Va siendo ya una feliz costumbre descubrir en cada
libro publicado por la editorial Candaya sorpresas literarias que se zafan del
adocenamiento con que nos lacera el mercado libresco. La frescura, originalidad
y la búsqueda de otros cauces argumentales, estilísticos y expresivos están
convirtiendo a Candaya en un referente de la nueva literatura, que ejerce,
además, un valiente y tenaz mecenazgo sobre los escritores debutantes. Tal es
el caso de La edad media, la primera novela de Leonardo Cano.
En las vísperas del reencuentro de antiguos alumnos
del Bosco, el elitista colegio donde estudiaron los protagonistas, el autor
contrapone las esperanzas forjadas en aquel tiempo de pupitres, plumieres y
vidas por hacer, con la mediocridad y el fracaso vital en que aquéllas han
parado, al alcanzarse esa imprecisa “edad media” de la treintena. Para ello,
Cano se vale de tres historias cruzadas que convergen al final del libro,
aunque están continuamente concerniéndose. La primera de estas historias es la
de Fauró, que envía obsesivamente a Julia, a través del correo electrónico, las
conversaciones de antiguos chats, que resumen, como rescoldos, la felicidad y
la caída de su historia de amor; la segunda la protagoniza Moya, quien lleva
una vida anodina como funcionario interino de Justicia; y, entre ambos relatos,
la voz de un narrador anónimo describe las vivencias juveniles de los
personajes remontándose a su época de estudiantes.
Lo primero que llama la atención de Cano es el difícil
y meritorio dominio de los diferentes registros. Los chats de Fauró y Julia
están diseñados con una meticulosidad digna de elogio, reproduciendo fielmente
cada detalle (erratas, desconexiones, enlaces, y toda su germanía); uno cree de
verdad estar asistiendo a una conversación ajena, tal es el nivel de (im)perfección
y naturalidad de los diálogos; la historia de Fauró, por lo demás, está
inteligentemente dosificada en el relato del paulatino desmoronamiento de su
relación amorosa y de su frustración laboral. Cuando el libro, en cambio, regresa
a Moya, el lenguaje se vuelve notarial, ralo, premeditadamente gris, monocorde,
funcional (memorable el pasaje donde se describen los modos y usos de las
grapadoras), lenguaje que comulga y refuerza la vida banal de su abúlico
protagonista, anquilosado en el cieno de la burocracia, humillado por sus
superiores, por las tareas mecánicas de su profesión y por el ejemplo de otros
compañeros del Bosco que, a diferencia de él, sí han conseguido medrar. Nunca
un estilo tan plano –conscientemente plano– llegó a ser tan eficaz. En su
exasperante diapasón hay un algo a punto de estallar, como se verá. Finalmente,
el tercer narrador evoca el pasado estudiantil de los personajes. Y el
registro, una vez más, se adapta a su objetivo literario. El abuso inmoderado
del polisíndeton confiere a estos pasajes un ritmo atropellado que no sólo
consigue reproducir ese lenguaje atolondrado y a borbotones que emplean los
estudiantes en sus alocuciones sino también otorgar al relato una sucesión
rápida de instantáneas, de flashes, como si de un cinerama vertiginoso se
tratase, que casa muy bien con el propósito evocador de estos episodios. Se
trata de una evocación más canalla que nostálgica de los años 80 y Leonardo
Cano se ha guardado mucho de caer en el catálogo de tópicos en el que tan fácil
hubiera sido incurrir, inmersos como estamos en esta especie de revival ochentero
y egebeísta que también está alcanzando a la literatura.
La ópera prima de Leonardo Cano es un sumario de
renuncias, resignaciones y promesas incumplidas que el propio Moya podría
inventariar en ese archivo de vidas a medio hacer que es La edad media.
2 comentarios:
Gracias por darnos a conocer novelas de este tipo.
Muchas gracias.
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