Leí
la noticia como si en cada palabra me estuvieran administrando una dosis de
cianuro: en el examen de Selectividad de la Comunidad Valenciana
correspondiente a la prueba de Historia, se proponía el análisis de un
fragmento de La fontana de oro, la
novela de Benito Pérez Galdós que, según rezaba en el remate del texto donde se
citaba el título de la obra, pertenece a los ¡Episodios Nacionales! Y en la carrera por el mayor dislate y
vergüenza, Madrid no le va a la zaga: en su Selectividad, un enunciado del
examen de Historia incluye un error cronológico al situar los años del reinado
de Isabel II durante la regencia de María Cristina. En El País, donde se denuncia el error, hace unos días se colocaba la
fotografía de Ramón Gómez de la Serna, confundiéndolo con Ramón de la Serna y
Espina. ¿Y a qué extrañarnos? Emerge ahora como un tsunami de realidad aquella
frase de María Elvira Roca Barea, cuando dijo que «analfabetos [los] ha habido
siempre pero [que] nunca habían salido de la universidad». ¿A qué extrañarnos,
digo, si desde hace décadas nuestro sistema educativo ha devenido en el
estercolero del buenismo pedagógico con toda su aniquilación de la exigencia
académica?
Hablemos
claro de una vez y saquémosle las vergüenzas a las Consejerías de Educación: el
sistema exige el aprobado general desde hace muchos años, aunque no lo diga a
las claras. La pandemia, en esto, ha sido una aliada de los mandamases
educativos. En las juntas de evaluación, ya casi ningún profesor coloca la nota
que en conciencia cree que el alumno merece porque los profesores están cagados
de miedo. Reciben presiones de la inspección educativa, de algunas juntas
directivas, de la ralea de psicopedagogos de nuevo cuño, de los tutores que se
erigen en heroicos protectores de sus tutorandos, de los alumnos y sus
chantajes emocionales y, claro, de los padres que, al ver el campo abonado para
sus reclamaciones, llegan hasta donde tengan que llegar para reparar el injusto
dictamen del profesor que ha suspendido a su hijo porque llegó un momento en
que se cansó de contar las faltas de ortografía del prócer que tienen como
vástago. ¿Para qué lidiar con todo eso? Se les coloca el 5 y listos. Y fuera
problemas. Y a cobrar a final de mes. Nunca he visto a un inspector educativo
aparecer por un instituto para interesarse por ese profesor que ha colocado
dieces a diestro y siniestro, pero sí para reprender al docente que ha
suspendido al 60% de su clase. Y, créanme, es mucho más anómalo el primer caso
que el segundo. Pero al inspector le interesan los números, tapar el fracaso
escolar y recibir la palmadita en la espalda. Hay profesores que aprueban a
alumnos con un 2 en la calificación final cuando el alumno suspende únicamente
su asignatura. Si el docente es coherente y mantiene el 2, se enfrentará a un
calvario que muchas veces acabará con su salud mental y no pocas veces con una
baja laboral. Pero lo peor es que esa soledad del docente es ficticia. En
realidad, el alumno al que ha suspendido tiene más materias sin superar. El
problema es que sus colegas de profesión, por miedo a quedarse solos en una
junta de evaluación, se han anticipado al posible problema colocándole el 5. Es
imposible entender que un alumno con un suspenso en Lengua porque es incapaz de
interpretar un texto o de expresarse con claridad, sea capaz de aprobar
asignaturas afines como la Filosofía o la Historia. Y así, el profesor de
Lengua queda vendido por sus propios compañeros timoratos. Y así nos va, con
los millenials convertidos en iconoclastas que hacen pintadas en las estatuas
de Cervantes porque ni siquiera saben quién es. O con profesores de
universidad, quizás herederos como alumnos de la degradación del sistema, que
dicen que La fontana de oro pertenece
a los Episodios Nacionales. La
fontana de oro de la que otras generaciones bebíamos para saciar nuestra sed de
conocimiento es ahora una fontana de hojalata de la que apenas mana agua.
Permítanme la metáfora galdosiana. Si es que alguien sabe ya qué es una
metáfora.
1 comentario:
Un artículo valiente y certero. Un cordial saludo.
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