Esta semana en que hemos celebrado (¿celebrado?) el
día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, cobra
mayor significación la revisión que la compañía de teatro Noviembre ha
realizado sobre el clásico de Shakespeare, Otelo.
El argumento es bien conocido. Otelo, general moro al
servicio de Venecia, se casa clandestinamente con Desdémona, hija del noble
Brabancio, quien denuncia ante el Dux tal atropello contra su honor. Sin
embargo, la aceptación consentida de Desdémona de ese matrimonio, así como la
estimación militar en que el Dux tiene a Otelo, cuyo concurso en la guerra
contra los turcos resulta clave, inhabilitan las demandas de Brabancio.
Asimismo, Rodrigo, enamorado de Desdémona, planea desbaratar el enlace y para
ello recibe la ayuda de Yago, alférez de Otelo a quien, a su vez, le mueve el
afán de vengar el agravio en que aquel le tiene, al haber nombrado teniente a
Cassio y no a él; Yago sospecha, además, que Otelo ha podido mancillar su
tálamo. A partir de ese momento, Yago inoculará en el tranquilo ánimo de Otelo
el veneno de los celos, a través de sutiles artimañas que irán calando poco a
poco en la confianza del general.
Desde luego, la figura más subyugante de toda la obra
es el propio Yago que, más allá de sus motivaciones humanas, se convierte en
una verdadera alegoría de los celos. Es verdad que a Yago le mueve la ambición,
al querer medrar en el escalafón militar; también le puede la codicia, al
sangrar económicamente a Rodrigo a cambio de sus oscuras añagazas; y es cierto
que desea vengar, aunque algo desvaídamente, el adulterio de su mujer. Pero
todas esas bajas pasiones humanas quedan trascendidas por la dimensión
simbólica de su representación de los celos. Yago no parece un ser humano, sino
una suerte de Furia clásica surgida de las miasmas del mal. Y así lo ha
concebido el actor Arturo Querejeta en su impecable interpretación. Por otro
lado, se ha dicho siempre que Otelo es una víctima pero aquí la única víctima
que existe es Desdémona, que es quien acaba asesinada a manos de su marido.
Otelo, además, al final de la obra, refiere un execrable monólogo en el que,
olvidando su crimen atroz, pide en su descargo que se le recuerde por sus
servicios militares en una autorreivindicación indignante para un espectador
actual. Daniel Albaladejo en su papel de Otelo está también muy correcto,
ajustando perfectamente los tempos de su paulatina transformación, a medida que
los celos hacen mella en su espíritu y no logra, premeditadamente, provocar la
compasión en el espectador. Del mismo modo, Cristina Adua como Desdémona
encarna muy bien su naturaleza cándida y virginal, que tan bien casan con el
contraste de su injusticia posterior. Héctor Carballo, como el apocado Rodrigo,
vuelve a divertirnos como ya hizo de manera genial en la también shakesperiana Noche de Reyes
Mención aparte merece el cambio argumental que Eduardo
Vasco ha incorporado al final de la obra. Tras la muerte de Desdémona, Otelo,
en lugar de suicidarse, queda a merced de Emilia (Isabel Rodes), que en la obra
original muere a manos de su marido Yago, al delatar sus ardides. Aquí, en
cambio, Emilia sobrevive y se erige en la abanderada de todas las mujeres
maltratadas. Emilia ya ofrecía en su versión original un sorprendente feminismo
adelantado a su tiempo que no ha pasado desapercibido a Eduardo Vasco. Su
reformulación fortalece aquella rebeldía antimachista que Shakespeare concibió
para su personaje. Emilia es la que dice ahora basta. Es la que empuña la
pistola de la dignidad para vengar a todas las Desdémonas del mundo.