El problema de tener criterio propio en materia
literaria es que aquel no siempre coincide con el aceptado por la mayoría, con
eso que los cursis llaman el establishment. Una suerte de club en el que
todo el mundo quiere entrar aunque para ello se deba aparentar estar muy
interesado y muy puesto en los autores que el cenáculo ha consagrado
oficialmente para su adoración incondicional. Ocurre entonces que uno ya no
sabe si tiene atrofiado el intelecto, si ha perdido toda sensibilidad o si
pertenece a otra dimensión del espacio-tiempo pues al atribulado lector le es
imposible hallar en aquella idolatría libresca del insigne ateneo de sabios los
tesoros que éstos descubren en cada página escrita por su prócer, deificado y
venerado en los altares de las columnas periodísticas, de las tertulias
literarias, de las librerías outsiders. Y a mí ya me deben de estar
seduciendo algo, pues en las pocas líneas que llevo escritas hasta aquí atesoro
ya dos anglicismos muy chupiguays, de
esos que uno debe soltar en los corrillos que se producen tras la asistencia a
las presentaciones de libros. Pero no, la cursiva delata mi resistencia, del
mismo modo que mis silencios en esos corrillos de marras delatan mi perplejidad
ante los juicios hiperbólicos sobre autores que no me han dicho nunca nada o
que maldita la noticia que tengo de ellos. Y a ver quién es el guapo que se
pone contestatario ante estas verdades literarias nunca puestas en duda, cuando
todo quisque habla maravillas y los entendidos las ratifican en sus sesudas
reseñas. Tiene uno el riesgo de ser excomulgado de inmediato por su santísima
autoridad literaria y sacrificado a la pira de los necios incapaces de admirar
tamaño magisterio. Me pasa con Roberto Bolaño –¡oh, anatema!– y un poquito menos con Julio Cortázar –¡oh,
herejía!–. Si en nuestro tiempo uno no se considera bolañista convencido es
imposible sobrevivir en los nuevos casinos de la palabra. Existe, además, una
pléyade de autores que siempre estará en los decálogos de los bolañistas. Es
como una constelación necesaria y contingente, un sistema de relaciones
literarias inevitable. Hagan la prueba: busquen en Google a Roberto
Bolaño y comprobarán atónitos cómo el buscador le responde sugerente: “Otras
personas que buscaron a Roberto Bolaño, también buscan…” Y ahí aparece el
glorioso listado de autores afines, de los que yo salvaría a escasos cuatro o
cinco. Venga, a seis. Mejor no entrar en detalles del donoso escrutinio, no
vaya ser que pierda amistades, que no me inviten a presentar libros o que,
directamente, me lancen a aquel círculo noveno del infierno donde Dante colocó
a los traidores.
Juro que lo intento. Que escudriño cada frase, que me
sugestiono hasta creer haber hallado la piedra filosofal en aquel otro párrafo,
que invento –hasta creérmelas– sugestivas interpretaciones sobre el argumento
para darle la razón a toda esa gente entusiasta que no puede estar equivocada.
Pero no puedo. Frustrado, agarro el libro y lo cierro con un gesto, a veces de
desolación, a veces de agravio por la tomadura de pelo. Entonces, cuando creo
que mi brújula está desnortada sin remedio, me refugio en mis autores
favoritos, que aparecen mucho menos en los suplementos culturales y de los que
incomprensiblemente casi nunca se habla en los debates literarios, y respiro. Y
me reconcilio con la literatura y conmigo mismo. Y pienso –qué caray–, que no.
Que mi intelecto y mi sensibilidad parecen estar en buen estado de revista. Y
que no soy un bicho raro ni puedo estar tan equivocado. Y la brújula vuelve a
señalar el norte.
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