Hacía tiempo que no leía un
libro donde el horror y la belleza mantuvieran un pulso narrativo tan
conmovedor. Y también hacía tiempo que no disfrutaba de una ejecución literaria
así de redonda, tanto por su propuesta estilística y su planteamiento
estructural, como por la audacia en el uso de las voces narrativas. En la boca del lobo, de Elvira Lindo,
es, en efecto, una novela prácticamente perfecta.
Las protagonistas son
Julieta, una retraída niña de once años, depositaria de un terrible secreto, y
su madre, Guillermina, una joven madre soltera que lidia con su propia
inmadurez para conciliar la frustración de los años sajados por una maternidad
prematura con la responsabilidad y el amor que debe a su hija. Ambas llegan a
La Sabina, la aldea donde se crio Guillermina, para pasar las vacaciones en la
vieja casa familiar. Enseguida este espacio del Rincón de Ademuz deviene en un
personaje más de la novela. Elvira Lindo ha conseguido sumar al catálogo de
espacios míticos literarios este exclave de la Comunidad Valenciana, cuyas
descripciones rayanas en lo onírico, lo telúrico y lo ancestral, tanto me han
recordado, en su lirismo y pálpito, al Cecebre de Wenceslao Fernández Flórez, lo
cual no es decir poca cosa. Pero, además, rescata, con algunas pinturas
costumbristas, una forma de vivir y de concebir el mundo de un tiempo que ya
parece periclitado y es un refugio, como se verá, contra el lobo de ciudad.
Allí Julieta entabla una amistad con Emma, una misteriosa e indómita profesora
desprejuiciada, que mantiene una relación conflictiva con algunos habitantes
del pueblo debido a un funesto suceso del pasado que se irá desvelando con
inteligente dosificación a lo largo de la novela.
Todos los personajes de esta
historia son inolvidables y todos se reconocen entre sí por una condición que
los emparenta pese a sus diferencias y disputas: su enternecedora y honda
vulnerabilidad. La misma, por ejemplo, que hará entender a Virtudes, una de las
habitantes del pueblo, que su piedad con Emma en el precioso capítulo de los
cuidados con que aquella atiende a la profesora, es su forma de entenderse
también a sí misma y a su herida; o la que demuestra Julieta con su madre, cuya
confesión, llena de culpabilidad, es un acto de amor inconmensurable más conmovedor
si cabe porque nace de la pura inocencia. Lo entenderán cuando lean su carta,
que ratificará la abominación que se ha ido sugiriendo en la novela con el uso
magistral de las elipsis y huyendo con portentosa delicadeza del peligroso
amarillismo que el asunto de la trama podía favorecer.
La historia, que recupera
técnicas propias del cuento –un cuento para adultos– tiene, quizás por eso
mismo, el don de una narratividad hechizante y subyugadora. Es casi imposible
dejar de leer sus páginas porque todo en ellas –la precisión, la evocación, el
fraseo, la poesía, el misterio, la
atmósfera sugestiva y la caracterización quirúrgica del alma de los personajes–
conforman un universo donde uno se quedaría a vivir como lector.
Particularmente brillante es el juego de desdoblamientos de las voces narrativas
que dialogan entre sí en solapamientos temporales, que es un bellísimo –y
cruel– símbolo de una vida detenida pero también sépalo del tiempo donde se
cobija la flor de la infancia antes del abandono, la aberración y el
cataclismo.
En la boca del lobo, desgraciadamente, no es una fábula, pero, al igual que aquellas,
aloja su verdad y su advertencia. A diferencia del cuento tradicional, aquí los
personajes no son maniqueos, sino cargados de los matices y aristas que solo
una mirada sensible como la de Elvira Lindo puede desgranar con magisterio. Y
el sapo, de reminiscencias clarinescas, no oculta príncipe alguno. Pero si lo
besas, nace este libro. Y nos salva.
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