Si una suerte de teología literaria crease un limbo
laico, ese sería, sin duda, Fantasmas de la ciudad (Candaya), el nuevo
libro de relatos de de Aitor Romero Ortega. Y es que por sus páginas desfilan
las almas en pena de unos personajes desnortados en busca siempre de una
redención que no llega. La redención puede llamarse identidad, conciencia de
uno mismo, restitución, centro de gravedad. Naima huye de una canción de John
Coltrane titulada como su propio nombre y se embarca en un nomadismo feroz sin
solución de continuidad; un huérfano viaja a Italia para establecer vínculos
con su padre fallecido a través de la literatura de Pavese, o quizás para
librarse de su sombra; Kubalita, el supuesto hijo ilegítimo del mítico jugador
del Barça, peregrina por los bares para contar a otros antihéroes urbanos su
glorioso abolengo, y luce la camiseta de su padre, aunque esta sea sólo una
burda reproducción; un escritor sin inspiración se abandona a la calle buscando
que la realidad le asista. También los personajes secundarios arrastran sus
harapos: el misterioso autoestopista de Alabama que aparece y desaparece como
una mota de polvo; el recepcionista de un hotel bosnio, que parece anclado en
la Yugoslavia anterior a la guerra; Bob Dylan, reconociendo que sería incapaz
de ganar un concurso de imitadores de sí mismo, como si él mismo fuera una
ficción. Muchos no tienen nombre o lo odian y se lo cambian, y andan por la
treintena, esa edad donde la madurez se vislumbra ya en el horizonte y, sin
embargo, no se han alcanzado todavía las promesas soñadas. La treintena: esa
intemperie. La búsqueda constante de esa plenitud identitaria convierte a los
personajes en viajeros perpetuos. La huida y el movimiento constante
constituyen una forma de vivir anclada únicamente en el presente, “como si
intuyese[n] que detenerse para mirar atrás es empezar a morir un poco” y
necesitasen “esquivar esa leve muerte a plazos”. Pero la búsqueda es siempre
infructuosa. El narrador del primer relato rastrea las huellas de Trotski en
Barcelona y tras una constelación de referentes culturales que le hacen
cruzarse con el revolucionario ruso, acaba topándose con Ramón Mercader, el
asesino de Trotski. La conlcusión es demoledora: “uno siempre quiere ser
Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader”. Quizás lo que los personajes
buscan es la ruina de sí mismos para volver a comenzar. Como la búsqueda es
baldía, los protagonistas se sumen muchas veces en la indolencia, la abulia, el
spleen baudeleriano, que es unas veces balsámico y otras autodestructivo.
Las ciudades que los acogen, por su parte, no les regalan su arraigo. Porque
ellas mismas son el limbo; porque ellas mismas son también fantasmas. La
despersonalización de las ciudades, la pérdida de su propia identidad fagocita
y anula a los personajes, ya de por sí perdidos y éstos, en una circularidad
atroz no reconocen los lugares que una vez visitaron o creen estar siempre en
la misma ciudad, como si su despersonalización las sincretizase a todas en un
mismo páramo. Descartada la ciudad como referente identitario, Naima acaba en
el yermo de la pampa argentina, como otro monstruo de Frankenstein en la
Antártida, o en Portbou, la no-ciudad por antonomasia, donde dice no hacer
nada. Como las ciudades son fantasmas, un muerto más, hay que inventarlas. Emilio,
el personaje del quinto relato que se dedica a escribir guías de viaje, dice
escribirlas sin haber visitado jamás la ciudad correspondiente. La
despersonalización de las ciudades es, en realidad, trasunto del fracasado
proyecto europeo. El Café Odeón y el barco Montserrat son fragmentos de la
Europa que pudo ser y nunca fue. Y en último término, si de buscar patrias
interiores se refiere, ninguna mejor que la cultura, aquella donde podemos
clavar nuestra pica sin temor. El libro se agarra a ese asidero con verdadera
devoción. Fantasmas de la ciudad está escrita con esa lírica de la
desolación que mece los corazones. Y el lector acepta gustoso el quite, y entra
en el limbo. Y se queda para siempre. Fantasmas también.
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