Cuando desde la crítica literaria se pondera el valor
de la autenticidad, sobre todo en aquellos casos donde se relatan sucesos
reales, no se hace tanto para destacar la prolijidad de los detalles
narrativos, su rigor argumental o documental, ni siquiera su verosimilitud. La
autenticidad tiene más que ver con la verdad experiencial, que puede emanar
tanto del contenido que se evoca como del propio proceso de escritura y su
trance a la hora de volcar sobre el papel la visceralidad de la que se nutren
las palabras. En ese sentido, lo auténtico es esa punzada imprecisa pero
certera de verdad donde lo literario se comporta como mero nigromante para
quedar trascendido luego por esa sinceridad radical que lo inunda todo en el
texto. Conviene, eso sí, que a esa franqueza inapelable y torrencial se le ciña
la brida de la contención para que su galope no levante la polvareda del
exceso, de la cursilería o del morbo en que tan fácil es incurrir cuando se
desbocan los corceles del alma.
Sirva todo este amplio preámbulo para concluir que El
dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández es, efectivamente, una obra
de una autenticidad deslumbrante, administrada con la dosificación que el
magisterio narrativo pero también la conciencia ética ejercen sobre un asunto
tan delicado y doloroso. Y es que la novela evoca el crimen real acaecido en la
Nochebuena de 1995, cometido por el mejor amigo del autor, quien asesinó a su
propia hermana y luego se suicidó tirándose por un barranco. La reconstrucción
de los hechos, que ocultan algunos pormenores aún oscuros, podría dar lugar a
una suerte de novela detectivesca con vericuetos insospechados que alumbraran
alguna sorpresa escondida tras la pátina de lo archivado o que reparase algún
agravio desapercibido en una investigación a la que se ha pegado carpetazo
demasiado rápido. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que todo el libro es,
en realidad, un registro personal del proceso de escritura, un cuaderno de
notas previas que, una vez ordenadas, debían convertirse en esa novela policíaca
que nunca se llegó a escribir porque lo importante ya no era la novela misma
sino las propias notas, la catarsis que el proyecto literario, en su estado
embrionario, estaba ejerciendo sobre el autor. Resulta que el embrión era, en
realidad, la criatura misma. La búsqueda de sí mismo y la reconciliación con su
tierra, esa huerta murciana que, a veces, y salvando las distancias, llega a
parecerse a aquella Albufera de Blasco Ibáñez, cuyo ambiente sofocante y
cerrado parece propiciar el advenimiento de las bajas pulsiones. Al libro lo
jalona, además, toda una serie de escrúpulos éticos sobre la conveniencia de
desenterrar el dolor de los demás, algo que me recordó un tanto a las
reticencias que Fernando Aramburu exponía en Patria a la hora de
escribir sobre ETA. Quizás por eso, Miguel Ángel Hernández halla en la
resurrección literaria de Rosi, la víctima del relato, un contrapunto a esas
reservas morales, y de algún modo le redime y le justifica. De todos modos,
nada puede reprochársele en ese particular al autor. Porque cuando Miguel Ángel
Hernández exhuma el dolor de los demás, cuando revive el miedo de tantas
personas aterradas por aquel suceso, está también tratando de curar el suyo.
Porque el dolor de los demás, es muchas veces, el dolor propio.
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