lunes, 18 de noviembre de 2024

669. La involución de Eliza Doolittle

 


La nueva propuesta del dramaturgo y director Ernesto Caballero es una interesante reflexión sobre la relación que existe entre el dominio de la lengua y su encaje en la sociedad. Sustentada en mimbres cómicos, La gramática nos presenta la “tragedia” de una limpiadora de la RAE que, tras ser golpeada en la cabeza por varios manuales de gramática mientras “limpiaba, fijaba y daba esplendor”, desarrolla un insólito don: se convierte en una experta en todas las disciplinas lingüísticas. Abrumada por el impacto que su nueva capacidad está generando en su vida –ha perdido su trabajo, sus amistades le han dado de lado y su propia familia no la reconoce ya–, pues una ira correctora se ha enseñoreado de su ser –los anacolutos y los errores ortográficos, fonéticos o de concordancia la enervan profundamente–, decide someterse a un proceso de desprogramación lingüística guiada por un neurocientífico que la devolverá a su estado original. Durante el tratamiento, será sometida a pruebas que la harán enfrentarse a esos errores que son inadmisibles para ella a la vez que revivirá momentos de su vida en los que ella misma cometía dichas incorrecciones. Resulta especialmente interesante el proceso mediante el cual el doctor borra de su memoria el caudal de lecturas de autores clásicos.

 La protagonista sufre una lucha interior entre la incapacidad para controlar su afán perfeccionador (dirá de ella misma que es una máquina correctora antropomórfica) y su anhelo de volver a su antiguo ser, aquel que desconocía la normativa y que era más feliz porque no tenía la capacidad ni el vocabulario para poder analizar y verbalizar sus pensamientos y preocupaciones, lo que abre otra veta temática: la ignorancia como felicidad, tal y como la planteó en su día el poeta Thomas Gray. Desde su transformación, tiene que soportar que la llamen pedante, elitista y otras etiquetas que refuerzan su expulsión del ámbito social. En la alternancia entre estos episodios de defensa a ultranza del uso impoluto de la lengua y otros en los que comete errores sin filtro, se halla la vis cómica de la obra, pero también la veta crítica que brilla en la excelente interpretación de María Adánez, quien señala sin tapujos a los culpables de la degradación que sufre nuestra lengua.

El argumento de La gramática es el reverso del Pigmalión de Bernard Shaw, pues el neurocientífico, interpretado por José Troncoso, busca la involución de la protagonista, devolverla casi a un estado primitivo del uso de la lengua para encajar de nuevo en una sociedad que, lejos de valorar la corrección idiomática, la considera una anomalía en las relaciones interpersonales. Para formar parte del entramado social, es la mediocridad lingüística la llave de acceso.

Con una puesta en escena sencilla, sin apenas ornamentos, salvo unas bombillas que cuelgan del techo y de una tarima con el objeto simbólico de jugar con el apagón de la luz de la Ilustración, La gramática constituye un grito ahogado ante la delicada situación de desamparo que sufre nuestra lengua por parte de los hablantes, pero también por parte de las instituciones y de los medios de comunicación y, por extensión, es una crítica al desprestigio del conocimiento, a la pusilanimidad mental ante cualquier reto intelectual y a la cultura de la mediocridad (valga el oxímoron), que empobrece nuestra sociedad de analfabetos funcionales.

lunes, 11 de noviembre de 2024

668. La conjura de los ausentes

 


Aunque de memoria, parafraseo ahora una de las sentencias recurrentes del nuevo libro de Paco Cerdà: la guerra no es el final. Para muchos, ese final es el principio de otra guerra. Así que, recogiendo esa máxima, empiezo el libro de Paco por su coda. Veintisiete páginas donde el escritor valenciano resume su impresionante trabajo de documentación, algunas de cuyas fuentes, de gran extensión, quizás se traduzcan luego en una pequeña frase de la que el lector apenas sospechará la descomunal inversión de horas y esfuerzo que la ha propiciado. Y, sin embargo (o por eso mismo) el libro nunca encalla en la profusión historicista y fluye amparado por el magisterio estilístico de su autor, auténtica orfebrería lingüística al servicio de la literatura.

Presentes (Alfaguara) narra el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial, en uno de los capítulos más sorprendentes de nuestra historia reciente caracterizado por la espectacularidad de su despliegue, verdadero ejercicio de barroquismo épico-litúrgico para mayor gloria del fascismo español. Cerdà mimetiza su prosa con la solemnidad del traslado, lo que otorga a las páginas una especial cadencia rítmica, elegíaca, fúnebre, tan a propósito para el compás procesional de las escenas, y una vampirización de toda la retórica franquista, con su vocabulario grandilocuente y pomposo que, más que prestarse a la parodia, parece aspirar a recrear literariamente aquella atmósfera ceremoniosa. La preocupación estilística es tal, que el propio autor reconoció durante su presentación en Alicante que llegó a contar las sílabas de cada palabra para ese encaje rítmico.

Asimismo, me ha parecido inteligente la falta de ensañamiento fácil para con Primo de Rivera. En su noble afán de evitar todo maniqueísmo, Cerdà retrata la figura de José Antonio con las contradicciones que el personaje, como antes su padre, había mostrado en vida: su voluntad regeneracionista; la sensación que siempre le acompañó de que no se había entendido su programa; la instrumentalización hipócrita de la que el franquismo sacó partido;  pero, a la vez, el incurrimiento en la defensa de las pistolas si estas fueran necesarias. Hay un intento de entender al hombre y no tanto al político fracasado, con sus claroscuros y matices, lo que no obsta para que, obviamente, se infiera un posicionamiento claro respecto a su rechazo.

Junto a los capítulos dedicados al luctuoso traslado, Cerdà intercala otros episodios que recogen las vicisitudes tanto de personajes conocidos como de personas anónimas que vivieron la contienda o la inmediata posguerra. Esta atención a los invisibles de la Historia rescata del olvido a aquellos que forman parte de la crónica pequeña, aquella «intrahistoria» con que Unamuno acuñó las vivencias de la masa ignota más allá de los grandes nombres y que, en realidad, conforma la verdadera esencia de los pueblos. Casos ominosos, tristes o paradójicos, como aquel en el que se relata la devoción lectora de la hija de Franco por los libros infantiles de Elena Fortún, mientras ésta vivía el trance del exilio.

Llama también la atención el precioso ejercicio de intertextualidad del que hace gala Cerdà. Imbricados en la lírica de la prosa, se oyen ecos de los versos de Lorca, de Miguel Hernández, de Machado o de Estellés que parecen tocar a rebato frente a las campanas lúgubres de los fastos franquistas y que parecen querer alertarnos de nuestra actualidad.

Presentes consolida a Paco Cerdà como el esteta comprometido, cuyo estilo exquisito embelesa por su belleza pero que, a la vez, golpea con su aldabonazo poético a la puerta del corazón herido de la memoria.

lunes, 4 de noviembre de 2024

667. Padre no hay más que dos

 


La compañía teatral Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher, cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que, como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán en febrero del año próximo.

El principal problema del que adolece La madre es justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de público y crítica con El padre, es decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual de eficaz en La madre. En primer lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez, sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta, como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional, Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso, sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa–  con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en algunos casos, parecen exagerados sus abismos.

Con todo, la actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.

En definitiva, La madre produce el rédito de una buena noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa. Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.