He tardado demasiado tiempo
en decidirme a reseñar este libro. Concurrían en mi zozobra el durísimo asunto
que en él se aborda pero, sobre todo, la amistad que me une a su autora. El
cariño es incompatible con los análisis académicos. Ante el sufrimiento de una
amiga se bastan el silencio y el abrazo. Pero este es un libro de poemas y aquí
me tienen, haciendo juegos de equilibrismo para conciliar al crítico y al amigo
que sufre con Olivia sus versos en carne viva. Tuve el privilegio de leer el
manuscrito inicial antes de que el poemario se publicase. Con las primeras
páginas sentí que entraba en un territorio en el que yo no debería estar:
abusos sexuales, anorexia, bulimia, escisión. Supe también que era un libro
para Candaya.
Los años del hambre, de Olivia Martínez Giménez de León, se divide en cinco partes. La
primera, «Nueve meses», la conforman 275 trallazos que se corresponden con los
275 días que suman esos nueve meses. Frases cortas, que se leen como una
terrible letanía, azadas rítmicas que cavan en la desolación y la soledad,
percusión procesional de penitencia, hachazos que talan el árbol de la
infancia. Nueve meses: un parto para la mujer que se nace, que debe nacerse
tras vivir demasiado tiempo en la placenta de un recuerdo atroz. En el
transcurso, la autoinoculación de la culpa («el psicoanálisis dice que tú le
sedujiste»), las pastillas, la maternidad frustrada por la amenorrea, la
tiranía de la apariencia jovial, la vulnerabilidad de una inocencia sajada. El
símbolo de la piscina (marco de la segunda experiencia traumática) remite a
simbologías bíblicas. La piscina es el paraíso antes de ser expulsada de él
cuando ocurrió lo que ocurrió. A la vista de este dato, quizás convenga revisar
la aparente luminosidad de los versos de Cloro, su anterior poemario. La alusión al barro,
completa la reminiscencia genesíaca de la mujer nueva, y a la vez manchada.
El segundo bloque, «Poema de
amor», es una corta sección donde Olivia aspira a escribir su poema-loto en
mitad del fango; hay en esa búsqueda herencias de la poesía mística, ecos de
San Juan de la Cruz (no me extraña que Agustín Pérez Leal aluda a la tradición
ascética en su magnífico prólogo): «soy un valle rocoso y a oscuras», dice
Olivia.
Le sigue un tercer apartado
de poemas titulado «Animales», una suerte de bestiario donde convergen las
naturalezas contradictorias del animal que somos: «me sentí en paz siendo la
bestia» que caza al ciervo; pero la aspiración trascendente y redentora de la
mariposa que «al entregarla al viento, resucita»; pero el gallo que es, sin
embargo, «carne de tierra», la «tierra infértil» y yerma por donde cruza la
culebra, en donde se escuchan resonancias a García Lorca a y su obsesión por la
maternidad frustrada (también hay lagartos que lloran en los poemas de Olivia)
El penúltimo ramo se titula
«Hambre». Son, junto a «Nueve meses», los poemas más directos, explícitos y
descarnados. El sexo ciego y desesperado es un opiáceo que alivia y hace daño a
la vez. El vacío afectivo intenta llenarse con la mera cópula. El sujeto lírico
halla un igual: «os buscáis porque sois dos hambrientos […] Os reconocéis en la
carencia y el gemido». Es el «sexo de urgencia» de la primera parte. Cuando él
no está, el sucedáneo de la masturbación «en nombre de la nada», «con la
regularidad de un funcionario de oficina». Sexo patológico en el que, no
obstante, hay espacio para la confidencia y el abrazo.
Termina el libro con
«Malquista», donde se adivina una suerte de ataraxia, asunción serena del yo, y
de la idea de que el horror y la cura son las dos caras de una misma moneda. Y
ya ese «animal varado» parece desprenderse algo de su forzado cautiverio vital.
Aunque no existan instrucciones para ello. Quizás este libro.
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