Me confieso siervo de la rutina. Y lo hago a la manera
de aquellos poetas cortesanos de los cancioneros que sufrían gozosamente el
desprecio de alguna dama desdeñosa y altiva. A la postre, la rutina es una
señora vestida de gris a quien también le resultan indiferentes los colores con
que queremos teñir nuestros sueños. Y, sin embargo, pese a todo, le tengo apego
a su manto plomizo y a la muelle inercia de los días. Quizás se deba todo a que
siempre que la rutina me ha abandonado ha sido para empeorar, como le pasó a
aquel don Diego Tello, caballero de Sevilla, que perdió la vista refinando un
poco de pólvora; como quiera que aquel año se decía que la Virgen de la
Consolación había hecho muchos milagros, acudió a su capilla para rogarle
curación y, untándose los dos ojos con aceite en señal de devoción, sintió gran
dolor en ambos y no pudo abrir ninguno de ellos. A lo que el caballero imploró
ante la imagen: “¡Madre de Dios, siquiera el que traje!”. El cuento es del
poeta barroco Juan de Arguijo (1567-1623), aunque el hispanista francés Marice
Chevalier decía haberlo hallado también en las Cartas de Juan de la Sal,
en otra de Luis de Góngora y en la comedia de Pérez Montalbán, No hay vida
como la honra. De ahí tal vez proceda aquella expresión popular que reza:
“Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Así que yo, como don Diego
Tello, apostato de la diosa Fortuna y me hago también cofrade de la Virgen de
la Consolación, que debe de ser la de los perdedores, patrona de la dulce
rutina.
Viene todo este largo preámbulo a ponerle el pórtico a
una celebración: la que festeja la llegada, al fin, del invierno, otra dama
fría y altanera, que pese a las canas, se ha hecho de rogar este año con la
lozanía primaveral de una muchacha. Les confieso que ya no la esperaba y que su
ausencia me causaba a estas alturas la desazón del amante impaciente. Uno
prefiere calentarse las manos ateridas en el cucurucho de castañas asadas,
antes que comérselas en manga corta en pleno mes de noviembre; también
guarecerse en algún café y tomar un chocolate caliente mientras, tras los
cristales empañados, se observa a los transeúntes domando sus paraguas en su
envite contra el viento. En lugar de eso, en enero aún tomaba yo helados.
Pensaba inaugurar la estación hablándoles a ustedes de
la Sonata de invierno, de Valle-Inclán, que este año cumple 80 desde su
muerte; pero la reseña no halló la complicidad de la meteorología y se ha hecho
esperar hasta hoy, aunque ya veo que mis divagaciones anteriores no me van
permitir demasiadas efusiones más (cosas del espacio). Las andanzas del Marqués
de Bradomín son posiblemente las máximas representantes de la prosa modernista
española, aunque para mí la más propiamente modernista es la Sonata de
otoño. En un momento en que la rutina está desprestigiada, también la
literaria, yo me acerco a las añejas Sonatas de Valle y me dejo mecer en
su prosa decadente. Quizás nunca haya sido más necesaria como hoy la
recuperación de la lánguida elegancia del preciosismo modernista, hoy que prima
lo feo, lo vulgar y lo estentóreo. En todas las épocas se han buscado nuevas
formas de expresión, se han buscado la provocación y la subversión artísticas,
y es legítima esa aspiración cuando se entiende que hay un agotamiento de los
temas y de las formas. Pero hay quien, aprovechando esa brecha que parece
admitir cualquier cosa con tal de considerarse nueva o perturbadora, ha colado
su baratija de vanguardia para medrar en los bazares del artisteo. Esa
necesidad de romperlo todo y de despreciar lo viejo quizás provenga de aquellos
que no han probado las mieles de la rutina; de los que comen castañas en la
playa, vamos. Cuando me siento abrumado por tanta tontería, vuelvo a
reencontrarme con Valle (que no era precisamente un reaccionario) y todo vuelve
a estar bien. Porque le pese a quien le pese, el invierno siempre acaba por
volver, con su bendita monotonía sobre los cristales.