domingo, 22 de mayo de 2016

324. Ninette y un señor de Murcia



Ninette y un señor de Murcia se estrenó en 1964 en el Teatro de la Comedia de Madrid con un  éxito tal que superó las tres mil funciones. Cincuenta y dos años después, el director César Oliva pone en escena de nuevo esta comedia cómico-costumbrista de enredo y demuestra la atemporalidad de la obra de Mihura, que sigue ganándose el aplauso del espectador.
Como es sabido, la fama que adquirió el autor gracias a Tres sombreros de copa le llevó a  buscar la rentabilidad económica mediante un humor blanco, apto para todos los públicos. El propio dramaturgo expresó en reiteradas ocasiones su desconexión de la política y su escaso interés por temas sociales: “Mi obra no responde a ningún compromiso social, porque yo, artísticamente, estoy libre de toda clase de compromisos. Si he elegido esta profesión de comediógrafo (…) es porque en ella puedo expresarme libremente, como todo artista, sin tener que darle cuentas a nadie”. Ahora bien, esta ausencia de compromiso no implica que Mihura, como buen humorista, no tenga recursos para ofrecer una interesante visión de ciertas realidades del momento histórico que le tocó vivir.
La pieza que nos ocupa refleja la represión sexual que se vivía en España en los años 60, fruto de la férrea moral de la época. Para ello, el dramaturgo nos presenta a Andrés, un joven murciano que regenta una papelería en la que se venden artículos religiosos. Tras recibir la herencia de su tía, decide organizar un viaje a París con la ilusión de vivir una aventura con una francesa. Para buscar alojamiento solicita ayuda a su amigo Armando, quien le encuentra habitación en la casa de una familia de exiliados españoles un tanto especiales. Su llegada a la ciudad del amor no puede ser más desastrosa. El hotelito con vistas al Sena es una pequeña habitación en un barrio cualquiera; su deseo de degustar la comida francesa se transforma en engullir cocido y fabada asturiana casi a diario pues sus anfitriones, Bernarda y Pedro, mantienen las costumbres españolas y reniegan de las exquisiteces culinarias  de su país de acogida; sus ganas de salir con chicas se frustran cuando su amigo Armando le propone ir al cine a ver una película rusa… y así mil despropósitos que provocan la carcajada en el espectador. Cuando por fin se decide a recorrer París conoce a Ninette, la hija de Bernarda y Pedro. Es una joven encantadora con la que mantiene una relación íntima, pero que busca cualquier subterfugio para evitar que Andrés salga de la casa y conozca la ciudad. Así, prendado de la joven, va pasando los días encerrado en el piso y aprovechando la ausencia de los progenitores de Ninette para disfrutar de su amor, ¿o es sólo capricho? El enredo se complica aún más cuando la bella joven confiesa que está embarazada. Tras el monumental enfado de sus padres, éstos deciden que la pareja debe casarse por la iglesia –a pesar de su ideología de izquierdas- y que todos se mudarán a Murcia, pues añoran España. El pobre Andrés, que había viajado buscando una aventura, acaba encontrando el lote completo: esposa, bebé y suegros incluidos. Pese a su angustia inicial ante este futuro que se le plantea, se demuestra que el amor de Ninette todo lo puede. Se rinde a su encanto y a ese acento tan dulce con el que le susurra palabras de amor. Sólo queda un interrogante: ¿conseguirá el joven conocer la ciudad del Sena antes de regresar a su pequeña Murcia?
El elenco de actores que dan vida a estos personajes realiza un trabajo muy aceptable. Destaca la interpretación de Natalia Sánchez como Ninette. Con la dificultad añadida de tener que hablar con acento francés, nos presenta a un personaje delicado y amoroso ante el que, lógicamente, cae rendido Andrés, a quien da vida Jorge Basanta. Éste representa perfectamente al joven de provincias que no ha viajado nunca y que llega ilusionado y emocionado a esta gran ciudad. Busca la luz de París, ese libertinaje que tan prohibido está en España. Acepta con resignación “cristiana” la frustración de sus planes, pues acaba viviendo una especie de secuestro amoroso. Por otra parte, el prototipo de exiliados españoles que no llegan a adaptarse del todo a su nuevo país está encarnado en la pareja formada por Miguel Rellán, quien defiende a ultranza sus ideas de izquierdas y toca la gaita en cualquier ocasión para no olvidar sus raíces asturianas y Julieta Serrano, una verdulera muy habladora. Quizás ésta sea la interpretación más floja, pues en la obra de Mihura Bernarda aparece como una señora con un carácter muy fuerte y envolvente, mientras que en la actuación de Serrano parece que falta energía. Por último, Armando cobra vida en la figura de Javier Mora, quien representa al español joven, gruñón y quejica, que aparenta estar integrado en el ambiente parisino pero no deja de ser un hombre sin rumbo, casi sin amistades a las que recurrir.

En definitiva, la compañía La Ruta presenta una puesta en escena fiel al texto de Mihura con un resultado óptimo. Se trata de una pieza amable que nos regalará un rato de diversión plagado de sonrisas y entretenimiento y que nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una obra de uno de los grandes  integrantes de “la otra Generación del 27”, caracterizada por su tendencia al humor y a la evasión. Tan lícito es el compromiso social como el entretenimiento. En el equilibrio entre ambas posturas radica el éxito y el buen espectador de teatro sabe combinar ambas tendencias cuando decide a qué tipo de función desea asistir, pues autores humorísticos los hay de todos los tipos y calidades y Mihura es uno de los grandes. De eso no hay duda. 



domingo, 15 de mayo de 2016

323. Intonso



En los anaqueles de mi biblioteca doméstica hace ya algún tiempo que reposan, medio olvidados, varios libros intonsos; ya saben, esos libros que se encuadernan sin cortar los pliegos de sus hojas, lo que impide la lectura hasta que el propietario se decide a cortarlos. Ya no recuerdo si mis libros intonsos están durmiendo el sueño de los justos porque otras lecturas más urgentes se impusieron, o si ha sido mi torpeza antológica con los trabajos manuales la que ha dejado para mejor ocasión tan delicada cirugía. En realidad no los tengo tan olvidados. De vez en cuando los rescato de las estanterías y me cuelo entre los resquicios que dejan los pliegos para atisbar las palabras escondidas. Se podría considerar un acto de voyerismo literario.
El libro intonso tiene el encanto de certificar a su dueño que nadie antes que él ha leído el ejemplar. En la satisfacción que produce esa fidelidad hay todavía algún residuo oscuro del amor posesivo, aunque sin la necesidad de refrendarla con el carmesí de un pañuelo. También la atracción del ser humano por la primera vez; el primer pie en la luna, el primer arqueólogo en la pirámide, el primero en tomar unos labios; el primero en leer un libro. Tiene algo de profanación, aunque la herejía lo es menos porque el ritual se sacraliza en el acto místico de esa primera lectura, que nos convierte en sumos sacerdotes: “acaba ya si quieres / rompe la tela de este dulce encuentro”, parece decirnos, lúbrico, el libro intonso.
Hay también libros intonsos que, aunque técnicamente no lo son, en la práctica están destinados a serlo. Me refiero a todos aquellos libros que no leeremos jamás. De la condición finita del ser humano esa es una de mis mayores desazones: la de saber que habrá lecturas que no llegaré a vivir. Pedimos cita con aquellos libros que hay que leer al menos una vez en la vida, y el funcionario del tiempo, huraño e indiferente, nos expide una papeleta con fecha más allá de la muerte. Libros maravillosos, solícitos, dispuestos a entregársenos, títulos que son promesas, aguardando su turno de volver a ser, de ser en nosotros; y, sin embargo, muchos de ellos, libros intonsos, cosidas sus páginas por la negra hilandera. Intonso, seguramente también, el libro que nunca escribiré.
La vida es en sí una edición intonso en cuyo índice se hace la relación de nuestras renuncias. Pero somos aún dueños del tiempo que se nos ha dado. Y no sólo para leer. También para escribirnos. El “te quiero” que no decimos es una lengua intonsa; la caricia que no damos es una mano intonsa; el perdón que no otorgamos es un corazón intonso; el sacrificio que no ofrendamos es una voluntad intonsa; el error que perpetuamos es una memoria intonsa; la sumisión a que nos humillamos es una libertad intonsa; los ojos que miran hacia otro lado dan una mirada intonsa; la esperanza que desdeñamos es un alma intonsa.

Con un pequeño abrecartas he cortado cuidadosamente los misteriosos pliegos de mi libro. Ya este libro que sostengo, abierto sobre el regazo, se ha mostrado al mundo por vez primera. La luz que entra por la ventana se enseñorea sobre la tinta de sus palabras y reverbera sobre el blanco inmaculado de la página. Este libro ya no es un libro. Es una aurora. Dejó de ser intonso.

domingo, 8 de mayo de 2016

322. La piedra oscura



Ir al teatro siempre es un acierto, pero hay veces en que el espectador se siente privilegiado por poder presenciar algunas representaciones. Es lo que sucede con La piedra oscura, una maravillosa obra que presenta la última noche de Rafael Rodríguez Rapún, estudiante de Ingeniería de Minas, secretario de La Barraca y “el más hondo amor de Lorca”, según Ian Gibson. Rapún falleció el 18 de agosto de 1937, justo un año después que su amado poeta. Todas las versiones sobre su muerte coinciden en que fue una especie de suicidio, pues tras conocer la desaparición del escritor granadino se alistó en el ejército. Unos dicen que saltó de la trinchera gritando que deseaba morir y lo alcanzó una ráfaga de ametralladora y otros relatan que le sorprendió un ataque aéreo y no se lanzó al suelo, por lo que una bomba explotó a su lado. En cualquier caso, parece que dejarse matar fue su forma de recuperar a Federico, del que se había prendado a pesar de su condición heterosexual. Pero parece ser que Lorca tenía un aura especial y Rapún no pudo escapar de las redes de su encanto.
En La piedra oscura, Alberto Conejero recrea, alejándose de la realidad, los últimos momentos de vida del joven Rafael. La acción se desarrolla  en una habitación de un hospital militar cerca de Santander. Rodríguez Rapún, teniente de artillería del bando republicano, herido y apresado, es vigilado por un joven soldado que rehúye cualquier contacto con el preso. Poco a poco la tensión entre ambos va desapareciendo y deja espacio para la palabra, para el diálogo como salvación ante la angustiosa situación que están viviendo los personajes. A pesar de las diferencias ideológicas, Rafael y Sebastián son seres humanos que tenían ilusiones y proyectos que se han visto truncados por la guerra. Les une, además, el sentimiento de culpa. Sebastián no pudo evitar la muerte de su madre cuando su pueblo fue bombardeado por quienes iban a ser sus libertadores y Rafael arrastra como una losa el peso de la muerte de Federico García Lorca. Siente la necesidad imperiosa de revelar su secreto antes de desaparecer y no duda en confesarle a Sebastián su amor por el poeta. Relata, con suma ternura, cómo se enamoró de él y, con profundo remordimiento, cómo no atendió a las llamadas de Lorca desde Granada.  Su último acto de amor es asegurar la pervivencia de unos manuscritos del poeta: las obras de teatro El público y La piedra oscura y los Sonetos del amor oscuro, algunos de los cuales parecen dedicados a Rapún. Para ello, Rafael le pide a Sebastián que viaje a Madrid y se ponga en contacto con Modesto Higueras o con Rafael Martínez Nadal. De nuevo la palabra en forma de promesa reconforta al condenado a muerte. Del mismo modo, Sebastián halla consuelo en la conversación con el reo y si al principio de la obra rechaza frontalmente hablar con Rafael, paulatinamente las palabras afloran en su garganta para presentarnos a un joven timorato y desvalido, a quien las circunstancias le han obligado a empuñar un fusil en contra de su voluntad y angustiado, puesto que sufre con el dolor y las muertes que le rodean. Se podría afirmar que cada personaje infunde fuerza al otro, como una cadena de ayuda. Lorca,  omnipresente en Rafael le da fuerza para afrontar la muerte con la tranquilidad de haber salvado su legado y éste ayuda a su inexperto guardián a verbalizar sus miedos y angustias hasta tomar conciencia de que son dos hombres unidos por el dolor. Dos hombres que se acaban fundiendo en un tierno abrazo que va más allá de las ideologías.  
La interpretación de los actores es magistral. Tanto Daniel Grao como Nacho Sánchez nos regalan una actuación perfecta, conmovedora, sensible, dolorosa… Se percibe que ha habido un gran trabajo    de la mano del director Pablo Messiez y ello se traduce en los largos aplausos que reciben cuando termina la función. La puesta en escena es sobria, apenas unas paredes grises, un camastro y una silla porque lo importante son los personajes y sus diálogos.
El texto de Alberto Conejero –quien recibió el Premio Ceres en 2015 al mejor autor teatral- es un canto a la palabra y a la memoria, pero también al silencio como espacio para el recuerdo. Las confesiones de los personajes van seguidas de significativos silencios en los que, inevitablemente, se impone la figura de Federico –cada silencio es un responso a su persona- pero también la de tantos otros rafaeles y sebastianes que, por convicción o por obligación, vivieron terribles situaciones que no pueden caer en el hondo pozo del olvido. No hay pueblo más pobre que aquél que olvida su pasado, que vive en la oscuridad de la ignorancia. Conejero ha escrito una deliciosa pieza en la que se rinde homenaje a García Lorca y a todos los seres anónimos que vivieron uno de los momentos más oscuros de la historia española. Un texto conmovedor que no dejará indiferente a nadie, que nos atrapa del mismo modo que la especial personalidad del poeta embrujó a Rodríguez Rapún y que nos regala un espacio para el recuerdo, para la memoria.



domingo, 1 de mayo de 2016

321. 'Verdades y fingimientos'


Cubierta del libro: Pilar Gonzalvo
El último trabajo de Ramón García Mateos se presenta como un libro de relatos pero no lo es. O al menos no lo es en el sentido tradicional en que concebimos el género. Aunque la parte narrativa, como es natural, está presente, el libro es más bien una colección de estampas literarias, semblanzas de personajes más o menos desdibujados, homenajes, caprichos de la memoria, reflexiones, denuncias, evocaciones nostálgicas del pasado, guiños humorísticos… Es lo que el autor ha llamado “artefactos literarios”, marbete que también utilizó para su anterior libro de relatos, Baza de copas, con el que tanto comparte, y que, a su vez, tomó prestado de los artefactos poéticos de Nicanor Parra. El término no puede ser más acertado empezando por su propia etimología, “arte-facto”, hecho con arte, porque eso es el libro de García Mateos: un repertorio de piezas artísticas válidas en sí mismas donde no importa tanto la historia que se cuenta o las circunstancias que han llevado a los personajes a las situaciones que allí se describen, como la perla literaria engastada en las palabras. Palabras asidas al prodigio de la oralidad, del que el libro es un claro homenaje. Y así, en la espléndida estampa sobre Cervantes se alude a la Kasba de Argel, ese lugar donde aquellos “hombres ungidos con el don de la palabra”, cuentan sus maravillosas historias en los diferentes dialectos del árabe; o el contador de cuentos de una taberna en Valdegeña, alrededor de cuya figura se reúnen los parroquianos para escuchar sus historias (el contador de cuentos, así, sin nombre y apellidos porque los contadores de cuentos son de todos y no son de nadie, ni siquiera de ellos mismos); o el cariñoso recuerdo a Avelino Hernández, el gran promotor del filandón y de la cultura popular castellana. Una oralidad que obra el milagro de perpetuar mundos periclitados o en trance de desaparecer, a la que los personajes se aferran para dejar constancia de su paso por la vida: “Por si acaso, y para que no caiga en el olvido”, dice el preso de la guerra civil en las Comendadoras, antes de relatarnos su gesta en bicicleta por toda España.
El libro es también, desde el título, un juego entre lo verdadero, lo ensoñado y lo ficticio, que acaso sean la misma cosa, pues todo lo que ingresa en la literatura forma parte ya de la realidad. Por eso el inspector Méndez se entrevista con Francisco González de Ledesma, su autor, y Aquilino, personaje de Avelino Hernández, comparte su existencia con éste en Valdegeña, en dos inolvidables relatos con resabios unamunianos. El mismo falso patronímico que adopta Cervantes, Saavadera, es un símbolo de este juego.
Verdades y fingimientos es, además, una obra de los márgenes. Todo en ella está en el extrarradio de todo. Desfilan por sus páginas personajes marginales (inmigrantes, habitantes del arrabal, prostitutas, renegados, traficantes, presidiarios), desahuciados por la vida que alcanzan la redención en la palabra literaria del autor. Pero no sólo los personajes, también las edades de éstos se hallan en la frontera: los 60 de Cervantes, las edades maduras de Maigret o de Wallander o el propio inspector Méndez, que “no tiene edad, nunca la ha tenido, está en ese territorio de nadie que se ubica más allá de la madurez y en la cornisa de la desolación”. Del mismo modo, los espacios literarios son también fronterizos: el arrabal, la Argel del siglo XVI, el personaje Puñales que trafica en la frontera con Portugal, y el libro se llena de los topónimos imposibles de una geografía del limbo.
No falta la crítica social y política (la injusticia del inmigrante Mimón, el funcionario que medra y no recuerda ya de dónde viene, los políticos que se mezclan con la plebe en el bar para obtener algunos votos más y que le “joden el vermut” al narrador, la preocupación por el sistema educativo o esa radiografía del país que es “Espejo de príncipes”). Hay también una reivindicación del erotismo en su madurez y una atención al género policíaco. “La navaja” podría ser un espléndido inicio para una novela negra.

Los lectores de García Mateos reconocerán, además, todo su mundo en este último libro. No sólo por los elementos autobiográficos o por su ideario, sino también por el habitual ejercicio metaliterario del autor, en el que es fácil apreciar sus querencias. García Mateos ha creado un universo propio y reconocible que le permite convertir a Miguel, el del bar, en un personaje literario, ya desde Baza de copas, y emparentarlo, además, con el inspector Méndez, en una genealogía de heráldica literaria. Y entre tanto fingimiento, una certeza: la de su espléndida verdad literaria.