lunes, 19 de abril de 2021

527. Registrar la belleza

 


La noticia pasó casi desapercibida. El torero Miguel Ángel Perera quiso registrar una de sus faenas como obra protegida por la propiedad intelectual. Al desestimarse su petición, interpuso en vano varias quejas, primero ante el Juzgado n.º 1 de lo Mercantil de Badajoz y después ante la Audiencia Provincial. Ahora es el Supremo el que ratifica ambas sentencias. Entre las razones del alto tribunal para rechazar la petición del torero destaca aquella que afirma la imposibilidad de evaluar con precisión y objetividad qué parte de su actuación puede ser considerada una creación artística original, «más allá del sentimiento que transmite a quienes la presencien, por la belleza de las formas generadas en ese contexto dramático». Al torero, que había comparado la naturaleza de su faena con la de las coreografías –que sí pueden incluirse en dicho registro– el tribunal le recuerda que el toreo es diferente, pues «la creación intelectual atribuible al torero, a su talento creativo personal, estaría en la interpretación del toro que le ha correspondido en suerte, en la que, además de la singularidad de ese toro, influiría mucho la inspiración y el estado anímico del torero».

Aunque la petición del torero me pareció, al principio, una ocurrencia peregrina, después no he podido dejar de sentir hacia él una íntima solidaridad, sobre todo cuando he leído las razones de la sentencia recogida por la prensa. Porque cuando un escritor registra en la Propiedad Intelectual su libro, ¿acaso cree el juez que el autor no ha estado condicionado, él también, por el toro que le ha correspondido en suerte y por su inspiración y estado anímico? ¿Y quién es el toro en literatura? Pues los personajes, sin duda, que le retan y acometen, que escarban la arena o hacen extraños, que hocican o se humillan, que reculan o rematan, y todo ello desde la soberana verdad de su condición de entes de ficción. Y así es que la lidia del escritor con sus personajes resulta impredecible y hasta estos pueden rebelarse de su condición de criatura imaginada, como aquel Augusto que se enfrentara a Unamuno en Niebla («Niebla», qué gran nombre para un toro). De manera que aquel libro que registra el autor en las oficinas de la Propiedad Intelectual podría haber sido otro muy distinto si los personajes hubieran sido también otros o si el escritor hubiera usado el capote o la espada de matar en un arrebato de «la inspiración y el estado anímico» que el juez usa para desacreditar la petición del torero.

No obstante, si al diestro le puede servir de consuelo, yo le diría: ¿para qué registrar la belleza? Para aquella gloriosa tarde de toros grabada a fuego en la retina de los aficionados que acudieron a la plaza, ¿hace falta un papel que la constate? ¿O vive mejor entre las palabras emocionadas de quienes transmiten la memoria de aquella jornada hasta hacerla legendaria? Y, a la postre, la belleza no es de nadie. En España, la ley fija 70 años desde la muerte de un escritor para que su obra pase a ser patrimonio de todos. Leal la belleza a su creador, le guarda por decoro un largo luto de siete décadas, pero luego se emancipa y vuela libre de tasas y cánones. La belleza no se registra. La belleza, simplemente, sucede.

lunes, 12 de abril de 2021

526. Yo también he estado en Comala

 


Son muchas las ciudades míticas que forman una especial geografía literaria por la que podemos viajar a través de las páginas de las obras en las que han sido construidas. Uno de estos lugares es Comala, un subyugante espacio en el que Juan Rulfo nos sumerge de lleno con su novela Pedro Páramo (1955), que se inscribe dentro de los límites del llamado realismo mágico y que forma parte del canon de obras imprescindibles de la literatura universal. La última muestra de su vigencia es la adaptación teatral que ha preparado Pau Miró y que dirige Mario Gas. Un proyecto que, a priori, se presenta como muy arriesgado pues no es fácil llevar a las tablas una obra tan compleja. Sin embargo, Miró y Gas han salido airosos de este reto dramatúrgico. El carácter fragmentario de la novela, su inexactitud temporal y sus saltos en el tiempo, lejos de constituir escollos insalvables, facilitan la creación de las diferentes escenas que forman un espectáculo teatral cuyo resultado final es brillante.

Todo el peso interpretativo recae en dos actores magníficos: Pablo Derqui y Vicky Peña, quienes hacen un trabajo digno de encomio pues infunden vida a un extenso ramillete de personajes. Únicamente con su voz – el trabajo de ventriloquía de Peña es excelente- y con mínimos cambios de atrezo, se meten en la piel de una veintena de personajes que el espectador identifica fácilmente, sin perderse por ese dédalo de relatos y de situaciones que transitan entre la vida y la muerte y que acaban confluyendo en el personaje de Pedro Páramo.

Mario Gas ha declarado que su objetivo es “que el público se sienta en mitad de un bosque de noche, alrededor de una hoguera, mientras alguien le cuenta una historia”. En cuanto Derqui aparece en escena y pronuncia las primeras palabras de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, la llamada cuarta pared se rompe y el espectador se convierte en un habitante más de Comala. Nuestras referencias espacio-temporales desaparecen y nos hallamos en ese inquietante lugar en el que transcurre la acción. Respiramos la tristeza de Comala y somos –también nosotros un muerto más– destinatarios de los relatos que los diferentes personajes le cuentan al hijo de Dolores. La narración oral, las palabras sustentan el peso de la acción con un respeto máximo al texto original y permite reconocer el estilo de Rulfo en todo momento. Estas historias relatadas por seres fantasmagóricos, misteriosos, marcados por el sufrimiento, sirven para dibujar el perfil de Pedro Páramo. Así, gracias a la palabra descubre Juan Preciado que su progenitor es un ser déspota, malvado, tirano e injusto que ha condicionado negativamente la vida de Comala, un lugar muerto en el que solo quedan voces grises, lamentos ahogados, recuerdos dolorosos de seres que vagan en una especie de limbo que acaba engullendo también a Preciado. El único rasgo que humaniza a Pedro Páramo es el amor que siente por Susana San Juan, pero no le ayuda a redimirse sino que acentúa su nivel de maldad cuando ella pierde la vida.

La puesta en escena es sencilla pero muy efectista. Unas paredes grises, hojas secas en el suelo, un par de escaleras móviles, algunas sillas desvencijadas y una pantalla en la que se proyectan imágenes que contribuyen a crear la angustiante atmósfera de Comala. No hace falta nada más porque lo importante, como ya se ha señalado, es la palabra. Con estos elementos, los actores nos regalan escenas impactantes como la asfixia de Juan Preciado, el genial diálogo entre él y Dorotea en la tumba,  la ira de Pedro Páramo cuando el pueblo festeja mientras él entierra a Susana San Juan o su muerte a manos de su hijo Abundio.  

En definitiva, la adaptación teatral de Pedro Páramo corrobora la máxima de que “menos es más”. Bastan dos buenos intérpretes y un texto fiel al original, muy bien trabajado, con escenas perfectamente hilvanadas que dibujan un patrón exacto de ese “rencor vivo” que ha pasado a la memoria colectiva de la literatura, para que los espectadores podamos afirmar que nosotros también hemos estado en Comala.

lunes, 5 de abril de 2021

525. Bernarda, cara de leoparda

 


Con esta frase se rebela María Josefa, la madre de Bernarda Alba, contra el encierro en que su hija la tiene y, por extensión, contra el encierro de sus cinco nietas, en edades casaderas, tras decretar Bernarda los ocho años de luto tras la muerte de su segundo marido. Pero nunca tuvo tan fácil María Josefa su insubordinación como en la última versión de la obra de Lorca, dirigida por José Carlos Plaza, y cuyo estreno nacional se produjo hace apenas una semana. Porque nunca antes tampoco se había encontrado María Josefa con una Bernarda tan floja y desvaída como esta que representa Consuelo Trujillo. Señora María Josefa, así no tiene mérito; así nos atrevemos todos: Bernarda, cara de moscarda; Bernarda, cara de avutarda. ¿Lo ve? Y nos quedamos tan panchos, sin miedo a la reacción autoritaria del inolvidable personaje lorquiano. Y es que la Bernarda Alba de este último montaje es un mero sucedáneo del que imaginase Federico. Ni el timbre de su voz se enseñorea tiránico entre las paredes de la casa; ni su presencia, casi frágil, acogota la voluntad de sus hijas; ni el bastón resulta amenazante entre sus manos dubitativas. Hay, además, una suerte de exhibicionismo de la autoridad que resulta impostado, sobre todo cuando la actriz, tras su enésima demostración de despotismo, dibuja una sonrisa sardónica más propia de los risibles y maniqueos villanos de los dibujos animados que de quien se siente depositario de una jerarquía familiar que se pierde en el tiempo. La autoridad no se exhibe: simplemente se tiene. El culmen del despropósito es esa escena final en la que Bernarda pide silencio a sus hijas tras el suicidio de Adela y que Consuelo Trujillo emite en un hilo de voz con la pretensión simbólica, imaginamos, de hacer presente el silencio en una secuencia declinante supuestamente efectista que ignora los signos de exclamación que Lorca dejó bien claros en su manuscrito, justamente porque el poeta granadino quiso colocar el clímax en el remate de todo ese crescendo insostenible y desbordante con que se ha ido preparando la tragedia final.

El resto del montaje no le va a la zaga. Poncia, representada por Rosario Pardo, es quizás el personaje más inspirado, aunque hay momentos rayanos en lo histriónico. Tampoco Adela (Marina Salas) acaba de hacer estallar sobre las tablas la pulpa de su juventud ansiosa de vida, y solo hacia al final, cuando le arrebata a Bernarda su bastón, parece reivindicar algo de nervio interpretativo. El resto del reparto se acomoda a la insulsez general a excepción de María Josefa (Luisa Gavasa) cuyo papel maneja con acierto.

A la obra le falta también algo de ritmo. Hay silencios que no acaban de llenar el escenario. El silencio debe ser un personaje más, debe hacer notar su losa; en lugar de eso, los silencios parecen vacíos interpretativos, desconexiones que desconciertan al espectador o lo exasperan. Otras escenas, en cambio, se exceden en su propósito, como el momento en que se oye, extramuros, las canciones de los segadores, y las hijas, excitadas por las voces de los hombres y por la intención erótica de sus romances, comienzan a masturbarse. No es mojigatería ni incomodidad: es que resulta ridícula la ultrainterpretación del motivo lorquiano.

Tampoco la escenografía acierta. Si en las acotaciones, Lorca dejó muy clara su voluntad de que las paredes fueran «blanquísimas» como símbolo de la virginidad que allí se protege y como contraste cromático con los vestidos enlutados, aquí los muros semejan una suerte de frescos pompeyanos decolorados no sé con qué finalidad. Debieran también las actrices levantar algo la voz. Si a mí, en la fila 7, ya me costaba oírlas bien, no quiero pensar qué oirían en la fila 15 o en el anfiteatro. No ayudaba tampoco, el solapamiento de registros sonoros pregrabados, como en la escena del linchamiento de la hija de la Librada, donde no se puede oír la defensa, tan importante en la obra, que hace Adela de la libertad de la malaventurada. Hubo también errores en algunos parlamentos y olvidos muy evidentes.

Así pues, no hubo catarsis lorquiana. Porque si Bernarda tiene cara de leoparda, ésta ni muerde ni espanta los corazones.