lunes, 27 de julio de 2020
494. La redención del impuro
lunes, 20 de julio de 2020
493. Leer un poema (III): "Silencio", de Octavio Paz
lunes, 13 de julio de 2020
492. La fontana de hojalata
Leí
la noticia como si en cada palabra me estuvieran administrando una dosis de
cianuro: en el examen de Selectividad de la Comunidad Valenciana
correspondiente a la prueba de Historia, se proponía el análisis de un
fragmento de La fontana de oro, la
novela de Benito Pérez Galdós que, según rezaba en el remate del texto donde se
citaba el título de la obra, pertenece a los ¡Episodios Nacionales! Y en la carrera por el mayor dislate y
vergüenza, Madrid no le va a la zaga: en su Selectividad, un enunciado del
examen de Historia incluye un error cronológico al situar los años del reinado
de Isabel II durante la regencia de María Cristina. En El País, donde se denuncia el error, hace unos días se colocaba la
fotografía de Ramón Gómez de la Serna, confundiéndolo con Ramón de la Serna y
Espina. ¿Y a qué extrañarnos? Emerge ahora como un tsunami de realidad aquella
frase de María Elvira Roca Barea, cuando dijo que «analfabetos [los] ha habido
siempre pero [que] nunca habían salido de la universidad». ¿A qué extrañarnos,
digo, si desde hace décadas nuestro sistema educativo ha devenido en el
estercolero del buenismo pedagógico con toda su aniquilación de la exigencia
académica?
Hablemos
claro de una vez y saquémosle las vergüenzas a las Consejerías de Educación: el
sistema exige el aprobado general desde hace muchos años, aunque no lo diga a
las claras. La pandemia, en esto, ha sido una aliada de los mandamases
educativos. En las juntas de evaluación, ya casi ningún profesor coloca la nota
que en conciencia cree que el alumno merece porque los profesores están cagados
de miedo. Reciben presiones de la inspección educativa, de algunas juntas
directivas, de la ralea de psicopedagogos de nuevo cuño, de los tutores que se
erigen en heroicos protectores de sus tutorandos, de los alumnos y sus
chantajes emocionales y, claro, de los padres que, al ver el campo abonado para
sus reclamaciones, llegan hasta donde tengan que llegar para reparar el injusto
dictamen del profesor que ha suspendido a su hijo porque llegó un momento en
que se cansó de contar las faltas de ortografía del prócer que tienen como
vástago. ¿Para qué lidiar con todo eso? Se les coloca el 5 y listos. Y fuera
problemas. Y a cobrar a final de mes. Nunca he visto a un inspector educativo
aparecer por un instituto para interesarse por ese profesor que ha colocado
dieces a diestro y siniestro, pero sí para reprender al docente que ha
suspendido al 60% de su clase. Y, créanme, es mucho más anómalo el primer caso
que el segundo. Pero al inspector le interesan los números, tapar el fracaso
escolar y recibir la palmadita en la espalda. Hay profesores que aprueban a
alumnos con un 2 en la calificación final cuando el alumno suspende únicamente
su asignatura. Si el docente es coherente y mantiene el 2, se enfrentará a un
calvario que muchas veces acabará con su salud mental y no pocas veces con una
baja laboral. Pero lo peor es que esa soledad del docente es ficticia. En
realidad, el alumno al que ha suspendido tiene más materias sin superar. El
problema es que sus colegas de profesión, por miedo a quedarse solos en una
junta de evaluación, se han anticipado al posible problema colocándole el 5. Es
imposible entender que un alumno con un suspenso en Lengua porque es incapaz de
interpretar un texto o de expresarse con claridad, sea capaz de aprobar
asignaturas afines como la Filosofía o la Historia. Y así, el profesor de
Lengua queda vendido por sus propios compañeros timoratos. Y así nos va, con
los millenials convertidos en iconoclastas que hacen pintadas en las estatuas
de Cervantes porque ni siquiera saben quién es. O con profesores de
universidad, quizás herederos como alumnos de la degradación del sistema, que
dicen que La fontana de oro pertenece
a los Episodios Nacionales. La
fontana de oro de la que otras generaciones bebíamos para saciar nuestra sed de
conocimiento es ahora una fontana de hojalata de la que apenas mana agua.
Permítanme la metáfora galdosiana. Si es que alguien sabe ya qué es una
metáfora.
lunes, 6 de julio de 2020
491. 'Rewind'
La
última novela de Juan Tallón, editada por Anagrama, cuenta la tragedia de cinco
jóvenes estudiantes pertenecientes a diferentes nacionalidades que comparten
piso en Lyon, y que ven truncadas sus vidas al explotar la vivienda donde cohabitan.
Tan solo uno de ellos sobrevivirá al terrible siniestro.
El
libro de Tallón adolece, a mi entender, de algunos defectos que no han sido,
sin embargo, obstáculo para que la crítica y los lectores hayan recibido con
unánime aplauso la tercera novela en castellano del escritor gallego. Así pues,
será cosa mía. Compren el libro, disfrútenlo y lapídenme luego. Yo ya hace
tiempo que asumo que tengo un problema. En la novela de Tallón aprecio algún
desajuste de carácter estilístico por allí, alguna construcción sintáctica
confusa por allá y algún que otro olvido acullá, quizás debido a una falta de
revisión o a una redacción precipitada. Pero bueno, hasta Cervantes se olvidó
del rucio. La novela examina los traumas personales que la pérdida de los
jóvenes estudiantes ejerce sobre allegados y familiares. En ese sentido, hay un
excelente tratamiento del perspectivismo, respetando el siempre complicado uso
de los registros y de las personalidades que individualizan con buen oficio a
los personajes. Este perspectivismo se enriquece cuando algunas de las
historias se cruzan entre sí ofreciéndonos interesantes matices sobre un mismo
acontecimiento. Junto a estas evocaciones, la novela introduce de manera
tangencial una casi anecdótica investigación policial que involucra a tres
vecinos del inmueble derruido, una familia marroquí, perfectamente integrada en
la sociedad francesa, más franceses –se dice– que los propios franceses, y que
ocultaban en el piso un arsenal de explosivos para un futuro ataque terrorista.
Tallón, con buen criterio, no carga demasiado las tintas sobre este particular
y evita así el sensacionalismo fácil y ya algo manido, aunque no deja de
mostrar su perplejidad ante las impensables dobleces de las personas con
quienes compartimos nuestra cotidianidad. Sin embargo, esa inteligente elusión
no se dosifica de igual forma cuando se trata de expresar el drama familiar de
los que quedan tras la desgracia, sobre todo en algún caso en el que el autor
se excede en el tremendismo de una fatalidad rayana en el patetismo efectista,
aunque verosímil.
Lo
que más me interesa de la obra de Tallón es el ingreso en esos espacios
fronterizos antes de la catástrofe. El rebobinado que da título a la novela y
que permite a los personajes, mediante el mando a distancia de la evocación,
situarse en el tiempo en el que aún todo era posible, permanecer en ese
no-tiempo del todavía-no, y consumir con fruición cada fotograma de la película
antes de que el segundero alcance el cataclismo. El rebobinado del recuerdo que
permite resucitar a los muertos, insuflarles de nuevo vida y acción y
sentimientos y promesas y proyectos. En la contumacia del rebobinado está la
falacia de cambiar el destino. Pero también es interesante, claro, la zona cero
del después, la supervivencia tras la ruina, el sentimiento de culpa, las
crisis atisbadas y amortiguadas por la inercia de la rutina y que ahora
irrumpen con toda su verdad, zarandeadas por la brutal embestida de la pérdida.
Pese
a todo lo dicho, pues, la novela de Tallón se lee del tirón, sujeto el lector
por la brida de un ritmo narrativo bien manejado, que demuestra el buen oficio
del narrador. A la novela le sobran algunas obviedades que a veces convierte la
lectura en una crónica testimonial demasiado conocida y tópica y que va en
detrimento del artefacto propiamente literario.