¿Sabían ustedes que los dos únicos sillones de la Real Academia Española de la Lengua que aún siguen vacantes son los correspondientes a las letras “W” e “Y”? Ignoro la razón del desprecio a la “W”, pero el abandono del sillón “Y” está clarísimo. ¡¿Quién va a tener estómago para querer ocupar el sillón… “YE”?! Se rumorea por los pasillos del vetusto edificio de la madrileña calle Felipe IV, que se lo ofrecieron a Soledad Puértolas, última en incorporarse al comité de sabios, y que ésta, viéndole las orejas al lobo, rehusó el ofrecimiento y prefirió el sillón “g”, aunque fuera en minúscula, para sus académicas posaderas. Así pues, todo sigue igual: el sillón “ye” sigue vacante y los demás siguen bacantes.
Porque en esto de la “ye” algo dionisiaco hay de por medio. El argumento que parece aducirse es el de utilizar la nomenclatura fonética para unificar el criterio onomatopéyico que en mayor o menor medida rige a las demás letras del abecedario. O lo que es lo mismo: que el nombre de las letras se parezca al sonido que representan. El error de la Academia es, sin embargo, querer buscar sistemas coherentes en algo, el idioma, que por su naturaleza misma, es imposible atar teóricamente sin que se abran fisuras. Por ejemplo, la “y griega”, déjenme llamarla todavía así, pierde su sentido consonántico cuando se utiliza como conjunción, que es las más de las veces, invalidando así el criterio fonético. Lo que ocurre con la Academia es que, acomplejada como está por esa condición de trasnochada que se le atribuye con frecuencia, quiere ahora apuntarse el tanto de la modernidad pero escogiendo de ésta sus peores cualidades: el desprecio por la tradición humanística, representada en la eliminación de los adjetivos “griega” y “latina”; la cultura de lo cómodo, ilustrado en ese silabeo pueril sin elegancia ni solera con el que quieren que pronunciemos el nombre de la “y griega”, como hacen los niños del parvulario; y la falta de rigor y exigencia porque dice no condenar a quien use algunas de las normas previas a las modificaciones. Es decir, que podemos hacer lo que nos dé la gana. Bonita manera de fijar, limpiar y dar esplendor al idioma, como reza su lema.
Otro tanto pasa con la eliminación de la tilde de “guión”. Responde esta iniciativa al hecho de que esta palabra es monosilábica y, como tal, no debe acentuarse. Pero en la pronunciación todo hablante intuye dos “tempos” con intensidad de la voz en la segunda secuencia; de ahí el tradicional acento. Es decir, intuimos un hiato. Es el mismo fenómeno que ocurre con palabras como “tontería”, donde la última sílaba, según las reglas, forma un diptongo (-ria) pero como en la pronunciación intensificamos la letra “i”, marcamos este hecho con la tilde sobre la vocal cerrada y formamos dos sílabas. En “guión”, se desea eliminar la tilde porque las reglas dicen que los hiatos sólo se marcan acentuando la vocal cerrada, no la abierta. Sin embargo, nada dice la Academia de palabras como “huida”, sin tilde, debido a la convergencia de dos vocales cerradas, cuando el hablante vuelve a intuir que en su pronunciación se marca la intensidad de la “i” como si se tratase de un nuevo hiato. ¿Por qué no proponer un cambio en estas palabras?
Respecto a la eliminación del acento en la palabra “solo”, no entiendo la razón; precisamente una norma que evitaba ambigüedades en determinados contextos. Ahora no sabremos si cuando “hago solo el amor”, soy una persona de grandes virtudes cristianas o es que practico el onanismo. Y, en cuanto a adaptar el quorum latino al “cuórum” español, la verdad yo siempre la había escrito así, en cursiva y sin acento sin necesidad de estas estampas algo ridículas, como las de “uesebé” o “cederrón”.
Pero bueno, ya que la Academia no nos condena si usamos la ortografía antigua, para mí siempre existirá la “y griega” y la “i latina”; y creo que en esto no debo estar muy solo. Sólo espero que entre los amantes del castellano, haya quorum para evitar semejante surrealista guión.