Me considero un asiduo a los encuentros literarios
donde se realizan veladas poéticas o donde se presentan libros de poesía. Sirve
para el reencuentro con los amigos con quienes compartimos nuestra común
afición por la literatura, para conocer en persona a los poetas que se admiran
o a los que no tenía el gusto (o el disgusto) de conocer y, sobre todo, para
escapar del ruido de afuera y sumergirse en la atmósfera, casi oracular, de la
palabra esencial. Cuando el poeta invitado recita sus poemas, se hace un silencio
reverencial en la sala, como si hasta las respiraciones pudieran mancillar la
ceremonia sagrada, y la feligresía se dispone a recibir la aspersión sanadora
del hisopo de los versos (aunque conviene no ponerse en primera fila para no
recibir otros bautismos procedentes de la vehemente pasión del vate).
Sin embargo, hay algunas de estas reuniones, que a
veces tienen trazas de conciliábulo, de donde salgo totalmente desazonado. Y
más que desazonado, me siento un absoluto ignorante. Y, aún diría más, un pobre
necio, corto de entendederas, torpe, inculto, falto de sensibilidad y casi
analfabeto. Esto sucede cuando escucho a los poetas que no entiendo, aquellos
que recitan sus versos y lo mismo podrían hacerlo en zulú porque habrían hecho
el mismo efecto en mi menguada sesera. Pero no me laceraría tanto esa sensación
de incompetencia comprensiva (uno tiene sus limitaciones y debe aceptarlas) si
no fuera porque, cuando miro a la concurrencia para tratar de buscar
solidaridad a mi perplejidad, la hallo, en cambio, en un estado de arrobamiento
semiorgásmico, asintiendo con la cabeza en cada verso, esbozando una sonrisa
cómplice de la que se infiere que todos ellos han captado los difíciles matices
de las palabras y han llegado poco menos que a la iluminación suprema; hay
quien suspira o emite interjecciones admirativas y, luego, acabada la
recitación, ahí es de ver con qué frenesí se aplaude al poeta. ¿De verdad soy
yo el único imbécil entre el público que no hay entendido una mierda de lo que
acaba de escuchar?
Admiro la inteligencia de toda esa gente. Yo, que
necesito leer los poemarios que reseño en el periódico al menos tres veces y
que lleno de anotaciones mis apuntes, tratando de hallar motivos recurrentes
que me permitan bucear con cierta intuición en la oscuridad de algunos versos,
me empequeñezco ante tanta lumbrera. Por eso, desde estas páginas, reivindico
la poesía para los tontos como yo. No la poesía facilona y prosaica de los
caraduras de turno, sino la buena poesía glosada. Aquella en la que un recital
está acompañado de las experiencias del autor que lo inspiraron o aquella en
cuyos libros se acompañe de notas interpretativas del propio poeta. Es verdad
que el poema exento puede tener autonomía propia y que es válido en sí mismo, y
que una vez que el poema es leído ya es propiedad del lector y que su
interpretación no tiene por qué coincidir con la voluntad primera del poeta; y
es verdad también que hay quien quiere leer poesía sin los prejuicios de las
notas aclaratorias. Pero, caray, hay libros que son imposibles para los tontos
como yo, libros que están excesivamente vinculados al universo hermético del
propio autor. Libros, probablemente hermosos, que abandono por pura
frustración. ¿Qué no harán con eso libros entonces, aquellos que ni siquiera tienen
la poesía como afición? ¿Podemos quejarnos, entonces, de los pocos lectores del
género? Y si alguien está en contra de las glosas de los poemas, siempre puede
no mirarlas para no sentirse condicionado. Seguramente no lo harían nunca los
asistentes extasiados a los que me he referido antes. Pero sean solidarios y
piensen que también existen y tienen derecho a la poesía los pobres tontos como
yo.