miércoles, 31 de octubre de 2012

179. El apagón


 
La llegada del otoño nos brinda a los adictos al teatro la posibilidad de volver a soñar con las historias que se representan sobre las tablas. Pese a que el estío es una de mis estaciones favoritas, esta nueva etapa del año se me hace más llevadera cuando hojeo y ojeo la nueva programación de El Principal. Es una costumbre que roza lo sagrado, leer y releer bien toda la oferta cultural que se nos ofrece a los alicantinos para no equivocarme en mi elección. ¡Ay, y cuánta razón tenía el gran Quevedo al hablar del “poderoso caballero” llamado don dinero! La pecunia nos obliga a los enamorados del teatro a afinar bien en nuestra selección. No puede faltar un clásico, por supuesto, ni obras con actores consagrados, pero tampoco está de más elegir alguna comedia de entretenimiento, sencilla, pero con poder catártico, pues… ¿a quién no le gusta evadirse durante unas horas de la rutina, de esa monotonía que se impone, lenta y silenciosa, a lo largo de la semana?
Pude disfrutar de esta catarsis en forma de carcajada continuada con El apagón, adaptación de Black comedy de Peter Shaffer, que ya fue representada en España en 1968. Ahora, vuelve a pisar las tablas con fuerza de la mano de un elenco de actores encabezado por Gabino Diego. Éste interpreta a Brindsley, un joven escultor sin éxito al que visitará un importante coleccionista de arte para conocer su obra. Parece que, por fin, vivirá una gran noche. A esta emoción se suma el nerviosismo por conocer al padre de su prometida, un militar retirado que no ve con buenos ojos que su pequeña esté enamorada de un artista sin futuro. Para intentar impresionar a ambos invitados, la pareja toma prestadas algunas piezas de decoración y de mobiliario de Harold, el vecino anticuario de Brindsley que estará ausente ese fin de semana. Mas un inesperado imprevisto en forma de apagón, torcerá los planes de los protagonistas.
El apagón se presenta como una convención teatral que el público debe aceptar para disfrutar de la esencia de la representación. Cuando el escenario está a oscuras, el público no ve, pero los personajes sí. En cambio, cuando las luces iluminan el escenario, los personajes no ven nada, lo cual condiciona la interpretación de los actores. Éstos han de caminar a tientas por la casa, con los consiguientes tropezones, y se hablan sin mirarse, por lo que los intérpretes no cuentan con la réplica del compañero. Es decir, las condiciones de la representación son más complicadas para ellos, pues deben actuar como si estuvieran a oscuras.
El enredo se complica aún más con la llegada de miss Furnival, una vecina miedosa, interpretada magníficamente por Aurora Sánchez; con el regreso del vecino anticuario y con la aparición inesperada de la verdadera novia del joven escultor. Todos los personajes y sus acciones entretejen un cúmulo de situaciones hilarantes y disparatadas. Quizás el desenlace se resuelva con cierta celeridad y simpleza, pero es que lo importante aquí es el nudo de la historia, el enredo de sus situaciones, válidas por sí mismas, que complican cada vez más la acción y aumentan la carcajada del espectador.
En definitiva, El apagón se presenta como un espectáculo altamente recomendable para aquellas personas que deseen reírse sin más, no buscar ninguna explicación o enseñanza más allá de la sesión de risoterapia que nos ofrecen estos actores. Es una buena oportunidad para disfrutar de  un rayo de ilusión en medio de este cielo enmarañado de nubes negras, oscuridades e incertidumbres, para hallar algo de luz en medio de este gran apagón, cuya avería se alarga ya demasiado tiempo y que no parece que vaya a solucionarla compañía eléctrica alguna. Y así, estando a dos velas como estamos, el teatro luce su palmatoria y nos ilumina el corazón entre las penumbras.

domingo, 28 de octubre de 2012

178. El temblor del héroe




Una de las razones por las que no me había acercado todavía a la literatura de Álvaro Pombo es que había oído hablar a Álvaro Pombo. Cuando se escucha razonar al autor santanderino, uno siente la peligrosa necesidad de cogerle por los hombros y cimbrear su cuerpo para que se arranque de una vez por todas a decir alguna cosa. La elocuencia oral de Pombo sería hoy un modelo clásico si Cicerón hubiera incluido en sus tratados de oratoria el carraspeo perpetuo y la repetición desesperante de la primera palabra de una frase. La última vez que lo escuché fue en Las noches blancas, el programa que presenta Sánchez Dragó en Telemadrid. Pombo fue invitado para hablar de su último libro, El temblor del héroe, y Dragó tuvo que reconducir en varias ocasiones el diálogo con el escritor para darle a la conversación un cauce razonable que se perdía ya por vericuetos de pensamientos deslavazados, divagaciones etéreas y frases inconclusas. La decepción fue notoria. Debía estar yo sugestionado por el apellido de don Álvaro y esperaba quizás un remedo de la famosa y mítica tertulia de Ramón Gómez de la Serna en el madrileño Café de Pombo.

En realidad, detrás de mi frustración al oír a Pombo se halla todavía la ingenuidad del lector romántico que percibe al escritor como a una especie de pequeño dios y que espera de sus palabras aquella frase luminosa que cambie el mundo y mueva algo dentro del que las escucha, como si de una revelación oracular se tratase. Pero hay que saber distinguir al autor del narrador, lo dicen todos los manuales de Literatura.  Hay quien no se siente cómodo en las entrevistas o en las presentaciones de libros o en los actos institucionales y, sin embargo, en la privacidad de su actividad creadora, las palabras fluyen brillantes.

Prueba de ello es el ya mencionado último libro de Pombo, El temblor del héroe (Destino), Premio Nadal 2012. Con una prosa plástica y personalísima (detalle éste muy importante en un panorama narrativo donde sobra el hacinamiento y faltan voces propias), Pombo nos plantea una compleja trama de relaciones personales ancladas mediante vínculos nada triviales. Aunque Pombo rechaza el marbete de novela filosófica, lo cierto es que el lector sólo puede hacer el pacto de ficción con el narrador si acepta primero el tono ensayístico del libro, aupado por los resortes literarios. De hecho, el planteamiento se hace pensando en la complicidad del lector, a quien se le pide que participe del experimento. Es una novela al modo naturalista, donde el narrador coloca a sus personajes en determinadas situaciones para observar sus comportamientos. La diferencia está en que Pombo no esconde su propósito sino que, incluso, propone sus propias hipótesis sin ningún pudor. El tono literario de muchos pasajes, con esa lírica urbana tan desazonadora que la ciudad de Madrid ha inspirado a tantos escritores, atenúa el ensayo y matiza las fronteras entre éste y la novela. Tras el experimento, de final demoledor, hay una dolorosa crítica a la insolidaridad, a la vanidad del individuo, al ascendiente perjudicial que algunas personas ejercen sobre otras que se encuentran en relación de desigualdad y a la banalización del mal, resultado de pasar por el mundo sin prestar atención al dolor ajeno, como la figura despreciable de Bernardo, patinador consumado que resbala por las calles como resbala por el mundo, sin compromiso ni ataduras morales y que tanto daño produce en la novela. Al cerrar el libro, el lector, esta vez sí, encuentra la elocuencia de Pombo. Y es ésta de una diafanidad radical e hiriente para desgracia del mundo real en el que Pombo se inspira. A Pombo aquí no le tembló la voz. A nosotros, en cambio, nos dejó dolorosamente mudos.

domingo, 21 de octubre de 2012

177. La berlina de Prim


Aunque siempre he sentido un gran respeto por Ian Gibson, también es verdad que me causa cierta reserva ese extraordinario don suyo de la oportunidad. No hay efemérides, recordatorio u homenaje en el que el historiador irlandés no saque tajada mediante la publicación del algún trabajo muy a propósito. Y no sólo eso, sino que, además, parece formar parte de esos estudiosos omnímodos que pretenden arrogarse el monopolio de ciertos autores o temas, como si, lejos de su escritorio, tales asuntos estuvieran condenados a vagar por el yermo páramo intelectual de los usurpadores. Sin ir más lejos, aquí en Tarragona, hay algún ejemplo de “holding” literario, a propósito de Federico García Lorca. 
Por otro lado, tampoco parece legítimo reprocharle a Gibson que se gane la vida con su trabajo, sobre todo cuando nos regala deliciosos divertimentos como La berlina de Prim (Planeta), Premio de Novela Fernando Lara 2012, “casual” hallazgo que se publica justo en el año de la exhumación en Reus del cadáver del general Prim para la determinación de las causas de su muerte. El libro, ambientado en 1873, con la Primera República agonizando, narra la investigación del periodista irlandés, Patrick Boyd, hijo ficticio de aquel Robert Boyd que luchara al lado de Torrijos contra la tiranía de Fernando VII y cuya tumba se halla en Málaga. Las pesquisas del joven Patrick tratarán de dilucidar la autoría del asesinato de Prim, misterio todavía hoy sin resolver.

La investigación es verdaderamente apasionante, llena de medias verdades y de una maraña de intereses enfrentados que colocan en el punto de mira a grandes personalidades de la política de aquel tiempo, cuya ambición desmedida los convierten en serios sospechosos del magnicidio, léase el duque de Montpensier o el general regente Serrano, a los que el nombramiento de Amadeo de Saboya como rey propuesto por Prim, limitaba seriamente sus aspiraciones de poder.

Hay que advertir al lector que este libro puede leerse como una novela pero no lo es realmente. Gibson activa los resortes básicos del género novelesco pero pronto se impone la figura del historiador hasta el punto de abrumarnos con profusión de datos, algunos de ellos extraídos literalmente de las hemerotecas. La novela, entendida como artefacto artístico y literario, encalla entonces al someterse a la servidumbre de los datos. Pero ocurre lo que acontece con muchos episodios de la Historia de España; que la realidad  histórica es tan tremendamente atractiva, tan trufada de capítulos que parecen ellos mismos pasajes novelescos, que Gibson sólo debe tener la habilidad de saber ordenarlos con amenidad, algo que ocurre en la mayor parte del libro, aunque no siempre. En esto era un maestro el gran Menéndez Pidal; por eso, sus libros de Historia eran novelas sin serlo. En este sentido, el libro de Gibson es, muchas veces, un refrito de otras obras suyas, de las que se abastece cuando hace falta.

Para el amante de la Literatura, este libro será también motivo de regocijo cuando vea desfilar por sus páginas a los abuelos y padres de Antonio Machado; a Eugenio Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel, que en la novela ejerce como director de la Biblioteca Nacional; o a Benito Pérez Galdós, hablando de política en un café frente al Teatro Real.

Quizás el libro adolece de cierto maniqueísmo aunque, en descarga del escritor, hay que decir que ni Fernando VII ni Isabel II hicieron muchos méritos para resultar con ellos muy condescendientes. Sí es más discutible, desde ese punto de vista, el personaje de Patrick Boyd como trasunto del propio Gibson, sobre todo en sus diatribas nacidas del resentimiento irlandés hacia Inglaterra.

Por lo demás, La berlina de Prim es un homenaje a los grandes hombres de nuestra Historia, sepultados sistemáticamente por esa epidemia tan española llamada envidia y por la ambición sin escrúpulos. El libro rezuma, además, un profundo y doloroso amor hacia España, algo que siempre se ha percibido en los libros de Gibson y que hay que agradecerle. En eso quizás merezca la pena, esta vez sí,  pecar de oportunista. Aunque a otros importune.

domingo, 14 de octubre de 2012

176. Blancanieves o la felicidad.


El cartel promocional de la película es obra de Jordi Rins, natural de Reus
Antes de salir de la sala del cine, con los créditos todavía derramándose sobre la pantalla, temo que ahí fuera me van a irritar los colores vivos de los neones, el vocerío impenitente de la muchedumbre, los olores penetrantes de las cocinas, los cláxones irreverentes de los coches, el relente de la noche. Es un mundo hostil el de ahí fuera. Pero no. Lentamente, ajeno a todo, sombra silenciosa, atravieso narcotizado la distancia que separa el complejo comercial de los aparcamientos donde espera mi coche. Una vez dentro del vehículo, el sonido seco de la portezuela al cerrarse levanta una frontera de profundo silencio. Fue entonces cuando sucedió. No hubo ni un mínimo temblor, ni un sólo espasmo, ninguna mueca desencajada. Sólo un llanto dulce y sereno. Un llanto feliz. Y la ternura de las estrellas en lo alto, colgadas de un cielo en  blanco y negro.

Escribo estas líneas apenas unas horas después de haber abandonado la sala 1 de los cines de Les Gavarres, en Tarragona, donde se proyectaba Blancanieves, la película de Pablo Berger.

Las escribo ahora, con el tizne púrpura de las lágrimas todavía cubriendo las ojeras. Las escribo ahora, antes de que amanezca y la luz traiga la vulgaridad del día, sus urgencias, su pragmatismo; antes de arrepentirme de escribir esto que escribo porque no se pueden escribir críticas cinematográficas como éstas en un periódico. Antes de que el corazón se vista las galas de lo académico y se ponga birrete y se cubra con la toga del crítico, ése que esperan los lectores, con su palabrería técnica, sus análisis metódico, su valoración argumentada.

Hace ahora cuatro meses, escribí en estas mismas páginas la crítica de la película Blancanieves.La leyenda del cazador. Defendía yo entonces la legitimidad de las versiones que respetan el espíritu del original y que no son más que la evolución natural de la tradición. Aquel artículo hubiera servido para esta ocasión también. Pero hay dos diferencias. La primera es que, esta vez, Berger ha sublimado el original; y la segunda, que el Arte se ha enseñoreado de tal manera en cada resquicio de mi alma tras ver la película, que me niego, por puro respeto, a manchar su altar con la bajeza de las palabras. Hay que dejar hablar a las emociones. Porque aquel llanto en la soledad de mi coche no brotó de la melancólica tristeza de la película, que la tiene, sino de la alegría del encuentro total con el Arte, del misticismo de su hallazgo inesperado, de la revelación concreta de su credo, de la aparición mesiánica que nos demuestra que el Arte, en su más alta expresión, existe en nuestro mundo de sinsabores y nos eleva y nos redime y nos salva. La película de Berger es de una delicadeza, de una sensibilidad, de una perfección formal como no he visto nunca. Todo lo demás, su supuesto homenaje al cine mudo, la versión sobre el cuento de los hermanos Grimm, su maravillosa y emocionante españolidad, todo queda en segundo plano ante la evidencia del Arte que se impone.

Mañana habrá pasado todo. Me sentiré más lúcido. Diré a mis amigos que es la mejor película que jamás he visto y pensarán que exagero y pensaré yo mismo que exagero también. Con la emoción ya atenuada releeré en el periódico éste, mi artículo, y sentiré cierto pudor. Pero da igual. Porque estas líneas son para este momento. Este artículo es para mí, para recordarme que fui capaz de sentir esto que siento ahora. Porque, antes de que amanezca, quiero anotar en mi cartera, que yo fui, por un instante, realmente feliz en una sala de cine. Que yo estuve allí, viendo Blancanieves, de Pablo Berger.