Miguel Delibes publicó El disputado voto del señor
Cayo en 1978, un año después de las primeras elecciones democráticas tras
la muerte de Franco. Quizás por ello, el libro recibió una “acogida calurosa”,
como el mismo autor reconoce en una nota a la edición de sus Obras
Completas. Sin embargo, esa misma valoración podría aplicarse a la novela
cada vez que se celebran nuevos comicios, pues la distancia entre las
necesidades de la ciudadanía y el vacuo mensaje político, denunciada en el
libro, sigue pareciendo insalvable después de trece (o catorce) procesos
electorales.
¡Qué envidia nos suscita el señor Cayo! El señor Cayo
es vecino de uno de los tantos pueblos abandonados del norte de Castilla. Vive
de lo que la tierra le ofrece; él mismo fabrica su miel, cultiva su huerto,
elabora sus propios quesos, se alimenta de la carne de sus animales, bebe agua
fresca del río y cura las enfermedades con las propiedades que le regalan
hierbas y flores.
"–Joder! [dice Rafa, uno de los militantes del partido
político que ha venido a convencer al señor Cayo]. En este pueblo todo sirve
para algo.
–Natural –replicó el señor Cayo reanudando la marcha–: Todo lo que
está, sirve. Para eso está, ¿no?”
A este anciano autosuficiente, cuyo hablar reposado
demuestra cuán alejado está de la tiranía de la urgencia y de las tontas
necesidades que se ha creado el urbanita, vienen a persuadirlo de la
oportunidad que tiene de cambiar, a mejor, su vida:
“–Ahora es un problema de
opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción
que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir el
proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la
opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil”.
Y “el señor Cayo,
[que] le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un
espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada, dijo tímidamente:
–Pero yo no soy pobre. "
Al señor Cayo los políticos no le sirven para nada. El
diputado Víctor lo ve claro hacia el final del libro y se replantea incluso la
utilidad de su vocación y de todos sus principios: “Hemos ido a redimir al
redentor”, dice en su lúcida borrachera. Y critica el prurito de superioridad
cultural que se arrogan las nuevas generaciones: “¿De veras te parece más
importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del
saúco?”. En esa reflexión palpita la conciencia de la aculturación con que el
sistema desea imponerse sobre ese mundo ya periclitado, pero lleno de sabiduría
y verdad, que representa la simbólica figura del señor Cayo.
El sainete político al que estamos asistiendo estos
últimos días da buena cuenta de una situación aún peor que la que denunciaba
Delibes en su libro: los políticos ya ni siquiera piden el voto a los
ciudadanos, se lo piden a sí mismos, en una suerte de endogamia vergonzante que
aún nos aleja más de su insoportable inoperancia e ineptitud. El problema de
los políticos de hoy es que les falta altura en todo, en lo intelectual y en lo
moral. Quién fuera el señor Cayo y pudiera uno refugiarse en la soledad de los
cerros y de los valles, lejos de tanta estupidez y mandarlos a todos a tomar
por saco con un gráfico y sonoro y contundente y terapéutico corte de mangas.