lunes, 29 de junio de 2015

291. Pollitos raperos



Algunas tardes un grupo de adolescentes se concentra en el parque que hay frente a mi casa para celebrar esos juegos dialécticos que llaman “peleas de gallos”. Colocan su equipo de música portátil en el suelo y los contendientes tratan de ajustarse a las cadencias que marcan los altavoces para conseguir el flow. Desde mi ventana oigo el ritmo de la música y una borrosa retahíla de palabras que, a ratos, son jaleadas con un sonoro ¡ohhh! por el joven público.
Vaya por delante que prefiero que estos chiquillos estén dándole a eso del freestyle que haciendo botellón en cualquier descampado o metiéndose mierda en algún sórdido lavabo de una discoteca poligonera. Y así se revela la palabra, una vez más, como el único territorio capaz de redimir al género humano. Sin embargo, cuando oigo decir que lo que hacen estos pollitos raperos es una manifestación cultural que hay poner en valor e introducirla en los planes de estudio y manuales de literatura, la cosa me chirría bastante. Estas ideas proceden, claro está, de la nueva hornada de pedagogos y orientadores educativos, de esos que hay en todos los institutos, los coleguitas de los alumnos, a quienes estos tutean y dan palmaditas en la espalda o chocan sus manos; esos profesores que siempre tienen a su alrededor, cual gallina clueca, a todos sus polluelos incondicionales porque el profe es “guay” y se interesa por sus inquietudes más inmediatas. Los mismos profes a los que les resbala poner en contacto al alumno con la cultura de verdad, mientras el chavalín sea feliz y se colmen sus aspiraciones como consumado grafitero.  He puesto el oído a las letras de las batallas de gallos del parque de mi casa y todos fornican con la madre del rival, hay felaciones a tutiplén y penetraciones anales a mansalva. Todo muy edificante. También he oído a los gallos prestigiados y la cosa no mejora mucho.
Así que cuando me dicen que esto es una manifestación cultural de primer orden, a mí me da por pensar en aquellos agones o debates griegos de los Juegos Píticos o en el agón entre Antígona y Creonte en la obra de Sófocles.  O me acuerdo de las cantigas de escarnio y de maldecir, procedentes del sirventés provenzal y más concretamente de la tensó, donde juglares y trovadores se ridiculizaban con gusto e ingenio y se atrevían con todo, como aquel monje de Mountadon, llamado Peire de Vic, que se atrevió en un debate hasta con el mismísimo Dios. O me acuerdo de los trovos alpujarreños a golpe de fandango y de su difusor Miguel García “Candiota”. O de los versolaris vascos y las regueifas gallegas. O de los payadores sudamericanos como el gran Gabino Ezeiza y su épica payada contra Juan de Nava en el Teatro Artigas de Montevideo, el 23 de julio de 1884 (el 23 de julio se celebra en Argentina el Día del Payador en honor a este mítico contrapunto). O, siguiendo con los payadores, me acuerdo también del mulato Taguada, que tras perder su “encuentramiento” con don Javier de la Rosa, se ahorcó con la cuerdas de su guitarra. O del colombiano Francisco Moscote, apodado Francisco El Hombre que se enfrentó al mismo diablo en una “piquería” vallenata.  Francisco El Hombre aparece en multitud de ocasiones en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. O me acuerdo de los magníficos repentistas cubanos, como Alexis Díaz Pimienta y sus increíbles improvisaciones poéticas.

Rebuznan los chiquillos en el parque de mi casa. Y a cada clamor del público se muere un repentista cubano. El pedagogo de turno redacta en su despacho una iniciativa didáctica que presentará a la dirección del centro la próxima semana. Tiene faltas de ortografía. En los estantes, una adaptación infantil, muy manoseada, de La Celestina para alumnos de Bachillerato. El Antígona de Sófocles que le regaló un compañero bienintencionado languidece olvidado entre el polvo, mientras corona la pared un póster de la Venus de Botticelli, estilo manga. 

lunes, 22 de junio de 2015

290. Los libros repentinos



Lo primero que llama la atención del nuevo libro de Pablo Gutiérrez es la capacidad del autor para crear un universo estilístico propio. Efectivamente, el lenguaje de Gutiérrez es refrescante, dinámico, torrencial a veces; las palabras se vinculan a través de asociaciones semánticas sorprendentes y sugestivas, cercanas al neologismo, y se permite alguna licencia sintáctica. La prosa de Gutiérrez no llega a alcanzar la transgresión pero sí se acomoda a una suerte de desparpajo insolente, en el buen sentido de la palabra, que tan bien casa con el tono general del libro. Buen síntoma este, el de la singularidad expresiva, en un panorama literario en el que casi todo el mundo escribe igual y donde cuesta diferenciar voces particulares; “triunfitos” de la literatura abocados a la insustancialidad general.
Los libros repentinos (Seix Barral, 2015) cuenta la historia de Reme, anciana habitante de un barrio de la periferia, que un día recibe por error una caja de libros. Reme se encerrará con ellos en su casa y los leerá con obsesiva delectación. Al mismo tiempo, aparece un bando municipal escrito por el nuevo teniente de alcalde, un joven e inexperto concejal del distrito, que insta a los vecinos a no tender la ropa en los balcones para mejorar la imagen del barrio. La anécdota se convierte en el acicate definitivo para la rebelión de un suburbio agraviado por el abandono en que los tiene el ayuntamiento intramuros. Sus habitantes no pueden entender que no se solucionen sus viejas demandas y, en cambio, la mayor preocupación de los próceres gubernamentales sean las bragas de la Reme ondeando al viento. Es precisamente Reme, que es ya otra persona tras sus ávidas lecturas, quien liderará simbólicamente la revolución.
Aunque, a primera vista, el libro parezca escrito bajo una pátina reivindicativa muy 15-M, lo cierto es que Pablo Gutiérrez no se casa con nadie. A través de la ironía, el autor establece una marca distanciadora muy evidente que le permite no dejar títere con cabeza y evitar el maniqueísmo. Y así, al mismo tiempo que se deja en evidencia la doble vida del concejal, el papanatismo religioso, las corruptelas o la hipocresía tutelar del gobierno, también se burla de la insurrección impostada de los grupos antisistema o de los que, bajo un falso altruismo oportunista, buscan protagonismo y medra personal. 

La novela es, además, un homenaje a la literatura. La trama argumental está jalonada de citas de los libros que ha leído Reme o de guiños cariñosos en su deconstrucción de obras clásicas, como las ironías homéricas o los divertidos epítetos épicos que acompañan a los personajes y a sus circunstancias. Pero, ante todo, el libro de Gutiérrez nos habla de la capacidad de la literatura de hacernos libres, de adquirir la competencia del juicio crítico e independiente, de librarnos de la manipulación. Al final de la novela, el autor se pregunta qué hubiera pasado si aquellos libros repentinos no hubieran llegado a la vida de Reme. Quizás ésta hubiera continuado con su vida anodina, sin horizontes; habría retirado sus bragas del tenderete; habría pasado sus últimos años de viudedad resignada, apoltronada en un sofá tragando las bazofias de la televisión. Los libros, en cambio, le permitieron experimentar, tal vez, la única sacudida real de toda su banal existencia. Los libros le permitieron, en definitiva, sentir la vida.

domingo, 14 de junio de 2015

289. La sergent Anna Grimm



La novela negra está experimentado en nuestro país un predicamento inusitado. Baste enumerar las ciudades, que siguiendo la estela clásica de la decana Semana Negra de Gijón, nacida en 1988, se han sumado en la última década a la promoción de este género: Barcelona Negra (2005), Getafe Negro (2008), Castellón Negro (2010), Valencia Negra (2013), Aragón Negro (2014) o las inauguradas este mismo año (Granada Noir o Pamplona Negra, entre otras). Hasta los pequeños municipios tienen su propio festival, como el que el pasado mes de mayo celebró L’Espluga de Francolí a través de su certamen “El vi fa sang”, maridaje de vino y novela policíaca que aspira a convertirse en referente en la provincia de Tarragona. Fue precisamente en este marco de la Conca de Barberà donde se presentó La sergent Anna Grima (Pagès editors), publicada no obstante en 2014, y escrita por la ilerdense Montse Sanjuan.
La novela de Sanjuan sigue los clichés de la novela policíaca clásica. Los clichés no suelen gustar a los críticos pero hay que concederle a los lugares comunes la capacidad siempre reconfortante del reconocimiento de un género literario, en el que el lector se sienta cómodo. Clichés los hay: la sargento obsesionada por su trabajo, su carácter solitario, su exitosa intuición profesional y una vida personal marcada por la frustración de no haber podido resolver el único caso que verdaderamente le ha importado: la desaparición de su hermana. La acción principal, una serie de asesinatos de los que se investigan patrones comunes, corre así paralela al drama íntimo de la sargento.
La novela está bien construida, sin prisas, invirtiendo el tiempo necesario para hilvanar coherentemente las pesquisas del equipo de Anna Grimm, aunque para ello la autora deba sacrificar el ritmo de la prosa al servilismo repetitivo de los protocolos policiales (interrogatorios, procedimientos judiciales y demás), lo que, por otro lado, otorga verosimilitud a la historia. Es en aras de ese realismo que Montse Sanjuan permite que los avances en la investigación respondan a veces a la pura casualidad, despojando a la sargento de cualquier atisbo de iluminación divina (pienso, por ejemplo, en la escena del centro comercial). Son muy efectistas los capítulos breves en los que la voz anónima del asesino nos ofrece una estampa siniestra que interrumpe unos segundos la trama argumental. Del mismo modo, la niebla que se enseñorea de la ciudad (la acción transcurre en Lérida), genera una atmósfera propicia que tan bien se acomoda al misterio narrativo. El ritmo del libro se acelera en su último tercio en un crescendo que no resulta precipitado sino muy bien medido y calculado. También existe una correcta contención sentimental de las escenas más emotivas, que nunca acaban en el melodrama lacrimógeno. Siguiendo esa premisa, el estilo es sobrio y algo aséptico. La voz narrativa se identifica en estilo indirecto libre con la sargento, excepto en la página 207 donde un narrador externo pero omnisciente se aleja por primera vez de la protagonista como recurso para no revelar al lector el hallazgo clave de la sargento. En mi opinión, esa licencia es una anomalía narrativa que sólo se justifica si se quiere hacer un guiño a los seriales de antaño o introducir en el libro un sesgo cinematográfico. Es precisamente el estilo indirecto libre lo que ha permitido a su autora introducir en la novela otro de sus aciertos: las reflexiones existenciales de la sargento sobre la frontera entre la vida y la muerte, la fortuna o el paso del tiempo.

En definitiva, Montse Sanjuan ha escrito una novela policíaca de corte clásico, muy entretenida y con las consabidas sorpresas que satisfarán a los lectores leales al género. Une así su nombre a la incipiente nómina de buenos escritores de novela negra, que tratan de dignificar un género donde es fácil hallar el intrusismo de los oportunistas.