Algunas tardes un grupo de adolescentes se concentra
en el parque que hay frente a mi casa para celebrar esos juegos dialécticos que
llaman “peleas de gallos”. Colocan su equipo de música portátil en el suelo y
los contendientes tratan de ajustarse a las cadencias que marcan los altavoces
para conseguir el flow. Desde mi ventana oigo el ritmo de la música y
una borrosa retahíla de palabras que, a ratos, son jaleadas con un sonoro
¡ohhh! por el joven público.
Vaya por delante que prefiero que estos chiquillos
estén dándole a eso del freestyle que haciendo botellón en cualquier
descampado o metiéndose mierda en algún sórdido lavabo de una discoteca
poligonera. Y así se revela la palabra, una vez más, como el único territorio
capaz de redimir al género humano. Sin embargo, cuando oigo decir que lo que
hacen estos pollitos raperos es una manifestación cultural que hay poner en
valor e introducirla en los planes de estudio y manuales de literatura, la cosa
me chirría bastante. Estas ideas proceden, claro está, de la nueva hornada de
pedagogos y orientadores educativos, de esos que hay en todos los institutos,
los coleguitas de los alumnos, a quienes estos tutean y dan palmaditas en la
espalda o chocan sus manos; esos profesores que siempre tienen a su alrededor,
cual gallina clueca, a todos sus polluelos incondicionales porque el profe es
“guay” y se interesa por sus inquietudes más inmediatas. Los mismos profes a
los que les resbala poner en contacto al alumno con la cultura de verdad,
mientras el chavalín sea feliz y se colmen sus aspiraciones como consumado
grafitero. He puesto el oído a las
letras de las batallas de gallos del parque de mi casa y todos fornican con la
madre del rival, hay felaciones a tutiplén y penetraciones anales a mansalva.
Todo muy edificante. También he oído a los gallos prestigiados y la cosa no
mejora mucho.
Así que cuando me dicen que esto es una manifestación
cultural de primer orden, a mí me da por pensar en aquellos agones o debates
griegos de los Juegos Píticos o en el agón entre Antígona y Creonte en la obra
de Sófocles. O me acuerdo de las
cantigas de escarnio y de maldecir, procedentes del sirventés provenzal y más
concretamente de la tensó, donde juglares y trovadores se ridiculizaban
con gusto e ingenio y se atrevían con todo, como aquel monje de Mountadon,
llamado Peire de Vic, que se atrevió en un debate hasta con el mismísimo Dios.
O me acuerdo de los trovos alpujarreños a golpe de fandango y de su difusor
Miguel García “Candiota”. O de los versolaris vascos y las regueifas gallegas.
O de los payadores sudamericanos como el gran Gabino Ezeiza y su épica payada
contra Juan de Nava en el Teatro Artigas de Montevideo, el 23 de julio de 1884
(el 23 de julio se celebra en Argentina el Día del Payador en honor a este
mítico contrapunto). O, siguiendo con los payadores, me acuerdo también del
mulato Taguada, que tras perder su “encuentramiento” con don Javier de la Rosa,
se ahorcó con la cuerdas de su guitarra. O del colombiano Francisco Moscote,
apodado Francisco El Hombre que se enfrentó al mismo diablo en una “piquería” vallenata. Francisco El Hombre aparece
en multitud de ocasiones en Cien años de soledad de Gabriel García
Márquez. O me acuerdo de los magníficos repentistas cubanos, como Alexis Díaz
Pimienta y sus increíbles improvisaciones poéticas.
Rebuznan los chiquillos en el parque de mi casa. Y a
cada clamor del público se muere un repentista cubano. El pedagogo de turno
redacta en su despacho una iniciativa didáctica que presentará a la dirección
del centro la próxima semana. Tiene faltas de ortografía. En los estantes, una
adaptación infantil, muy manoseada, de La Celestina para alumnos de
Bachillerato. El Antígona de Sófocles que le regaló un compañero
bienintencionado languidece olvidado entre el polvo, mientras corona la pared un póster de la Venus de
Botticelli, estilo manga.