domingo, 30 de diciembre de 2012

188. El décimo de Galdós


Estos días estoy acabando de leer Fortunata y Jacinta, del gran Benito Pérez Galdós. Por Galdós siento una devoción y una fidelidad como por ningún otro escritor. Cuando no sé qué leer o estoy hastiado de mala literatura, siempre vuelvo a don Benito y, durante el tiempo que dura la lectura de cualquiera de sus libros, me reconcilio con el arte de escribir y con la belleza de nuestro idioma. Creo haberlo escrito alguna vez: cuando leo a Galdós, vuelvo sobre seguro, como si volviera a casa. Pues bien, hace unas semanas, durante uno de mis frecuentes viajes a Alicante, leía yo en el tren Fortunata y Jacinta. Los viajes en tren de hoy día sin la compañía de los libros serían sencillamente soporíferos. Y hete aquí que llego a aquel pasaje del libro donde Galdós describe el viaje de novios de Jacinta y Juanito Santacruz, concretamente la ruta en tren que los recién casados emprenden desde Barcelona hasta Valencia. Justamente mi tren atravesaba entonces la huerta valenciana y ya no supe si el libro era ventana o la ventana, libro, porque el cinerama del paisaje tras el cristal y la descripción galdosiana de la novela eran todo uno. ¡Qué coincidencias tan mágicas ofrece la literatura! Por un momento, don Benito estaba allí, en el asiento de enfrente, como en los trenes de antaño, conversando conmigo sobre la belleza de la tierra levantina; y hasta me indicó cómplice, con un gesto de su cabeza dirigido a unos asientos cercanos, la situación de los tortolitos con sus tontos arrumacos, todavía lejanos los días de amargura que ese señor de elegante bigote y ojillos vivarachos sentado frente a mí, les tenía reservados.

Lo de las coincidencias literarias no es infrecuente. Hace un tiempo, mi amigo Javier Angosto escribía en el Diario de Teruel, un estupendo artículo titulado “Lecturas interactivas”, donde aparte de otras jugosas anécdotas, contaba que una vez, en un café de la Plaza Prim de Reus, leía La voluntad, de Azorín, y que justo en un pasaje donde el de Monóvar describía, en una de sus frecuentes estampas rurales, el vuelo de una abeja, se posó sobre el libro el tal insecto, con la consiguiente sorpresa de mi amigo, agrandada por la circunstancia antes referida de que éste se hallaba en pleno centro urbano de Reus. Y quién se resiste a ponerle fe e imaginación y a pensar que aquella abeja mandóla Azorín a uno de sus lectores más incondicionales, desde quién sabe qué esferas de la inmortalidad como un guiño de su amistad.

Es también famosa aquella carta que una lectora de Gabriel García Márquez envió al escritor colombiano, contándole que su hijo había nacido con algo parecido a una colita de cerdo en la espalda, tras leer Cien años de soledad.

Pues bien, después de todo esto, ¿qué podía hacer yo cuando siguiendo la lectura de Fortunata y Jacinta, llego al capítulo en que a la familia Santacruz les toca el décimo de la lotería de Navidad? ¿Qué podía hacer yo cuando Galdós informa incluso del número que les toca en suerte? Pues, obviamente, ir a Madrid en Navidad, comprar el susodicho número y darle unas buenas friegas en la puerta de la supuesta casa de los Santacruz, en la Plaza de Pontejos. Algo parecido hice ya una vez con aquel décimo capicúa de sietes y cincos que le compra Max Estrella a la Marquesa del Tango en Luces de Bohemia, aunque entonces no hubo suerte.

Con el décimo de Galdós tampoco me he llevado el gato al agua, pero he cobrado los 20 euros del reintegro. Lo que demuestra que la literatura normalmente no nos hace millonarios, pero tampoco nos arrebata nada. Y que los millones, en literatura, no se cuentan por euros. Su moneda tiene curso legal en la gran banca del espíritu.
 
Tisbe en la Plaza de Pontejos, frente a la supuesta casa de los Santacruz
 
Píramo con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Tisbe con el décimo de "Fortunata y Jacinta"
 
Las friegas mágicas en la puerta de los Santacruz.

¡¡FELIZ Y LITERARIO 2013!!
 

domingo, 23 de diciembre de 2012

187. Leer en voz alta


 
El otro día, al llegar a casa, sorprendí a mi padre leyendo en voz alta. Al principio pensé que conversaba con alguien, de modo que irrumpí en el comedor para curiosear. Pero no; mi padre estaba solo y su único interlocutor era el libro que sostenía sobre sus manos. Tardó unos segundos en percatarse de mi presencia, lo que me permitió alargar durante unos instantes más, bajo el umbral de la puerta, la inusitada visión de mi padre ajustando con ahínco su voz a la voz silenciosa de las palabras que leía. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba yo observándole, no pudo evitar cierto azoramiento, como cuando uno es descubierto haciendo algo que está mal. “¿Estás leyendo?”, le pregunté. “Sí, es que me gusta leer en voz alta”, contestó él con embarazo. “A mí también me gusta”, le respondí mientras me dirigía a mi habitación con la sonrisa en la boca. Mi respuesta, pronunciada de modo muy natural y como trivializando la situación, se sustentaba en dos ideas. La primera, la de la solidaridad: no hay nada que cause mayor rubor que verse de repente descubierto leyendo solo en voz alta. Ya puede uno disimular con un artificial arranque de tos o tarareando una canción cualquiera o conectando rápidamente la televisión para dar a entender que quien hablaba no eras tú. No, nada de eso sirve. Te han pillado leyendo en voz alta y hay que asumirlo. Así que, al decirle a mi padre que a mí también me gustaba leer de ese modo, intentaba sacarle del atolladero, ganándome su complicidad. La segunda idea es que, efectivamente, a mí me gusta leer en voz alta. Y parece que ya he descubierto de quién procede tal afición. Pero, bien mirado, aunque algo haya de herencia paterna en todo esto, pienso que la necesidad que nos impulsa a leer en voz alta viene de más lejos. La oralidad está instalada en nuestro código genético como un recuerdo ancestral de nuestra condición humana. Y la literatura, contradiciendo a su etimología (littera, letra), nació al amparo de los viejos rapsodas y juglares y también de las gentes sencillas que hallaron en la palabra dicha, en la palabra cantada, esa chispa poética que les elevaba y que les trascendía por encima de su finita naturaleza. Luego se impusieron los textos escritos y estos alcanzaron tal autoridad que, en el campo de la literatura, nada que no se atuviera a la escritura merecía contemplarse, lo que explica la tardía atención que la crítica literaria, ya en el siglo XIX, ha dedicado a la literatura oral. Hoy, el prestigio de los textos escritos sigue vigente y la palabra oral, cada vez más influida por la palabra escrita, ha olvidado su frescura y espontaneidad, y lo que es peor, entre el ruido que nos circunda, hemos perdido la capacidad de descubrir sus sutilezas, sus registros y hasta sus silencios. Leer en voz alta es darle la oportunidad a la palabra de corporeizarse para ofrecérsenos completa, con el atavío de los sonidos que la matizan. Nada más antinatural que leer un texto teatral o un poema en silencio. Y de hecho, la lectura silenciosa suele proyectar sobre nuestro cerebro los sonidos, ritmos y cadencias que no decimos. Lo que ocurre es que, a veces, necesitamos que esa proyección se materialice, igual que no nos basta la fotografía del ser querido cuando queremos abrazarlo. También ocurre con la novela. Es ya recurrente la cita de André Gide, que recomendaba a los lectores de Proust no realizar ningún juicio de valor sobre su obra sin haberla leído antes en voz alta. Finalmente, leer en voz alta es mezclarnos nosotros mismos con las palabras que leemos y lanzarnos al éter con las otras voces que también un día las pronunciaron, ecos que mutuamente se alimentan para juntar a los muertos y a los vivos en ese lugar donde no existen los límites del tiempo.

domingo, 16 de diciembre de 2012

186. El sueño de Blanca Portillo



Cuando Blanca Portillo inició el famoso monólogo de Segismundo al final del segundo acto,  el teatro Pavón de Madrid quedó en suspenso. Cortáronse las respiraciones, creóse el silencio de los grandes sucesos y hasta las enojosas toses de la concurrencia, que son siempre tan inoportunas, hallaron balsámico alivio por mor de la palabra poética. Todo era concentrada expectación, pálpito contenido, emoción latente. En las butacas, un bisbiseo unánime de almas calladas acompañaba la recitación de Blanca, tantas veces aprendida, tantas veces repetida, como salmo antiguo que se entona por inercia en los espíritus cultivados por la belleza, como himno que nos explica, que nos identifica y nos une, que nos insufla la posibilidad de vivir y de ser en el Arte. Alargó Blanca Portillo su monólogo más de lo que las recitaciones escolares nos recordaban, y diríase que con esa dilación llena de pausas y silencios elocuentes, quisiera la actriz perpetuar el momento para eternizarse cobijada en el hueco de las palabras y para que todos cupiéramos con ella y para siempre en el instante sublime de la revelación poética. Al terminar su monólogo, quise aplaudir, era de justicia aplaudir a rabiar, pero me contuvo esa norma tácita e inhumana de no aplaudir en mitad de la trama teatral, ya que, aunque acababa el acto, no hubo telón. Agradezco infinitamente al incívico espectador anónimo cuya bendita espontaneidad venció la tiránica norma de la contención emocional, tan contraria a la esencia del teatro, porque su primera palmada fue fusta para desbocar el “hipogrifo violento” de los aplausos.
Nada hay de exagerado en todas las ponderaciones que la prensa ha ido encareciendo sobre la interpretación de Blanca Portillo como Segismundo en La vida es sueño. Y nada de lo que se lea podrá ser totalmente comprendido si no se acude a verla actuar. A nosotros nos bastará decir que su actuación es ya inolvidable, de aquellas que darán abono a los laureles de la historia interpretativa de nuestro teatro, y hasta nos atreveríamos a afirmar que Blanca Portillo está ante el papel de su vida. Las primeras dudas al conocerse que una mujer desempeñaría el papel de un personaje marcadamente masculino, se disipan y pierden relevancia al primer instante, demostrando con ello que los hombres y las mujeres de teatro son, ante todo, entes, sinergias al servicio de una interpretación y que es ésta la que prevalece por encima del continente que la sustenta. Los fieles seguidores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que cifran su lealtad en el escrupuloso respeto que la Compañía profesa para con las obras clásicas, sin inventos ni experimentos raros, pueden sentirse tranquilos porque Segismundo en Blanca Portillo es más Segismundo que nunca. La excelente diapasón con que modula la gravedad de la voz; el impecable lenguaje corporal que tan bien se acomoda a la condición híbrida del hombre fiera que es Segismundo; y el desgarramiento con que manifiesta el debate existencial del personaje, son muestras de una actriz de primera categoría.
Aparte de esto, la versión de Helena Pimenta, acierta con algunas licencias que en nada alteran el espíritu del original, sino que más bien lo completan. Es el caso del diálogo entre Clotaldo y el rey Basilio donde el primero narra el proceso de sedación de Segismundo para llevarlo engañado a palacio, mientras se escenifica simultáneamente esa narración con el magnifico recurso visual de la cuerda que sostiene al dormido Segismundo; o las primeras intervenciones de Segismundo en palacio, que se realizan a través de una cortina semitransparente que metaforiza el concepto clave de la dualidad sueño-realidad del protagonista. El resto lo pone el texto de Calderón, que es una de esas maravillas irrepetibles de nuestra literatura. Ante su lectura uno no puede sentir otra cosa que una entregada, agradecida y humilde veneración, que empequeñece y acompleja cualquier intento de escribir algo de mérito que lejanamente se le parezca.

domingo, 9 de diciembre de 2012

185. Contralecturas

 



El otro día una amiga me confesaba candorosamente y sin ningún sentido del pudor, que una de sus relecturas más repetidas era Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Hasta ahí bien. Lo que llenaba de candor a su confesión, sobre todo porque la declaró como quien dice algo muy natural, es que la frecuencia con la que releía la inmortal obra del escritor inglés, se debía a la esperanza de que en alguna de aquellas relecturas, Romeo no tomara el veneno ante el cuerpo sedado de Julieta. “Pero nada, -continuaba mi amiga- , no hay manera de que Romeo se entere de que Julieta no está muerta. Mira que yo le advierto cada vez que empiezo el libro, pero no hay nada que hacer; indefectiblemente, cuando Romeo descubre el cuerpo de su amada en la cripta, no puedo hacerle entrar en razón y… ¡zas!, veneno al gaznate. Volveré a intentarlo otro día”. Dice mi amiga que, ante la imposibilidad de vencer al hado literario, está por dejar el libro inacabado a la mitad.
 
El intento de mi amiga no es el primero ni será el último. Más de 200 años después de que Tirso de Molina condenara a las llamas del infierno a su Burlador, José Zorrilla salvó el alma de don Juan Tenorio por el amor de doña Inés. Aquí don Juan tuvo una segunda oportunidad. Ha habido, incluso, personajes que se han rebelado contra su autor, como aquel Augusto que creara Unamuno en su libro Niebla, donde el protagonista llegó a negar dramáticamente su condición de ente de ficción. Como el pobre Augusto, otros muchos personajes de nuestra historia literaria mantienen encerrado su sino entre las dos cubiertas de un libro y, a buen seguro, desearían que las infinitas resurrecciones que les insufla el poder demiúrgico de los lectores, cambiaran su suerte; que cada vez que se abriera el libro donde llevan epigrafiado su destino, las letras volaran como aquellos vientos que escaparon del odre de Ulises y en el éter de los sueños formaran palabras nuevas para una vida también nueva. Que Calisto no resbalara en el muro de Melibea (aunque seguramente se lo tuviera bien merecido) y la gozara desatado; que Lázaro no tuviera que pasear su cornamenta por toda Toledo; que don Quijote derrotara al impertinente bachiller Carrasco disfrazado de Caballero de la Blanca Luna, para instaurar en el mundo la locura quijotesca que tanto necesitamos; que Fortunata no hubiera conocido nunca a Juanito Santacruz; que Ana Ozores hubiera encontrado marido joven y fogoso; que Max Estrella diera un golpe de Estado; que Andrés Hurtado se hubiera agarrado al árbol de la vida; que Yerma y la tía Tula tuvieran un ejército de hijos; que Machado hubiera encontrado “otro milagro de la primavera”; que ningún padre hubiera tenido que cantarle a su hijo una nana con sabor a cebolla;  que, en lugar de su caballo, hubiera traspasado el atrio de la iglesia el mismo Paco el del Molino, y su figura hubiera matado del susto a Mosén Millán y todos los Cástulos, Gumersindos y Valerianos del mundo; que la vida no hubiera ido tan en serio para Gil de Biedma.
 
Sin embargo, qué habría sido de todos esos personajes sin su final trágico. No hay grandeza sin tragedia. Y tampoco hay eternidad, Aquiles ya lo sabía. La fatalidad de sus destinos fue, a la vez, el asidero de la inmortalidad. Hoy no  los recordaríamos si no fuera por su heroico sacrificio. Y hay que recordar una cosa más: que los vientos que escaparon del odre de Ulises impidieron durante un tiempo el regreso a Ítaca. Pero que un día, Ítaca se perfiló en el horizonte y el héroe llegó a casa. Porque así estaba previsto por los dioses.
 
 A Carmen García, pintora de imposibles

domingo, 2 de diciembre de 2012

184. ¿A qué huelen los libros?




No; no se trata de hacer aquí un remedo bibliofílico de aquel popular anuncio de compresas. La única compresa que va a necesitar el lector es la que deberá aplicarse sobre la cabeza con algún cataplasma sacado del laboratorio de Fierabrás, para paliar la cefalalgia que a buen seguro le producirá lo que a continuación voy a contarles. Como la pregunta “¿a qué huelen las nubes?” ya fue resuelta por quién sabe qué misteriosos recovecos del instinto menstrual en el anuncio de marras, ahora a unos científicos eslovenos y británicos les ha dado envidia y han conseguido identificar hasta 15 moléculas volátiles responsables del olor de los libros, lo cual tiene menos mérito que averiguar el olor de las nubes en plena visita del nuncio pero que supone una nueva contribución a la ciencia odorífica y hasta complementa a la anterior, pues de todos es conocida la relación entre los libros y las nubes. Pues bien, según la revista Analytical Chemistry, donde se publica este estudio, el papel de los libros, particularmente el de los libros viejos, está compuesto, entre otros elementos, por la lignina, el polímero orgánico más abundante en el mundo vegetal y pariente de la vainilla, de ahí su olor dulzón. La oxidación de la lignina es la que hace amarillear las páginas de los libros, algo que ya casi no ocurre con los libros nuevos porque éstos están fabricados con papel libre de ácidos, casi sin lignina. Ahora viene el dolor de cabeza. La lignina está altamente polimerizada y está formada por monómeros de fenilpropanoides, parecidas al fenilpropano, pero (¡ojo!) no iguales (matiz altamente interesante), concretamente alcoholes fenilpropílicos, como el cumarílico, el coniferílico y el sinapílico.
No, no, no y cien veces no. Todo esto podrá resultar muy útil para la ciencia; de hecho, los procesos diagnósticos de degradación (la degradómica) a través del olor, pueden ofrecer datos sobre el nivel de deterioro de los libros y ponerle freno a tiempo. Muy útil para la ciencia, digo, pero maldita la falta que nos hacía a los amantes de los libros el dichoso descubrimiento. Esto es como cuando nos dicen que el inconmensurable amor que sentimos por nuestra pareja se reduce a unas reacciones químicas producidas por nuestro organismo y que los escasos accesos de felicidad de nuestras vidas son, en realidad, un subidón de unas cosas llamadas endorfinas. Pues me rebelo y me rebelo. Y desde estas páginas del periódico (ay, el olor de los periódicos…) llamo a la insumisión a todos los enfermos de luna, a todos los estornudadores de lignina en viejas bibliotecas, a todos los que duermen con un libro abierto en el regazo, a todos los que se hallaron en las páginas de un libro. A todos, ejército parapetado tras la indestructible adarga de los libros, blandiendo vuestros marcapáginas de cartón, yo os convoco y os arengo para que contestemos a los eslovenos del chemistrynoséqué y les digamos con grito unánime, como lección bien aprendida, que los libros huelen al trigo castellano de Antonio Machado; que huelen a la higuera de Miguel Hernández, al salitre del mar de Alberti, al incienso de las ciudades levíticas de Gabriel Miró, a la ambrosía de los dioses homéricos, al tabaco y al vino de Gil de Biedma, al azahar de los naranjos de Blasco Ibáñez, a los harapos del exilio de tantos, a hojarasca de los pueblos perdidos de Julio Llamazares, al perfume embriagador y subyugantemente femenino de Ana Ozores o de Emma Bovary. Que los libros huelen, sobre todo, a nuestros dedos, a las lágrimas que reblandecieron el papel. Y que quizás también, algún libro que me prestaste, huela a ti, amor mío, y al volver la página, tal vez levante polímeros de tu piel y, en tu ausencia, seas, de repente, epifanía de aroma dulce para mi añoranza. 

domingo, 25 de noviembre de 2012

183. El azogue del espejo


Al entrar en Barcelona, don Quijote y Sancho observan extasiados el mar. Nunca antes lo habían visto y es tan inmenso… Mucho más que sus domesticadas lagunas de Ruidera, allá en Castilla. Después avanzan entre el bullicio vivificante del puerto, enclave multicolor de comerciantes, babel de lenguas, encrucijada de culturas. Don Antonio Moreno, su anfitrión, les recibe con jovial hospitalidad e inofensiva chanza, “porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero”. Al día siguiente, don Quijote pasea por las calles de la ciudad y descubre, admirado, una imprenta. La actividad editorial en Barcelona es frenética. El cosmopolitismo de la urbe se deja ver en las traducciones que allí se imprimen. Cuando días más tarde, don Quijote sea vencido por el Caballero de la Blanca Luna“en las playas de Barcino, frente al mar”, el caballero volverá triste a su casa en donde hallará, si todavía tuviera ánimos y faltase a su palabra, el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, uno de los pocos libros que el cura y el barbero han salvado de la quema.

El 23 de marzo de 1930, una gran masa de barceloneses se agolpa sobre el Apeadero de Gracia y en la calle Claris. Un tren expreso procedente de Madrid se detiene entre los vítores de la gente. Han llegado los intelectuales castellanos a los que Barcelona rinde homenaje por su apoyo a la lengua y cultura catalanas durante la dictadura de Primo de Rivera. La muchedumbre acompaña a la comitiva hasta su hotel. En el banquete del Hotel Ritz, celebrado esa misma noche, Menéndez Pidal se sienta al lado de Pompeu Fabra.

Es septiembre del año 1935 y Tarragona celebra sus fiestas patronales de Santa Tecla. Federico García Lorca, se mezcla con la colla de grallers en el Café de la Unió, de la Rambla Vella, con los que departe alegremente. Más tarde, al son de esas mismas dulzainas, l’enxaneta que ha coronado el castell, levanta su mano al cielo y desde su atalaya sonríe a los aplausos de la multitud y divisa ahí abajo una sonrisa lunar de brillantina. Es Federico, haciendo piña.

A finales de mayo de 1938, en plena guerra civil, Antonio Machado, cansado y enfermo, es acogido en la Torre Castanyer, al pie del Tibidabo. Allí, con el mar en el horizonte, relee a los clásicos catalanes (Maragall, Verdaguer, Ausias March, Ramon Llull) y se esfuerza por aprender el idioma y poder así leerlos en su lengua original. Algunas veces levanta la vista del libro y recuerda aquel lejano 1896, cuando participó en Madrid como actor en la representación de Terra Baixa, de Àngel Guimerà. Él era uno de los payeses que hacían de partiquinos y sujetaba a Manelic al final del segundo acto. ¿Cómo decía aquella Cecília de la obra? Sí, decía: “la ignorància és la font de tots els mals; el vostre fanatisme, la vostra misèria, tot és fill de la ignorància”. Colliure espera.

Un año antes de su muerte, Emili Teixidor observa emocionado en la televisión los 9 goyas que la Academia Española de Cine le otorga a Pa negre. Y es pan candeal esta jactancia española por el cine y la cultura catalanas.

Hoy las urnas son el espejo donde vamos a mirarnos. Que el azogue purulento de las palabras vertidas estos días por algunos, no distorsione nuestro reflejo. Que no nos pase como en el poema:

“Qué desconsuelo, oh Dios, y qué congoja 
despertarme mañana sin memoria
y no reconocerme en el espejo.
Y verme frente a mí como a un extraño,
anegado de dudas y de sombras”.

 Son versos de Gerard Vergés. Traducidos amorosamente por Ramón García Mateos, natural de la castellanísima Salamanca.

martes, 20 de noviembre de 2012

182. La loba




Nuria Espert es una mujer de teatro. Buena prueba de ello es que continúa de gira con su nueva aventura dramática: La loba, de Lillian Hellman. Esta pieza se presenta como una radiografía de los comerciantes americanos- los Hubbard- que, después de la Guerra de Secesión, exprimieron a sus trabajadores negros y se aprovecharon de la decadencia de la clase noble, que vio cómo estos nuevos ricos se  apoderaban de sus posesiones e, incluso, de sus ilusiones. La obsesión de los hermanos Hubbard por aumentar su riqueza les llevará a romper los lazos familiares que les unen. Sienten por el dinero una adoración tal que les conducirá a traicionarse los unos a los otros. Los Hubbard se presentan, por tanto, como modelo de la degeneración moral de esta clase social, como el germen incipiente del nacimiento del capitalismo y su feroz negación de los derechos de la clase obrera.
En esta carrera hacia la riqueza, destaca la hermana mayor, Regina Hiddens, una mujer sin escrúpulos que antepondrá su codicia y su deseo de seguir medrando en la escala social incluso al amor de su hija y a la vida de su esposo. Nada ni nadie podrán impedir que logre sus anhelos aunque para ello se condene a la más absoluta soledad. Podría verse en este personaje un gran drama, el de una mujer condenada a vivir en una pequeña ciudad con un marido al que no ama y rodeada de hermanos de los que no se puede fiar pues compiten con ella en codicia y ambición. Personalmente, considero que este personaje es bastante plano a lo largo de la obra. Desde el principio hasta el desenlace no experimenta cambio alguno, sigue siendo igual de malvada y, excepto un minúsculo atisbo de arrepentimiento cuando fallece su esposo, no hay en ella ningún dilema moral a la hora de llevar a cabo sus proyectos.
En mi opinión, el gran drama viene de la mano de los personajes secundarios como la criada, paradigma de la situación denigrante que viven las personas de color, y la cuñada de Regina, una mujer perteneciente a la nobleza arruinada que se casó con uno de los hermanos Hubbard pensando que era el amor lo que les unía, cuando el verdadero motivo eran las posesiones que tenía su familia y de las que se apoderaron los Hubbard. Es una mujer anulada por completo que se siente asfixiada en una jaula de oro, sin derecho para opinar pero con obligación de obedecer.
El elenco de actores está encabezado por Nuria Espert, quien, si se me permite la expresión, hace una interpretación algo achacosa. Recuerdo que en su anterior espectáculo, La violación de Lucrecia, su desenvoltura en las tablas fue sublime. Su actuación quedó grabada en mi alma como una de las mejores que he tenido oportunidad de presenciar. Por ello, a medida que iba avanzando la acción fui sintiendo una pequeña desazón, ¿qué le pasa a Nuria Espert?, ¿dónde está su fuerza interpretativa? En ocasiones le faltaba brío al hablar y se le notaba algo cansada al subir las escaleras. La elección de esta gran actriz como protagonista, obliga a elevar la edad del resto del reparto. Quizás este hecho reste algo de credibilidad a la acción, pues no es demasiado verosímil que una señora de una considerable edad tenga anhelos de marcharse a vivir a Chicago, cual jovencita obnubilada por el brillo de la gran ciudad. Tampoco en La violación de Lucrecia la edad del personaje estaba en consonancia con la de la intérprete, pero esto no suponía ningún impedimento para la verosimilitud porque por encima de todo relucía la brillante actuación de la actriz. Era la sublimación de la palabra en estado puro, el teatro en mayúsculas con el maravilloso texto de William Shakespeare.
No es mi intención minusvalorar el trabajo de estos actores. Sus actuaciones son correctas, por supuesto, pero me quedó ese sabor agridulce al ver a Nuria Espert, una loba con poca garra en esta ocasión. Esperemos que su aullido resurja con mucha fuerza en su próximo espectáculo y que renazca, cual Ave Fénix, esa magia interpretativa de la que hizo gala en La violación de Lucrecia, un maravilloso y ya inolvidable regalo para los amantes del teatro. 


domingo, 18 de noviembre de 2012

181. ʻO las estacionesʼ, de Antonio Tello

 
 
“El árbol desterrado es siempre exótico. 
Sólo la mitad de sus raíces arraiga 
en la tierra extraña. En la casa nueva. 
¿Será esta la raíz de su doble sombra?”

Este es uno de los poemas recogidos en el nuevo libro de Antonio Tello, O las estaciones, publicado hace apenas un mes por la editorial in-Verso. Aunque la interpretación del poema adquiere mayores matices leído en el contexto del poemario, es inevitable tomarlo como trasunto biográfico del exilio del poeta. Amenazado de muerte por la Alianza Anticomunista Argentina, Antonio Tello abandonó su país en 1975. Recaló primero en París y después en Barcelona, ciudad en la que reside actualmente y donde ha llevado a cabo la mayoría de sus obras.

Contra ese desamparo del desterrado, Antonio Tello ha hallado en el territorio de la poesía, la colonia inexpugnable donde plantar las raíces de un árbol siempre autóctono, independiente y libre de acechanzas. Esto, que pudiera parecer metáfora más o menos manida sobre la irreductible libertad de la patria de las palabras, alcanza en este último libro de Antonio Tello un verdadero sentido ontológico. A través del espacio mítico del bosque, auténtica cosmogonía poética de reverberaciones pánicas, el poeta construye un refugio cuya naturaleza cíclica, las estaciones, y su capacidad de retroalimentación, permiten la pervivencia de un ámbito en constante cambio pero esencialmente el mismo. A esta esencialidad del bosque (“traspasar la inicial de tu nombre y entrar / así en el secreto de las estaciones”), contribuye un lenguaje admirablemente depurado, limpio. El bosque es, además, el templo de los amantes. Los paralelismos entre los elementos forestales y el imaginario amoroso son constantes y tienen especial significación en la figura del árbol y en su vulnerabilidad y finitud, desprovista de la anhelada trascendencia. Así, “aunque crece hacia la luz, / el árbol sólo conoce el día /desde las lindes de su sombra”; y “el destino del árbol / no se lee en las estrellas / sino en las líneas de sus ramas”. Pero el amor redime esta finitud en la eternidad de los instantes, propiciados por la amante; por eso no importa que ésta no pueda “detener el paso de las estaciones”, porque ella es todas las estaciones.
He aquí otro de los aspectos narcotizantes del libro de Tello: el estatismo de muchas de sus imágenes, ese instante detenido que, reverentemente silencioso, triunfa del tiempo. Así, el viento desgaja las hojas del árbol, “con arrebato de fuego eleva / hasta las nubes sus vestiduras / de otoño. Y arriba las abandona. / Flotan. Quedan flotando. Las hojas. Un instante en suspenso y caen. / Caen sin prisa oxidando la nieve”. A veces, el amor se tiñe de erotismo en la figura del jaguar y en la turbadora del fauno, con la complicidad de los elementos naturales que, en unicidad de ente orgánico, participan del “gozo de la espesura”.

Este espacio, que es una brillante reformulación del hortus conclusus clásico y que deja de ser un mero marco para transformarse en una entidad activa ("...el claro / ¿es suspiro de la fronda o impronta de una estrella?"), tiene su contrapunto en los confines del bosque, aquella inquietante linde que el poeta llama enigmáticamente “más allá”, como si no quisiera nominar esa realidad tabú. Cuando ésta ingresa en el territorio sagrado del bosque, el equilibrio se deshace y triunfa el caos. Las últimas páginas del libro son  un excelente ejercicio de deconstrucción lingüística, cuya puntuación acelera el ritmo apocalíptico del desastre y en la que la expresión gráfica se suma a la imagen visual de la desintegración del paraíso. Y el fauno, en su desesperación, cae y “sigue cayendo, sigue cayendo / en el silencio / o las estaciones”.
 
 

domingo, 4 de noviembre de 2012

180. ‘Los muertos no van al cine’


Juan López-Carrillo, nacido en L'Ampolla, Tarragona
 
Dice Ramón García Mateos en su Baza de copas, que cada día está “más convencido de que el poeta Juan López-Carrillo es un ente de ficción”. Aunque concedamos esta convicción al amparo de las licencias literarias, lo cierto es que, leyendo Los muertos no van al cine, de Juan López-Carrillo, éste nos parece tan real como la vida misma, a veces, incluso, demasiado real, de una realidad que duele.  “Los muertos no van al cine” es un libro de poemas editado por Candaya en el año 2006. Durante 6 años ha estado durmiendo el sueño de los justos con algún feliz desvelo esporádico, pero ya resulta enojosa esa butaca vacía en la sala del cine de la vida literaria de estos muertos tan vivos. Que nadie se confunda. Yo no vengo ahora a descubrir aquí a López-Carrillo, quien se basta solo; no me arrogo tales potestades de gurú literario como hacen otros. Yo sólo soy un lector de Juan. Y a López-Carrillo se le conoce bien. De él llegó a decir el prestigioso editor Sergio Gaspar que la suya es la mejor poesía visual que se hace en España (léase su 69/Modelo para amar). Y otros han descrito ya sus méritos en diferentes medios de comunicación. Pero sí quiero aprovechar este repunte que su libro ha experimentado en los últimos tiempos (en la revista de la mexicana Universidad de Monterrey se recomendó recientemente su relectura junto a Lorca, Cortázar y Cervantes) para recordar a los adeptos de la novedad, que los libros, particularmente los libros de poesía, son siempre nuevos, y también para anotar su  sinuosa e impredecible vida, como la de estos muertos que ahora resucitan.

Aunque el tono de Los muertos no van al cine resulte jocoso, el lector que se adentre en sus versos no podrá evitar una media sonrisa de acíbar que no alcanzará nunca la carcajada. Porque el humor de López-Carrillo es sólo el anverso de la gran tragedia de la soledad. La cortina burlona y falsamente autocomplaciente de sus poemas, una  vez superado el reconocimiento de su inteligente y ácida comicidad, dejan de hacernos gracia cuando la miramos al trasluz. Escapando del victimismo barato que habría lacerado su amor propio, López-Carrillo encuentra en el humor el modo de decir lo que siente sin caer en el ripio ñoño que fácilmente tienta a quienes se someten a la fatalidad del desengaño amoroso y de la soledad, sentimientos cuya universalidad y larga tradición poética los hacen difícilmente individualizables y originales. El resultado de ese tamiz humorístico, deja en la superficie la sonrisa y el juego festivo, para filtrar, destilado y sincero, el verdadero pulso de su alma dolorida. Esta sinceridad que el resabio humorístico ha despojado del tópico, se acentúa por la hiriente cotidianeidad que los reviste. La poesía, que muchas veces ha debido recurrir a la abstracción y al artificio para legitimarse como tal, se ha distanciado de los hombres y de su inmediatez. Pero cuando el verso de López-Carrillo penetra por los intersticios de la más palpable realidad, la de los relojes despertadores, la de los teléfonos, la del colesterol, la de las cucarachas en el pasillo, la de todos esos objetos y experiencias rutinarias que parecen no poetizables, entonces el poema activa los resortes de nuestra realidad de una manera tan radical que sentimos las punzadas de la vida en cada lectura. Así, por ejemplo, en “Consuelo”, una llamada telefónica del banco para requerir el pago de un crédito olvidado, permite que una voz anónima salve al poeta “de la soledad y el abandono/por el precio/de unos intereses de demora”. Y esta imagen tan desoladora vale por todas las metáforas sobre la soledad que haya podido dar la “alta poesía”. Porque la alta poesía es sólo la que puede calar en el alma de los hombres. La otra es poesía muerta; y los muertos no van al cine.
 

miércoles, 31 de octubre de 2012

179. El apagón


 
La llegada del otoño nos brinda a los adictos al teatro la posibilidad de volver a soñar con las historias que se representan sobre las tablas. Pese a que el estío es una de mis estaciones favoritas, esta nueva etapa del año se me hace más llevadera cuando hojeo y ojeo la nueva programación de El Principal. Es una costumbre que roza lo sagrado, leer y releer bien toda la oferta cultural que se nos ofrece a los alicantinos para no equivocarme en mi elección. ¡Ay, y cuánta razón tenía el gran Quevedo al hablar del “poderoso caballero” llamado don dinero! La pecunia nos obliga a los enamorados del teatro a afinar bien en nuestra selección. No puede faltar un clásico, por supuesto, ni obras con actores consagrados, pero tampoco está de más elegir alguna comedia de entretenimiento, sencilla, pero con poder catártico, pues… ¿a quién no le gusta evadirse durante unas horas de la rutina, de esa monotonía que se impone, lenta y silenciosa, a lo largo de la semana?
Pude disfrutar de esta catarsis en forma de carcajada continuada con El apagón, adaptación de Black comedy de Peter Shaffer, que ya fue representada en España en 1968. Ahora, vuelve a pisar las tablas con fuerza de la mano de un elenco de actores encabezado por Gabino Diego. Éste interpreta a Brindsley, un joven escultor sin éxito al que visitará un importante coleccionista de arte para conocer su obra. Parece que, por fin, vivirá una gran noche. A esta emoción se suma el nerviosismo por conocer al padre de su prometida, un militar retirado que no ve con buenos ojos que su pequeña esté enamorada de un artista sin futuro. Para intentar impresionar a ambos invitados, la pareja toma prestadas algunas piezas de decoración y de mobiliario de Harold, el vecino anticuario de Brindsley que estará ausente ese fin de semana. Mas un inesperado imprevisto en forma de apagón, torcerá los planes de los protagonistas.
El apagón se presenta como una convención teatral que el público debe aceptar para disfrutar de la esencia de la representación. Cuando el escenario está a oscuras, el público no ve, pero los personajes sí. En cambio, cuando las luces iluminan el escenario, los personajes no ven nada, lo cual condiciona la interpretación de los actores. Éstos han de caminar a tientas por la casa, con los consiguientes tropezones, y se hablan sin mirarse, por lo que los intérpretes no cuentan con la réplica del compañero. Es decir, las condiciones de la representación son más complicadas para ellos, pues deben actuar como si estuvieran a oscuras.
El enredo se complica aún más con la llegada de miss Furnival, una vecina miedosa, interpretada magníficamente por Aurora Sánchez; con el regreso del vecino anticuario y con la aparición inesperada de la verdadera novia del joven escultor. Todos los personajes y sus acciones entretejen un cúmulo de situaciones hilarantes y disparatadas. Quizás el desenlace se resuelva con cierta celeridad y simpleza, pero es que lo importante aquí es el nudo de la historia, el enredo de sus situaciones, válidas por sí mismas, que complican cada vez más la acción y aumentan la carcajada del espectador.
En definitiva, El apagón se presenta como un espectáculo altamente recomendable para aquellas personas que deseen reírse sin más, no buscar ninguna explicación o enseñanza más allá de la sesión de risoterapia que nos ofrecen estos actores. Es una buena oportunidad para disfrutar de  un rayo de ilusión en medio de este cielo enmarañado de nubes negras, oscuridades e incertidumbres, para hallar algo de luz en medio de este gran apagón, cuya avería se alarga ya demasiado tiempo y que no parece que vaya a solucionarla compañía eléctrica alguna. Y así, estando a dos velas como estamos, el teatro luce su palmatoria y nos ilumina el corazón entre las penumbras.

domingo, 28 de octubre de 2012

178. El temblor del héroe




Una de las razones por las que no me había acercado todavía a la literatura de Álvaro Pombo es que había oído hablar a Álvaro Pombo. Cuando se escucha razonar al autor santanderino, uno siente la peligrosa necesidad de cogerle por los hombros y cimbrear su cuerpo para que se arranque de una vez por todas a decir alguna cosa. La elocuencia oral de Pombo sería hoy un modelo clásico si Cicerón hubiera incluido en sus tratados de oratoria el carraspeo perpetuo y la repetición desesperante de la primera palabra de una frase. La última vez que lo escuché fue en Las noches blancas, el programa que presenta Sánchez Dragó en Telemadrid. Pombo fue invitado para hablar de su último libro, El temblor del héroe, y Dragó tuvo que reconducir en varias ocasiones el diálogo con el escritor para darle a la conversación un cauce razonable que se perdía ya por vericuetos de pensamientos deslavazados, divagaciones etéreas y frases inconclusas. La decepción fue notoria. Debía estar yo sugestionado por el apellido de don Álvaro y esperaba quizás un remedo de la famosa y mítica tertulia de Ramón Gómez de la Serna en el madrileño Café de Pombo.

En realidad, detrás de mi frustración al oír a Pombo se halla todavía la ingenuidad del lector romántico que percibe al escritor como a una especie de pequeño dios y que espera de sus palabras aquella frase luminosa que cambie el mundo y mueva algo dentro del que las escucha, como si de una revelación oracular se tratase. Pero hay que saber distinguir al autor del narrador, lo dicen todos los manuales de Literatura.  Hay quien no se siente cómodo en las entrevistas o en las presentaciones de libros o en los actos institucionales y, sin embargo, en la privacidad de su actividad creadora, las palabras fluyen brillantes.

Prueba de ello es el ya mencionado último libro de Pombo, El temblor del héroe (Destino), Premio Nadal 2012. Con una prosa plástica y personalísima (detalle éste muy importante en un panorama narrativo donde sobra el hacinamiento y faltan voces propias), Pombo nos plantea una compleja trama de relaciones personales ancladas mediante vínculos nada triviales. Aunque Pombo rechaza el marbete de novela filosófica, lo cierto es que el lector sólo puede hacer el pacto de ficción con el narrador si acepta primero el tono ensayístico del libro, aupado por los resortes literarios. De hecho, el planteamiento se hace pensando en la complicidad del lector, a quien se le pide que participe del experimento. Es una novela al modo naturalista, donde el narrador coloca a sus personajes en determinadas situaciones para observar sus comportamientos. La diferencia está en que Pombo no esconde su propósito sino que, incluso, propone sus propias hipótesis sin ningún pudor. El tono literario de muchos pasajes, con esa lírica urbana tan desazonadora que la ciudad de Madrid ha inspirado a tantos escritores, atenúa el ensayo y matiza las fronteras entre éste y la novela. Tras el experimento, de final demoledor, hay una dolorosa crítica a la insolidaridad, a la vanidad del individuo, al ascendiente perjudicial que algunas personas ejercen sobre otras que se encuentran en relación de desigualdad y a la banalización del mal, resultado de pasar por el mundo sin prestar atención al dolor ajeno, como la figura despreciable de Bernardo, patinador consumado que resbala por las calles como resbala por el mundo, sin compromiso ni ataduras morales y que tanto daño produce en la novela. Al cerrar el libro, el lector, esta vez sí, encuentra la elocuencia de Pombo. Y es ésta de una diafanidad radical e hiriente para desgracia del mundo real en el que Pombo se inspira. A Pombo aquí no le tembló la voz. A nosotros, en cambio, nos dejó dolorosamente mudos.

domingo, 21 de octubre de 2012

177. La berlina de Prim


Aunque siempre he sentido un gran respeto por Ian Gibson, también es verdad que me causa cierta reserva ese extraordinario don suyo de la oportunidad. No hay efemérides, recordatorio u homenaje en el que el historiador irlandés no saque tajada mediante la publicación del algún trabajo muy a propósito. Y no sólo eso, sino que, además, parece formar parte de esos estudiosos omnímodos que pretenden arrogarse el monopolio de ciertos autores o temas, como si, lejos de su escritorio, tales asuntos estuvieran condenados a vagar por el yermo páramo intelectual de los usurpadores. Sin ir más lejos, aquí en Tarragona, hay algún ejemplo de “holding” literario, a propósito de Federico García Lorca. 
Por otro lado, tampoco parece legítimo reprocharle a Gibson que se gane la vida con su trabajo, sobre todo cuando nos regala deliciosos divertimentos como La berlina de Prim (Planeta), Premio de Novela Fernando Lara 2012, “casual” hallazgo que se publica justo en el año de la exhumación en Reus del cadáver del general Prim para la determinación de las causas de su muerte. El libro, ambientado en 1873, con la Primera República agonizando, narra la investigación del periodista irlandés, Patrick Boyd, hijo ficticio de aquel Robert Boyd que luchara al lado de Torrijos contra la tiranía de Fernando VII y cuya tumba se halla en Málaga. Las pesquisas del joven Patrick tratarán de dilucidar la autoría del asesinato de Prim, misterio todavía hoy sin resolver.

La investigación es verdaderamente apasionante, llena de medias verdades y de una maraña de intereses enfrentados que colocan en el punto de mira a grandes personalidades de la política de aquel tiempo, cuya ambición desmedida los convierten en serios sospechosos del magnicidio, léase el duque de Montpensier o el general regente Serrano, a los que el nombramiento de Amadeo de Saboya como rey propuesto por Prim, limitaba seriamente sus aspiraciones de poder.

Hay que advertir al lector que este libro puede leerse como una novela pero no lo es realmente. Gibson activa los resortes básicos del género novelesco pero pronto se impone la figura del historiador hasta el punto de abrumarnos con profusión de datos, algunos de ellos extraídos literalmente de las hemerotecas. La novela, entendida como artefacto artístico y literario, encalla entonces al someterse a la servidumbre de los datos. Pero ocurre lo que acontece con muchos episodios de la Historia de España; que la realidad  histórica es tan tremendamente atractiva, tan trufada de capítulos que parecen ellos mismos pasajes novelescos, que Gibson sólo debe tener la habilidad de saber ordenarlos con amenidad, algo que ocurre en la mayor parte del libro, aunque no siempre. En esto era un maestro el gran Menéndez Pidal; por eso, sus libros de Historia eran novelas sin serlo. En este sentido, el libro de Gibson es, muchas veces, un refrito de otras obras suyas, de las que se abastece cuando hace falta.

Para el amante de la Literatura, este libro será también motivo de regocijo cuando vea desfilar por sus páginas a los abuelos y padres de Antonio Machado; a Eugenio Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel, que en la novela ejerce como director de la Biblioteca Nacional; o a Benito Pérez Galdós, hablando de política en un café frente al Teatro Real.

Quizás el libro adolece de cierto maniqueísmo aunque, en descarga del escritor, hay que decir que ni Fernando VII ni Isabel II hicieron muchos méritos para resultar con ellos muy condescendientes. Sí es más discutible, desde ese punto de vista, el personaje de Patrick Boyd como trasunto del propio Gibson, sobre todo en sus diatribas nacidas del resentimiento irlandés hacia Inglaterra.

Por lo demás, La berlina de Prim es un homenaje a los grandes hombres de nuestra Historia, sepultados sistemáticamente por esa epidemia tan española llamada envidia y por la ambición sin escrúpulos. El libro rezuma, además, un profundo y doloroso amor hacia España, algo que siempre se ha percibido en los libros de Gibson y que hay que agradecerle. En eso quizás merezca la pena, esta vez sí,  pecar de oportunista. Aunque a otros importune.

domingo, 14 de octubre de 2012

176. Blancanieves o la felicidad.


El cartel promocional de la película es obra de Jordi Rins, natural de Reus
Antes de salir de la sala del cine, con los créditos todavía derramándose sobre la pantalla, temo que ahí fuera me van a irritar los colores vivos de los neones, el vocerío impenitente de la muchedumbre, los olores penetrantes de las cocinas, los cláxones irreverentes de los coches, el relente de la noche. Es un mundo hostil el de ahí fuera. Pero no. Lentamente, ajeno a todo, sombra silenciosa, atravieso narcotizado la distancia que separa el complejo comercial de los aparcamientos donde espera mi coche. Una vez dentro del vehículo, el sonido seco de la portezuela al cerrarse levanta una frontera de profundo silencio. Fue entonces cuando sucedió. No hubo ni un mínimo temblor, ni un sólo espasmo, ninguna mueca desencajada. Sólo un llanto dulce y sereno. Un llanto feliz. Y la ternura de las estrellas en lo alto, colgadas de un cielo en  blanco y negro.

Escribo estas líneas apenas unas horas después de haber abandonado la sala 1 de los cines de Les Gavarres, en Tarragona, donde se proyectaba Blancanieves, la película de Pablo Berger.

Las escribo ahora, con el tizne púrpura de las lágrimas todavía cubriendo las ojeras. Las escribo ahora, antes de que amanezca y la luz traiga la vulgaridad del día, sus urgencias, su pragmatismo; antes de arrepentirme de escribir esto que escribo porque no se pueden escribir críticas cinematográficas como éstas en un periódico. Antes de que el corazón se vista las galas de lo académico y se ponga birrete y se cubra con la toga del crítico, ése que esperan los lectores, con su palabrería técnica, sus análisis metódico, su valoración argumentada.

Hace ahora cuatro meses, escribí en estas mismas páginas la crítica de la película Blancanieves.La leyenda del cazador. Defendía yo entonces la legitimidad de las versiones que respetan el espíritu del original y que no son más que la evolución natural de la tradición. Aquel artículo hubiera servido para esta ocasión también. Pero hay dos diferencias. La primera es que, esta vez, Berger ha sublimado el original; y la segunda, que el Arte se ha enseñoreado de tal manera en cada resquicio de mi alma tras ver la película, que me niego, por puro respeto, a manchar su altar con la bajeza de las palabras. Hay que dejar hablar a las emociones. Porque aquel llanto en la soledad de mi coche no brotó de la melancólica tristeza de la película, que la tiene, sino de la alegría del encuentro total con el Arte, del misticismo de su hallazgo inesperado, de la revelación concreta de su credo, de la aparición mesiánica que nos demuestra que el Arte, en su más alta expresión, existe en nuestro mundo de sinsabores y nos eleva y nos redime y nos salva. La película de Berger es de una delicadeza, de una sensibilidad, de una perfección formal como no he visto nunca. Todo lo demás, su supuesto homenaje al cine mudo, la versión sobre el cuento de los hermanos Grimm, su maravillosa y emocionante españolidad, todo queda en segundo plano ante la evidencia del Arte que se impone.

Mañana habrá pasado todo. Me sentiré más lúcido. Diré a mis amigos que es la mejor película que jamás he visto y pensarán que exagero y pensaré yo mismo que exagero también. Con la emoción ya atenuada releeré en el periódico éste, mi artículo, y sentiré cierto pudor. Pero da igual. Porque estas líneas son para este momento. Este artículo es para mí, para recordarme que fui capaz de sentir esto que siento ahora. Porque, antes de que amanezca, quiero anotar en mi cartera, que yo fui, por un instante, realmente feliz en una sala de cine. Que yo estuve allí, viendo Blancanieves, de Pablo Berger.
 

domingo, 30 de septiembre de 2012

175. ʻCárceles imaginariasʼ, de Luis Leante

Soy un gran admirador de la novela realista decimonónica. Pero puedo comprender que al lector de hoy día le resulte tedioso leer un volumen de 600 páginas donde el verdadero desarrollo de los acontecimientos comience en la página 400. El lector de nuestro tiempo, inoculado por el virus de la prisa, necesita que los libros le cuenten algo pronto; su paciencia es limitada y si la acción no acaba nunca de arrancar, perdida ésta entre largas genealogías y pacientes construcciones de la caracterización de los personajes, abandonará la historia sin haberla siquiera iniciado.
Sin embargo, el buen novelista sabe que no puede renunciar a la concienzuda modelación de sus personajes si no quiere que éstos desfilen por su obra como entes sin alma que nada dicen al lector más allá de lo que su pobre demiurgo titiritero se proponga hacer con los hilos que los sujetan. Se exceptúa aquí la vaguedad premeditada con que algunos escritores configuran a sus protagonistas, persiguiendo un efectista halo misterioso.
Luis Leante, en su último libro Cárceles imaginarias (Alfaguara, 2012) está a punto de resolver este conflicto metaliterario. Para ello, nos atrapa desde las primeras páginas con un argumento que nos explota en la cara de lleno. Sitúa el inicio del relato en la Barcelona de 1896, en el marco del atentado anarquista del 7 de junio, al paso de la procesión del Corpus en la Calle de Canvis Nous, que luego trajo los famosos “procesos de Montjuïc”, cuya feroz represión tuvo eco en la prensa internacional. El protagonista, Ezequiel Deulofeu, señorito que se mueve en una especie de ambigüedad ideológica, entre el burgués apático y el revolucionario, se ve involucrado en los atentados, lo que le obligará a abandonar Barcelona en un viaje que le llevará primero a Manila y luego a Valparaíso. Después, Leante nos traslada al año 1988, para conocer al atormentado Matías Ferré, encargado, casi sin querer, de completar la investigación que Victoria, su pareja, había dejado inconclusa tras morir en un accidente de tráfico. Durante su labor, Ferré se topa con aquel Ezequiel Deulofeu y ese nombre se vinculará a su vida por sorprendentes caminos, demostrando la importancia de no olvidar a los que nos precedieron. A partir de ese momento, ambos espacios temporales se irán alternando.
Acierta Leante con esta fórmula porque el lector ya no puede desasirse de la propuesta argumental del libro. Obtenida la atención, es ahora cuando Leante puede detenerse en construir a sus personajes, remontarse a su pasado, hacerlos creíbles e insuflarles alma. El lector aceptará estas treguas en la acción porque tiene la promesa del inicio y sabe que volverá a ella, esta vez con el valor añadido del conocimiento íntimo de los personajes.
Sin embargo, Leante acaba naufragando. El argumento va dando bandazos sin una meta clara, la construcción de los personajes no acaba de perfilarse del todo y termina convirtiéndose en pequeñas crónicas individuales, desvaídas, sin interés, que poco dicen sobre sus almas. La obsesión de Farré por la investigación no se sustenta, no parece verosímil, se deja arrastrar por una especie de inercia desprovista de verdad humana. La primera huida de Deulofeu, que tanto juego podría haber dado, enseguida se convierte en un argumento anodino de idas y venidas sin solución de continuidad.
Y así, Leante, por el que, dicho sea de paso, siento un enorme respeto como narrador, consigue seducirnos desde el principio sin saber el lector que ha quedado preso en una cárcel imaginaria de reducidas dimensiones, de las de catre y jofainas oxidadas, con un enrejado que promete soles que no llegan, de la que sólo saldrá, entre el alivio y la frustración, cuando le libere el carcelero de la última página del libro.