Al
entrar en Barcelona, don Quijote y Sancho observan extasiados el mar. Nunca
antes lo habían visto y es tan inmenso… Mucho más que sus domesticadas lagunas
de Ruidera, allá en Castilla. Después avanzan entre el bullicio vivificante del
puerto, enclave multicolor de comerciantes, babel de lenguas, encrucijada de
culturas. Don Antonio Moreno, su anfitrión, les recibe con jovial hospitalidad
e inofensiva chanza, “porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos
que valgan, si son con daño de tercero”. Al día siguiente, don Quijote pasea
por las calles de la ciudad y descubre, admirado, una imprenta. La actividad
editorial en Barcelona es frenética. El cosmopolitismo de la urbe se deja ver
en las traducciones que allí se imprimen. Cuando días más tarde, don Quijote
sea vencido por el Caballero de la Blanca Luna“en las playas de Barcino, frente
al mar”, el caballero volverá triste a su casa en donde hallará, si todavía
tuviera ánimos y faltase a su palabra, el Tirant lo Blanc de Joanot
Martorell, uno de los pocos libros que el cura y el barbero han salvado de la
quema.
El
23 de marzo de 1930, una gran masa de barceloneses se agolpa sobre el Apeadero
de Gracia y en la calle Claris. Un tren expreso procedente de Madrid se detiene
entre los vítores de la gente. Han llegado los intelectuales castellanos a los
que Barcelona rinde homenaje por su apoyo a la lengua y cultura catalanas
durante la dictadura de Primo de Rivera. La muchedumbre acompaña a la comitiva
hasta su hotel. En el banquete del Hotel Ritz, celebrado esa misma noche,
Menéndez Pidal se sienta al lado de Pompeu Fabra.
Es
septiembre del año 1935 y Tarragona celebra sus fiestas patronales de Santa
Tecla. Federico García Lorca, se mezcla con la colla de grallers en el
Café de la Unió, de la Rambla Vella, con los que departe alegremente. Más
tarde, al son de esas mismas dulzainas, l’enxaneta que ha coronado el castell,
levanta su mano al cielo y desde su atalaya sonríe a los aplausos de la
multitud y divisa ahí abajo una sonrisa lunar de brillantina. Es Federico,
haciendo piña.
A
finales de mayo de 1938, en plena guerra civil, Antonio Machado, cansado y
enfermo, es acogido en la Torre Castanyer, al pie del Tibidabo. Allí, con el
mar en el horizonte, relee a los clásicos catalanes (Maragall, Verdaguer,
Ausias March, Ramon Llull) y se esfuerza por aprender el idioma y poder así
leerlos en su lengua original. Algunas veces levanta la vista del libro y
recuerda aquel lejano 1896, cuando participó en Madrid como actor en la
representación de Terra Baixa, de Àngel Guimerà. Él era uno de los
payeses que hacían de partiquinos y sujetaba a Manelic al final del segundo
acto. ¿Cómo decía aquella Cecília de la obra? Sí, decía: “la ignorància és la
font de tots els mals; el vostre fanatisme, la vostra misèria, tot és fill de
la ignorància”. Colliure espera.
Un
año antes de su muerte, Emili Teixidor observa emocionado en la televisión los
9 goyas que la Academia Española de Cine le otorga a Pa negre. Y es
pan candeal esta jactancia española por el cine y la cultura catalanas.
Hoy
las urnas son el espejo donde vamos a mirarnos. Que el azogue purulento de las
palabras vertidas estos días por algunos, no distorsione nuestro reflejo. Que
no nos pase como en el poema:
“Qué desconsuelo, oh Dios, y qué congoja
despertarme
mañana sin memoria
y no reconocerme en el espejo.
Y verme frente a mí como
a un extraño,
anegado de dudas y de sombras”.
Son versos de Gerard Vergés.
Traducidos amorosamente por Ramón García Mateos, natural de la castellanísima
Salamanca.