Una de las artimañas más inaceptables del nuevo
feminismo (mucho más regresivo de lo que la mayoría de sus defensores cree) es
la burda manipulación de la realidad y su hipocresía. Lo vimos hace poco,
cuando en el programa de Susanna Griso, Espejo público, se grabó un
reportaje donde se pretendía probar el comportamiento soez de determinados
hombres que piropeaban groseramente a la periodista Claudia García. Luego se
supo que los piropeadores eran falsos y que el reportaje estaba amañado. En
otro programa matutino, no recuerdo ahora el nombre ni el canal, varias mujeres
votaban por los futbolistas más macizos del Mundial, justo después de reprobar
a los hombres determinadas conductas machistas. ¿Se imaginan que, pongamos por
caso, en El Chiringuito de Jugones –otro infame producto televisivo–, los
contertulios se pusieran a valorar a las tenistas más atractivas que han pasado
este año por la ATP? El canal Cuatro mantiene su encarnizada cruzada por la
dignificación de la mujer mientras en horario de notable audiencia mantiene el
programa Mujeres y hombres y viceversa, donde la cosificación de la
mujer y la degradación intelectual de sus participantes femeninas resulta
sonrojante. Como mínimo, esa misma cualidad la comparten con los hombres de ese
mismo programa, así que aún tendremos que celebrar la tan ponderada paridad.
En la literatura, el último intento de falsear los
hechos lo ha llevado a cabo la directora saudí Haifaa al-Mansour, cuya
encomiable labor cinematográfica en defensa de los derechos de las mujeres
árabes no la legitima para deformar de manera capciosa la biografía de la
escritora Mary Shelley, la protagonista de su última película. La cinta
pretende presentar a la autora de Frankenstein como la mujer que tuvo
que lidiar con la sociedad patriarcal de la Inglaterra del siglo XIX para poder
reivindicar la autoría de su obra que –y aquí reside la falacia– había escrito
sin el concurso de su marido Percy Shelley. Quizás Al-Mansour se tomó demasiado
en serio aquella afirmación de Mary cuando en sus memorias había escrito que
“no debo a mi esposo la sugerencia de una sola idea, ni siquiera de un
sentimiento”. Además del famoso prefacio, hoy sabemos, por ejemplo, que el
capítulo X de Frankenstein incorpora metáforas acuñadas por Percy para
su poema “Mont Blanc”, fruto de su visita al glaciar Montanvert, que conoció
junto a Mary. Pero es que, además, Percy fue determinante en la corrección de
los numerosos errores de estilo y ortografía de su mujer, en la inclusión de
interpolaciones y hasta en el desenlace de la novela.
Para que yo admire a Mary Shelley, no me hace falta
que me mientan. Basta tan solo con que haya escrito Frankenstein, con o
sin la ayuda de su marido, en una época donde el papel de la mujer parecía
testimonial. Que se lo digan, si no, a la propia madre de Mary, la escritora
Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo y autora de la célebre Vindicación
de los derechos de la mujer (¡1792!), que tuvo el rechazo hasta de las
propias feministas, por ver en la emancipación y liberación sexual de la mujer
que aquélla defendía un riesgo demasiado alto para el decoro y el orden social.
Para que yo admire a Mary Shelley, digo, me basta su batalla épica contra las
calamidades de su vida, restañadas siempre con la fe en el amor. La podemita
Irene Montero, la defensora de las portavozas, llegó a decir que “el
amor romántico es opresor, patriarcal y tóxico”. Mary Shelley consiguió
rescatar de la pira funeraria donde incineraron a su marido, el corazón de
Percy, que conservó luego entre las páginas de uno de sus tomos de poesía, y se
hizo enterrar con él y el único hijo que la sobrevivió. Y, sin embargo, Mary
podría avergonzar con su lección de feminismo a todas las irenesmonteros.
Porque el feminismo es otra cosa. Feminismo es escribir Frankenstein en el siglo
XIX.