En este mundo nuestro que
vive sometido al culto a la imagen y en el que la tiranía del selfie y el obsesivo registro de la
cotidianidad alimentan al leviatán del narcisismo más ridículo y contumaz, la
fotografía ha devenido en un ejercicio de banalidad tal, que ha perdido su
inocencia, su magia y, sobre todo, su singularidad. Por eso se agradecen
novelas como Anoxia (Anagrama), de
Miguel Ángel Hernández, capaces de detenerse con reposo, delicadeza y actitud
reflexiva sobre una práctica –la fotografía– que, como casi todo en la vida,
solo puede dignificarse desde su vertiente artística y a través de la mirada
demiúrgica de quien traspasa el encuadre para insuflar alma al objeto sobre el
que recae la atención. Esto lo sabe muy bien Dolores, la protagonista de la
novela, propietaria de un estudio fotográfico venido a menos (signo de los
tiempos) que un día recibe el encargo de fotografiar a un difunto durante su
velatorio. El recado proviene de un fotógrafo, Clemente Artés, que cultiva el
arte, casi extinto, de la fotografía post-mortem,
y que por una indisposición de salud decide delegar su labor en Dolores. Esta
experiencia que, en un principio, le resulta extravagante, acabará por adentrar
a Dolores en una parcela de su trabajo desconocida para ella pero en la que
descubrirá justamente que la mirada lo es todo: piedad, respeto, empatía,
homenaje, reconocimiento en la vulnerabilidad,
consuelo. Esta actividad tendrá, además, consecuencias catárticas para
Dolores, que vive atada a la culpabilidad por no haber sido capaz, en su día,
de acudir al reconocimiento del cadáver de su marido, muerto en accidente de
tráfico. Y le permitirá conocer la historia de Clemente Artés, con quien
estrechará lazos afectivos, y que guarda un impactante secreto que solo muy al
final de la novela acabará –nunca mejor dicho– revelándose. Y lo hará, en
perfecta consonancia con el asunto principal del libro, como si las páginas de
la novela pendieran del cordel del cuarto oscuro y fuera asomando en ellas la
imagen, solo sugerida pero cierta ya en su primera indefinición, de la verdad
en ciernes.
La mínima trama argumental, insinuada
al principio de la novela y resuelta casi precipitadamente al final, parece,
pues, un mero pretexto para la reflexión sobre el carácter trascendente del
arte, asunto que ya desde otro enfoque había abordado el autor en Intento de escapada. Especialmente
sugestivos son los pasajes donde se describe la morosa labor de la
daguerrotipia, quizás la máxima expresión de la captación esencial de la
realidad, propiciada por la propia naturaleza, casi mágica, de la técnica. Y
ese registro, casi vivo, de la realidad, emparentará con el asunto de «los
inquietos», las fotografías realizadas a las personas en su último trance hacia
el deceso, donde vida y muerte se
confunden. Pero la novela también aborda otros asuntos, como la
instrumentalización espuria del arte por parte de las instituciones
municipales; o la denuncia del estado del Mar Menor y de las catástrofes
naturales que asolan la región durante la época de lluvias, cuyo paisaje
desolado Dolores, traspasada ya por su nueva sensibilidad, fotografiará como a
otro muerto más o, mejor, como a otro «inquieto» agonizante, simbolizado en
esos peces que boquean por la anoxia. Es, quizás, su manera de salvar su mundo,
eternizarlo, como eterniza en su labor la presencia de los que ya no están,
haciéndolos respirar en las fotografías.
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