lunes, 26 de febrero de 2018

394. Poesía para tontos como yo



Me considero un asiduo a los encuentros literarios donde se realizan veladas poéticas o donde se presentan libros de poesía. Sirve para el reencuentro con los amigos con quienes compartimos nuestra común afición por la literatura, para conocer en persona a los poetas que se admiran o a los que no tenía el gusto (o el disgusto) de conocer y, sobre todo, para escapar del ruido de afuera y sumergirse en la atmósfera, casi oracular, de la palabra esencial. Cuando el poeta invitado recita sus poemas, se hace un silencio reverencial en la sala, como si hasta las respiraciones pudieran mancillar la ceremonia sagrada, y la feligresía se dispone a recibir la aspersión sanadora del hisopo de los versos (aunque conviene no ponerse en primera fila para no recibir otros bautismos procedentes de la vehemente pasión del vate).
Sin embargo, hay algunas de estas reuniones, que a veces tienen trazas de conciliábulo, de donde salgo totalmente desazonado. Y más que desazonado, me siento un absoluto ignorante. Y, aún diría más, un pobre necio, corto de entendederas, torpe, inculto, falto de sensibilidad y casi analfabeto. Esto sucede cuando escucho a los poetas que no entiendo, aquellos que recitan sus versos y lo mismo podrían hacerlo en zulú porque habrían hecho el mismo efecto en mi menguada sesera. Pero no me laceraría tanto esa sensación de incompetencia comprensiva (uno tiene sus limitaciones y debe aceptarlas) si no fuera porque, cuando miro a la concurrencia para tratar de buscar solidaridad a mi perplejidad, la hallo, en cambio, en un estado de arrobamiento semiorgásmico, asintiendo con la cabeza en cada verso, esbozando una sonrisa cómplice de la que se infiere que todos ellos han captado los difíciles matices de las palabras y han llegado poco menos que a la iluminación suprema; hay quien suspira o emite interjecciones admirativas y, luego, acabada la recitación, ahí es de ver con qué frenesí se aplaude al poeta. ¿De verdad soy yo el único imbécil entre el público que no hay entendido una mierda de lo que acaba de escuchar?

Admiro la inteligencia de toda esa gente. Yo, que necesito leer los poemarios que reseño en el periódico al menos tres veces y que lleno de anotaciones mis apuntes, tratando de hallar motivos recurrentes que me permitan bucear con cierta intuición en la oscuridad de algunos versos, me empequeñezco ante tanta lumbrera. Por eso, desde estas páginas, reivindico la poesía para los tontos como yo. No la poesía facilona y prosaica de los caraduras de turno, sino la buena poesía glosada. Aquella en la que un recital está acompañado de las experiencias del autor que lo inspiraron o aquella en cuyos libros se acompañe de notas interpretativas del propio poeta. Es verdad que el poema exento puede tener autonomía propia y que es válido en sí mismo, y que una vez que el poema es leído ya es propiedad del lector y que su interpretación no tiene por qué coincidir con la voluntad primera del poeta; y es verdad también que hay quien quiere leer poesía sin los prejuicios de las notas aclaratorias. Pero, caray, hay libros que son imposibles para los tontos como yo, libros que están excesivamente vinculados al universo hermético del propio autor. Libros, probablemente hermosos, que abandono por pura frustración. ¿Qué no harán con eso libros entonces, aquellos que ni siquiera tienen la poesía como afición? ¿Podemos quejarnos, entonces, de los pocos lectores del género? Y si alguien está en contra de las glosas de los poemas, siempre puede no mirarlas para no sentirse condicionado. Seguramente no lo harían nunca los asistentes extasiados a los que me he referido antes. Pero sean solidarios y piensen que también existen y tienen derecho a la poesía los pobres tontos como yo. 

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