Ninette y un señor de Murcia se estrenó en 1964 en el Teatro de la Comedia de
Madrid con un éxito tal que superó las
tres mil funciones. Cincuenta y dos años después, el director César Oliva pone
en escena de nuevo esta comedia cómico-costumbrista de enredo y demuestra la
atemporalidad de la obra de Mihura, que sigue ganándose el aplauso del
espectador.
Como es sabido, la fama que adquirió el autor gracias
a Tres sombreros de copa le llevó a
buscar la rentabilidad económica mediante un humor blanco, apto para
todos los públicos. El propio dramaturgo expresó en reiteradas ocasiones su
desconexión de la política y su escaso interés por temas sociales: “Mi obra no
responde a ningún compromiso social, porque yo, artísticamente, estoy libre de
toda clase de compromisos. Si he elegido esta profesión de comediógrafo (…) es
porque en ella puedo expresarme libremente, como todo artista, sin tener que
darle cuentas a nadie”. Ahora bien, esta ausencia de compromiso no implica que
Mihura, como buen humorista, no tenga recursos para ofrecer una interesante
visión de ciertas realidades del momento histórico que le tocó vivir.
La pieza que nos ocupa refleja la represión sexual que
se vivía en España en los años 60, fruto de la férrea moral de la época. Para
ello, el dramaturgo nos presenta a Andrés, un joven murciano que regenta una
papelería en la que se venden artículos religiosos. Tras recibir la herencia de
su tía, decide organizar un viaje a París con la ilusión de vivir una aventura con
una francesa. Para buscar alojamiento solicita ayuda a su amigo Armando, quien
le encuentra habitación en la casa de una familia de exiliados españoles un
tanto especiales. Su llegada a la ciudad del amor no puede ser más desastrosa.
El hotelito con vistas al Sena es una pequeña habitación en un barrio
cualquiera; su deseo de degustar la comida francesa se transforma en engullir
cocido y fabada asturiana casi a diario pues sus anfitriones, Bernarda y Pedro,
mantienen las costumbres españolas y reniegan de las exquisiteces culinarias de su país de acogida; sus ganas de salir con
chicas se frustran cuando su amigo Armando le propone ir al cine a ver una
película rusa… y así mil despropósitos que provocan la carcajada en el
espectador. Cuando por fin se decide a recorrer París conoce a Ninette, la hija
de Bernarda y Pedro. Es una joven encantadora con la que mantiene una relación
íntima, pero que busca cualquier subterfugio para evitar que Andrés salga de la
casa y conozca la ciudad. Así, prendado de la joven, va pasando los días
encerrado en el piso y aprovechando la ausencia de los progenitores de Ninette
para disfrutar de su amor, ¿o es sólo capricho? El enredo se complica aún más
cuando la bella joven confiesa que está embarazada. Tras el monumental enfado
de sus padres, éstos deciden que la pareja debe casarse por la iglesia –a pesar
de su ideología de izquierdas- y que todos se mudarán a Murcia, pues añoran
España. El pobre Andrés, que había viajado buscando una aventura, acaba
encontrando el lote completo: esposa, bebé y suegros incluidos. Pese a su
angustia inicial ante este futuro que se le plantea, se demuestra que el amor
de Ninette todo lo puede. Se rinde a su encanto y a ese acento tan dulce con el
que le susurra palabras de amor. Sólo queda un interrogante: ¿conseguirá el
joven conocer la ciudad del Sena antes de regresar a su pequeña Murcia?
El elenco de actores que dan vida a estos personajes
realiza un trabajo muy aceptable. Destaca la interpretación de Natalia Sánchez
como Ninette. Con la dificultad añadida de tener que hablar con acento francés,
nos presenta a un personaje delicado y amoroso ante el que, lógicamente, cae
rendido Andrés, a quien da vida Jorge Basanta. Éste representa perfectamente al
joven de provincias que no ha viajado nunca y que llega ilusionado y emocionado
a esta gran ciudad. Busca la luz de París, ese libertinaje que tan prohibido
está en España. Acepta con resignación “cristiana” la frustración de sus
planes, pues acaba viviendo una especie de secuestro amoroso. Por otra parte,
el prototipo de exiliados españoles que no llegan a adaptarse del todo a su
nuevo país está encarnado en la pareja formada por Miguel Rellán, quien
defiende a ultranza sus ideas de izquierdas y toca la gaita en cualquier
ocasión para no olvidar sus raíces asturianas y Julieta Serrano, una verdulera
muy habladora. Quizás ésta sea la interpretación más floja, pues en la obra de
Mihura Bernarda aparece como una señora con un carácter muy fuerte y envolvente,
mientras que en la actuación de Serrano parece que falta energía. Por último,
Armando cobra vida en la figura de Javier Mora, quien representa al español
joven, gruñón y quejica, que aparenta estar integrado en el ambiente parisino
pero no deja de ser un hombre sin rumbo, casi sin amistades a las que recurrir.
En definitiva, la compañía La Ruta presenta una puesta
en escena fiel al texto de Mihura con un resultado óptimo. Se trata de una
pieza amable que nos regalará un rato de diversión plagado de sonrisas y
entretenimiento y que nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una obra de uno
de los grandes integrantes de “la otra
Generación del 27”, caracterizada por su tendencia al humor y a la evasión. Tan
lícito es el compromiso social como el entretenimiento. En el equilibrio entre
ambas posturas radica el éxito y el buen espectador de teatro sabe combinar
ambas tendencias cuando decide a qué tipo de función desea asistir, pues
autores humorísticos los hay de todos los tipos y calidades y Mihura es uno de
los grandes. De eso no hay duda.
1 comentario:
Me parece muy interesante el debate que dejas en el aire sobre si el arte tiene la obligación de estar comprometido o si su único compromiso es con el arte mismo.
Próxima entrega: LA POSADERA, de Goldoni.
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