Un profesor de literatura debe explicar a sus alumnos de Bachillerato el Polifemo de Góngora. El profesor repasa en su casa el poema en cuestión y paseando por las octavas reales del genial cordobés se detiene en un pasaje oscuro, controvertido, de difícil interpretación. Acuciado por las dudas, decide acudir a los especialistas en la materia; pero entre los libros que colman sus estanterías no dispone de ningún estudio ni de ninguna buena edición del Polifemo. Es un poco tarde para ir a la biblioteca pública de su ciudad porque cierran a las ocho; las librerías también cierran a esa hora. Dispone tan sólo de veinte minutos para coger el coche y plantarse en la capital. Y ahí tenemos a nuestro profesor, como otro Ulises que dirigiera su cóncava nave hacia las costas de los Campos Flegreos en busca de la isla ciclópea. La ciudad le recibe engalanada porque celebra su fiesta mayor y, aunque el paseo es tentador, Ulises tiene un objetivo y sabe bien que debe evitar el canto de las sirenas. Por fin llega a una de las principales librerías de la ciudad. "Busco el Polifemo, de Góngora", dice el profesor entre jadeos. "¿El qué?", responde el librero. "El Po-li-fe-mo", silabea el profesor. Está pensando en silabear también el nombre de Góngora pero aparta de su mente esa idea más por respeto a Góngora que al librero. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas, que eso es en lo que ahora se ha convertido el librero para nuestro Ulises, busca en su ordenador y dice no tener nada. El profesor está seguro de haber visto en el catálogo de la página web de la librería la disponibilidad de un ejemplar de Jose María Micó. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas le da la razón pero dice que está descatalogado por ser muy antiguo. La edición de Península es del 2001. Al profesor ya no se le ocurre preguntar por la edición de Dámaso Alonso, ese crítico de la Generación del 27, trasnochado, que sólo dedicó unos cuarenta años de su vida al estudio del autor de las Soledades. Es curioso. Desde que sus padres le regalaron un bono para gastarlo en libros en esta librería aún no ha logrado comprar nada. Se dirige nuestro héroe ahora a la biblioteca pública. Allí existe una edición de Dámaso Alonso pero está en el depósito, una especie de cuartucho con material excedente. Acuérdese el lector que Dámaso Alonso apenas es importante y, por ende, no necesita estar colocado en las estanterías de acceso público. "Lo siento, señor, pero vamos a cerrar y para pedir los libros del depósito se debe rellenar este formulario con veinte minutos de antelación antes del cierre de la biblioteca". El profesor conoce las normas y el dichoso formulario porque es asiduo y porque es experto en rescatar libros del depósito. Pide, no obstante, que se haga una excepción esta vez, ya que al día siguiente la biblioteca estará cerrada porque es el día de la patrona. "Es imposible", replica la bibliotecaria. "Pero yo he estado aquí otras veces y no tarda usted ni cinco minutos en buscarme el libro. ¿Qué le cuesta?" "No puede ser", responde la señora encargada de ordenar libros en las estanterías, que en eso es en lo que se ha convertido ahora la bibliotecaria para nuestro profesor. Abandona la biblioteca ya sin esperanza y con la ira reflejada en su rostro. Busca la otra librería de la ciudad y, cuando llega, el empleado se afana en cerrar la persiana, ansioso porque se pierde ya el desfile de cabezudos. La Facultad de Letras no es una opción. El profesor es ya un antiguo estudiante, pagó religiosamente sus matrículas durante siete años. Ya no tiene derecho ni a carné de antiguo estudiante. Si le pide el favor a algún amigo que aún estudia, seguro que se encuentra con la frustración de no poder sacar el libro porque es sólo de consulta. Nadie se ha preocupado de adquirir una copia más.
Este es el panorama. En Tarragona los libreros ya no entienden de libros. No todo el mundo tiene la obligación de conocer el Polifemo y hasta ni siquiera de conocer a Góngora, aunque esto último es deseable. Pero quizá un librero sí debiera conocerlo. ¿Dónde está al viejo librero que recomienda y asesora? ¿Dónde el librero que lee libros? ¿Dónde, sobre todo, el librero que los ama? ¿Hay algo más paradójico y absurdo que una bibliotecaria que no accede a prestar un libro? Es negar la esencia misma de su oficio. ¡Qué más da el maldito formulario! Una persona te está pidiendo un libro. ¿Hará lo mismo cuando, en lugar del profesor, sea el joven adolescente quien lo pida? ¿Ese es el modelo, la actitud, la facilidad para dar acceso a las personas a la cultura? ¿Se concibe que un comercio pueda cerrar a las ocho? ¿O que una universidad desprecie a sus antiguos alumnos como lo hace la de Tarragona? ¿Es posible que una de las figuras señeras de la Generación del 27 esté congelada en el depósito de cadáveres bibliográficos? ¿Es de recibo que un libro del 2001 se considere antiguo y descatalogado? ¿Que una librería casi nunca tenga lo que se le reclama?
Mientras la situación sea la que es, Tarragona nunca dejará de quitarse el lastre de ser la periferia acomplejada de Barcelona. Si Tarragona quiere competir en servicios culturales con los de su vecina rica debe empezar a cuidar primero estos detalles. Entretanto, en la foto, Polifemo espera al profesor, como si esperara a la mismísima Galatea.