Llevo varios días tarareando
esa vieja canción de Charles Aznavour que tanto me gusta, exactamente los
mismos días que me ha durado la lectura de La
belleza debe morir, el debut como novelista de Mercedes Corbillón. Y,
aunque los amantes de esta novela no han estado nunca juntos en Venecia, la
autora ha conseguido solapar su historia de amor con el invierno decadente de
la ciudad de los canales, como si esa Venecia fría y desolada en mitad de toda
su belleza constituyese el trasunto del amor fracasado.
La novela narra la historia
de dos amantes, una mujer madura y desprejuiciada, y un hombre casado, y de sus
encuentros furtivos y apasionados. La autora nos habla desde el presente, a
través de una suerte de memorias que escribe en un cuaderno durante su estancia
en Venecia, a donde ha acudido de vacaciones con su madre. El destinatario del
cuaderno es el propio amante, transcurridos ya unos meses desde la ruptura. La
estructura de la novela se cimenta a través de la alternancia de la experiencia
de la protagonista en Venecia y la rememoración propiamente dicha de la
historia de amor. Aunque ambos segmentos parezcan a veces diluirse en uno solo,
lo cierto es que las estampas venecianas sirven de contrafuertes sobre los que
descargar el peso emocional de la parte evocadora. Incluso la autora misma,
consciente del peligro de no sujetar la brida de la carga sentimental,
introduce numerosos anticlímax, en ocasiones autoparódicos, que tratan de
reírse de algunos accesos de sensibilidad exacerbada, lo que otorga frescura al
texto y evita la cursilería. Uno de los méritos de la novela, aparte del
mencionado, es el especial uso del lenguaje. Hay en el fraseo continuos
hallazgos poéticos, algunos de ellos sugestivos y originales que tienen como
virtud reciclar materiales de la cotidianidad para ponerlos al servicio de sus
emociones íntimas en forma de metáfora. El mismo recurso se lleva a cabo a
través de las numerosas referencias culturales que la autora trata de
emparentar con sus sentimientos, construyendo así un interesante diálogo entre
la cultura literaria, cinematográfica, musical o de otras parcelas del arte, y
sus vicisitudes amorosas.
El otro gran acierto de la
novela es la caracterización de los personajes, especialmente el de su
protagonista. Es fácil sentirse seducido por estar mujer culta, que practica
una lascivia elegante y refinada, casi dieciochesca, y que relata de forma
absolutamente desacomplejada su colección de amantes, la conciencia de su
feminidad y del poder de atracción que como mujer ejerce sobre los hombres, su
libertad erótica, abierta y alejada de los convencionalismos, romantizada y
visceralmente sexual. Entrañable es el personaje de la madre, con quien la
protagonista establece durante su estancia en Venecia una relación que no tiene
poco de reparación. Y hasta los personajes más secundarios, adquieren un
interés especial, como la esposa del amante, apenas esbozada y, por eso mismo
sugestiva en sus elipsis.
Los espacios tienen también su importancia, incluso
aquellos de menos relumbrón que los de Venecia, como el hotel de polígono donde
se citan los amantes y cuya habitación, como en la canción de Gino Paoli, puede
representar el infinito.
Por lo demás, la novela es
todo un tratado de las contradicciones del amor: las ataduras de las
convenciones; el conflicto entre placer y compromiso; el vacío y la soledad
tras la entrega; las necesidades del cuerpo y las del corazón; la frustración
tras la pérdida; los celos; la desubicación; la supuesta y prejuiciosa
extemporaneidad del amor maduro y un largo etcétera del que el lector podrá dar
buena cuenta si se detiene en las reflexiones que trufan cada pasaje del libro.
Suena Charles Aznavour en la
web de Youtube que me acompaña ahora mismo mientras termino esta reseña. La
novela de Mercedes reposa ya, concluida su lectura, sobre mi escritorio. Y
parece el pecio de una góndola a la deriva en una Venecia sin enamorados.