Cuenta
Sergio del Molino en su último libro que cuando su hijo se relaciona con otros
compañeros del colegio, las diferencias raciales no condicionan la percepción
de aquel en sus interacciones. El niño negro es antes niño que negro; es más,
el color de la piel ni siquiera es un factor tasable, simplemente no existe.
Desde la inocencia infantil, el niño es, pues, niño. Y nada más. Del mismo
modo, el libro de Sergio del Molino es antes libro que otra cosa. Retrocedamos
a una visión adánica de los géneros literarios y ya tenemos solucionado el
engorroso asunto de las taxonomías, sin necesidad de baldosas de von Luschan
que determinen la «raza» de La piel (editorial
Alfaguara). Así, solo resta dejarse llevar por las palabras del autor para
gozar de una deliciosa miscelánea, entretenida, a ratos divertida, siempre
edificante, sazonada de un sustancioso anecdotario y, sobre todo, honesta.
Entre
toda esa mezcolanza, un hilo conductor que vertebra la obra: el testimonio
personal de la relación del autor con su enfermedad, la psoriasis. Asume
entonces del Molino la condición metafórica del «monstruo» y emparenta su
monstruosidad con otros personajes de la Historia que han sufrido también la
enfermedad. Así, desfilan por el libro Stalin, Pablo Escobar, los escritores
Updike y Nabokov o la cantante Cindy Lauper, Y aparecen, a colación, el negro
de Banyoles, los antropólogos von Luschan y Westerman o los judíos de Qumrán en
Jerusalén entre otras muchas alusiones que enriquecen el relato. Las semblanzas
no son, sin embargo, meros catálogos descriptivos, sino que sus historias se
entremezclan con las vivencias del autor y con reflexiones de gran calado en un
ensamblaje natural en el que las soldaduras no se aprecian porque no las hay:
la vida se amalgama en un todo unitario que trasciende la mera casuística
personal para situarse en la esfera de los grandes temas universales, entre
ellos, fundamentalmente, el de la fragilidad. Por si acaso la estructura
miscelánea pudiera preocupar a su autor (preocupación baldía porque en ningún
momento estorba), del Molino pergeña una ligazón muy sutil que se sustenta en
la metáfora del cuento sobre monstruos que el escritor cuenta al hijo adulto
desde el tiempo del hijo niño, en una suerte de fusión temporal que rompe los
vórtices de la cronología.
Detrás
de La piel hay un escritor con
oficio, un lector curioso y voraz, un excelente contador de historias, una
mente lúcida e instruida, capaz de desdoblarse con la objetividad necesaria
para analizar sus tribulaciones sin caer en el patetismo, pero sin renunciar
tampoco al propio testimonio que individualiza el dolor, lo hace humano y lo
preña de sensibilidad. Sustituyamos aquel tópico del libro escrito a «a corazón
abierto» por el del autor que lo que nos abre es su piel castigada, porque la
piel es aquí una ontología, por más que esté en la superficie. Por eso mismo,
porque la piel explica ella misma la vida, del Molino reivindica sus
cicatrices, su jubilosa imperfección, su rebelde impureza, y abomina del
cosmético o de la ortodoxia de los judíos de Qumrán, que jamás le dejarían
ingresar en su secta de pieles satinadas. Porque él es un impuro, y a mucha
honra, y la asunción de su impureza entregada al ara de la literatura es
también su redención.
1 comentario:
Excelente crítica!
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