CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 15 de mayo de 2023

608. Respirar en las fotografías

 


En este mundo nuestro que vive sometido al culto a la imagen y en el que la tiranía del selfie y el obsesivo registro de la cotidianidad alimentan al leviatán del narcisismo más ridículo y contumaz, la fotografía ha devenido en un ejercicio de banalidad tal, que ha perdido su inocencia, su magia y, sobre todo, su singularidad. Por eso se agradecen novelas como Anoxia (Anagrama), de Miguel Ángel Hernández, capaces de detenerse con reposo, delicadeza y actitud reflexiva sobre una práctica –la fotografía– que, como casi todo en la vida, solo puede dignificarse desde su vertiente artística y a través de la mirada demiúrgica de quien traspasa el encuadre para insuflar alma al objeto sobre el que recae la atención. Esto lo sabe muy bien Dolores, la protagonista de la novela, propietaria de un estudio fotográfico venido a menos (signo de los tiempos) que un día recibe el encargo de fotografiar a un difunto durante su velatorio. El recado proviene de un fotógrafo, Clemente Artés, que cultiva el arte, casi extinto, de la fotografía post-mortem, y que por una indisposición de salud decide delegar su labor en Dolores. Esta experiencia que, en un principio, le resulta extravagante, acabará por adentrar a Dolores en una parcela de su trabajo desconocida para ella pero en la que descubrirá justamente que la mirada lo es todo: piedad, respeto, empatía, homenaje, reconocimiento en la vulnerabilidad,  consuelo. Esta actividad tendrá, además, consecuencias catárticas para Dolores, que vive atada a la culpabilidad por no haber sido capaz, en su día, de acudir al reconocimiento del cadáver de su marido, muerto en accidente de tráfico. Y le permitirá conocer la historia de Clemente Artés, con quien estrechará lazos afectivos, y que guarda un impactante secreto que solo muy al final de la novela acabará –nunca mejor dicho– revelándose. Y lo hará, en perfecta consonancia con el asunto principal del libro, como si las páginas de la novela pendieran del cordel del cuarto oscuro y fuera asomando en ellas la imagen, solo sugerida pero cierta ya en su primera indefinición, de la verdad en ciernes.

La mínima trama argumental, insinuada al principio de la novela y resuelta casi precipitadamente al final, parece, pues, un mero pretexto para la reflexión sobre el carácter trascendente del arte, asunto que ya desde otro enfoque había abordado el autor en Intento de escapada. Especialmente sugestivos son los pasajes donde se describe la morosa labor de la daguerrotipia, quizás la máxima expresión de la captación esencial de la realidad, propiciada por la propia naturaleza, casi mágica, de la técnica. Y ese registro, casi vivo, de la realidad, emparentará con el asunto de «los inquietos», las fotografías realizadas a las personas en su último trance hacia el deceso, donde  vida y muerte se confunden. Pero la novela también aborda otros asuntos, como la instrumentalización espuria del arte por parte de las instituciones municipales; o la denuncia del estado del Mar Menor y de las catástrofes naturales que asolan la región durante la época de lluvias, cuyo paisaje desolado Dolores, traspasada ya por su nueva sensibilidad, fotografiará como a otro muerto más o, mejor, como a otro «inquieto» agonizante, simbolizado en esos peces que boquean por la anoxia. Es, quizás, su manera de salvar su mundo, eternizarlo, como eterniza en su labor la presencia de los que ya no están, haciéndolos respirar en las fotografías.

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