Estos días he conocido, a través del concurso de traslados, mi nuevo destino como profesor. Y es que, aunque uno ya sacó sus oposiciones hace tiempo, todavía ejercemos el nomadismo juglaresco de la enseñanza y así, somos peregrinos de las aulas y vamos ataviados con nuestro gorro cascabelero de tres picos, si tenemos que hacer caso a toda la caterva de vividores iluminados que teorizan (nunca practican) sobre cómo hay que motivar a los alumnos, porque resulta que ya la sola curiosidad por el conocimiento ha dejado de ser motivadora por sí misma. Pues eso, que recojo mi laúd y me marcho al Instituto Roseta Mauri de Reus. Y, como casi todo en mi vida tiene algo que ver con la literatura, hete aquí que el nombre de mi nuevo centro no iba a ser la excepción.
Roseta Mauri (1849?-1923), nacida probablemente en Mallorca pero hija sentimental de Reus, fue una de las figuras más importantes que ha dado la danza de todos los tiempos. Fue primera bailarina de todos los grandes coliseos que dieron marco a este arte, desde la Escala de Milán hasta la Ópera de París. Su habilidad para la danza admiró a toda Europa por la gracia volátil, casi etérea, de sus movimientos, sin imposturas, puros en su naturalidad. Cansada del inventario canónico que imponía la danza”oficial”, Roseta Mauri retó a la ortodoxia con sus personales aportaciones y merced a ese sello consiguió éxitos clamorosos como La Korrigane.
En 1885 se estrenó en París la ópera El Cid, basada en la obra de teatro homónima de Corneille quien, a su vez, había tomado el argumento de Las mocedades del Cid, escrita a principios del siglo XVII por nuestro Guillén de Castro. El argumento es bien conocido: el altivo conde de Gormaz, padre de Jimena, ofende a don Diego, quien debido a la debilidad de su vejez, no puede restaurar mediante el duelo, la honra perdida. Lo hará en su lugar su hijo Rodrigo, el futuro Cid, que está prometido con Jimena. Cuando Rodrigo mata al conde de Gormaz, Jimena se debate entre el honor, que le impele a vengar la muerte de su padre, y el amor que siente por Rodrigo. La obra de Guillén de Castro es una verdadera joya de nuestro teatro áureo. En ella se hilvanan perfectamente, sin restos de soldaduras, los romances del ciclo cidiano, que el público de los corrales conocía sobradamente y con los que se identificaba, creando así una bonita complicidad. La versión de Corneille no está a la altura de la de Castro, quizás limitada por la regla de unidad de tiempo, que encorseta y fuerza determinados pasajes, además de perder en el camino la frescura del romancero. Y, por supuesto, aún es peor el texto del libreto operístico, compuesto por D’Ennery, Gallet y Blau y musicado por Jules Massenet. Sin embargo, la aparición de Roseta Mauri en la escena segunda del segundo acto salvó la obra. Vestida con su corpiño de terciopelo, aderezado con adornos de plata, su falda de punta blanca con flores rojas y su sombrero cordobés coronado por una flor de granado, interpretó sobre un escenario que imitaba la Plaza Mayor de Burgos, los bailes castellano, andaluz, aragonés, catalán, madrileño y navarro, además de una alborada, introduciendo así el baile regional en el cerrado mundo de la danza clásica, acierto que tan bien se avenía con la naturaleza romancística de la obra original. La bailarina tuvo que repetir los bailes ante un público fascinado por su actuación, que combinaba la pulcritud de la danza clásica con la fuerza arrolladora del folclore español. Cuando me detengo ante mi nuevo instituto con el nombre de la Mauri sobre la puerta, y veo los pobres barracones en los que tengo que trabajar, pienso en los humildes escenarios en los que la bailarina tuvo que actuar hasta llegar a la Ópera de París, y su modelo sosiega mi ánimo. Cruzo la puerta del escenario. Empieza la función.