estigma
de los libros descatalogados. Los buscamos en las librerías ordinarias y el
librero se afana en la pantalla del ordenador para hallar el título en la base
de datos. Mientras, el comprador escruta el rostro del empleado y adivina ya,
en su expresión contrariada, la noticia fatal. Cuando al fin consigue dar con
él, una mueca misericordiosa confirma la defunción. El título en la pantalla
del ordenador es ya, tan sólo, un epitafio o un responso.
Entretanto, las fantasmagorías errantes de estos
libros deambulan por el limbo de las librerías de viejo o entre los cachivaches
de los rastrillos de cualquier plazoleta y humillan los harapos de sus
cubiertas fatigadas y los andrajos de sus páginas gastadas a la mirada
compasiva o desdeñosa de los cazadores de gangas. Asisten luego, ofendidos, al
vejatorio regateo por el precio que los degrada. Otros guardan su reposo en las
casas de beneficencia de las bibliotecas y languidecen en los nichos de los
anaqueles hasta que alguien decide invocarlos a la vida; algunos, en cambio,
yacen inconscientes en los depósitos de los sótanos porque hace años que ya
nadie los reclama.
Se estima que en Estados Unidos existen más de seis
millones de libros descatalogados. No he logrado averiguar cuántos existen en España,
quizás porque nadie se ha querido molestar en hacer el luctuoso cómputo de los
muertos. Se habla de la digitalización de todos ellos para ofrecerles, como
Dios a los judíos, su tierra prometida de promisión de lectores. Y, sin
embargo, esa nación virtual sigue teniendo algo de limbo, como todo lo que se
refiere a Internet. Quizás muchos de estos libros deseen antes desaparecer en
las empresas de reciclaje. Éstas pagan unos ochenta euros por una tonelada de
libros, el equivalente a mil libros, y hacen con ellos pasta de papel o papel
para los periódicos. En su reencarnación, estos libros olvidan quiénes fueron y
se redimen de su condición mendicante. De otros, da buena cuenta la
trituradora.
Y hablando de limbos, ¿en cuáles de ellos se hallan
los libros que aún no se han publicado? Los “incatalogados”, si se me permite
el neologismo. Los que aguardan su oportunidad en el cajón de un escritorio,
embriones que duermen en la placenta de una barata encuadernación de canutillo
o en el archivo de un ordenador. Los que se destruyen en los premios literarios
que no se ganan o en las editoriales que les denegaron la cédula de existencia.
Abortos de libros practicados en el quirófano de los arbitrarios escrutinios de
los departamentos de lectura y su comité de sabios mercantilistas. Los libros
como aquellas maduras muchachas solteronas de otros tiempos, acicalándose cada
día para mantener una belleza ya ajada, marchitándose a la espera del
pretendiente que las libere de la autoridad paterna. Pero, ¿quién sabe? Quizás estos libros
“incatalogados” estén mejor instalados en su ingenua y perpetua esperanza de
nacimiento, siempre asidos a su brizna de promesas y sueños, antes que vivir
una vida efímera y acabar en el cementerio ambulante de los
unavezlibros, de los yanolibros, de los erráticos espectros de los libros
descatalogados.
¡Cuánta belleza melancólica rezuma este artículo! Y qué bien escrito está.
ResponderEliminarLa de patadas que pegué en su día para encontrar determinados libros descatalogados de Azorín. No existía aún internet, con su acceso a Iberlibro y a otras librerías milagrosas. Todavía recuerdo las broncas de mi madre cuando llegaban las facturas telefónicas con la ristra de números de las librerías consultadas por mí para conseguir esos libros del gran Azorín.
ResponderEliminar